Europa es ahora el problema

Cuando el 12 de junio de 1985 España firmó el tratado de adhesión a la (entonces) Comunidad Europea, se sumó a una Europa que iba a más, que se integraba en lo político y en lo económico, forjando, como prometían los preámbulos de sus tratados, una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. Esa Europa era ambiciosa tanto hacia dentro como hacia fuera: promovía la cohesión social y fomentaba la convergencia entre el norte y el sur, pero también tenía ambición exterior y quería jugar un papel relevante en el mundo. En poco más de una década desde la incorporación de España, aquella pequeña Europa de nueve miembros a la que la España democrática dirigió su solicitud de adhesión se estaba dotando de una moneda única y, tras superar con éxito la reunificación de Alemania, planeando más que duplicar su número de miembros.

En modo alguno es casualidad que los mejores años de la historia de España, los “treinta gloriosos” que el resto de Europa ya había disfrutado coincidiendo con el inicio del proyecto de integración en la década de los cincuenta del siglo pasado, hayan coincidido con este proceso de europeización que se inició en 1977 con la solicitud de adhesión. España encajó en aquella Europa que se integraba a toda velocidad como una mano en un guante: en ella encontró un vehículo perfecto para completar un proceso de modernización política, económica y social en demasiadas ocasiones pasadas truncado. Como el proyecto europeo y el proyecto nacional no eran sino dos caras de la misma moneda, imposibles de separar, la política europea y la política nacional fluían al unísono con suma naturalidad. Por eso, a la vez que dejarse llevar hacia la modernización, España pudo liderar políticas europeas como la cohesión o la ciudadanía con una enorme confianza en sí misma, abrirse al mundo y encontrar, por fin, su lugar en un mundo globalizado.

Europa es ahora el problemaSin duda que Europa ha sido, como Ortega dictaminó, la solución al problema de España. Hoy, España tiene problemas de gran calado —por cierto muy similares a los que padecen todas las sociedades democráticas avanzadas de nuestro entorno—, pero no es un problema, ni para sí misma ni para los demás, en el sentido orteguiano. A cambio, sin embargo, es Europa la que se ha convertido en un problema. Plantear Europa como problema en un país construido sobre la aseveración orteguiana de que “España es el problema, Europa la solución” puede sonar a provocación. Pero hablar de Europa como problema puede tener bastante sentido si dejamos a un lado la acepción más trascendental —la que nos remite a una discusión acerca de nuestro ser colectivo y nuestra identidad— para, a cambio, adoptar una visión algo más práctica que entienda Europa como un problema práctico que resolver, es decir, la que nos lleve a discutir cómo organizar nuestros asuntos públicos, nuestra democracia, nuestra economía y nuestra sociedad teniendo en cuenta la existencia de la Unión Europea.

Porque la realidad hoy es que, casi 40 años después de que nuestra Constitución previera, en su artículo 93, celebrar tratados por los cuales se cediera a una “organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución”, esa Unión Europea a la que por prudencia los padres constituyentes no pudieron referirse por su nombre y apellidos (¿y si no nos admitían?) se ha convertido en un nuevo nivel de Gobierno cuyas competencias alcanzan todos los órdenes de la vida política, económica y social de los ciudadanos españoles, casi en una cuarta rama de poder que se suma al ejecutivo, legislativo y judicial.

Cierto que esta Unión Europea que a raíz de la crisis del euro ha dado un gran salto en la integración, y que se apresta a dar otro de todavía mayor alcance con el fin de completar la unión monetaria y prevenir problemas como los que generaron la crisis del euro, no tiene un problema de legitimidad en sentido estricto, pues se nutre del consentimiento de gobiernos y parlamentos legítimamente elegidos. Pero es inevitable plantearse si esta gran agencia en la que se ha convertido la Unión Europea, con una batería de reglas tan estrictas para los Estados miembros como los mecanismos para prevenir y, en su caso, sancionar su incumplimiento, es sostenible políticamente sin una legitimación de la ciudadanía más activa y directa de la que escasamente emana de unas elecciones europeas que suelen jugarse en clave nacional y de espaldas a la mayoría del público.

No es de extrañar que en las tres décadas transcurridas desde 1985 los españoles hayan pasado de un europeísmo muy instintivo, poco informado y más bien basado en los beneficios materiales de la adhesión a un europeísmo algo más frío, también más crítico. Del enorme consenso que al comienzo de la Transición suscitó el proceso de integración en Europa, hemos pasado a un estado dominado por la incertidumbre y, en algunos, hasta el resquemor. Aunque sean hoy pocos los partidarios de abandonar el euro, parece que son casi tan pocos como los que confían en que el euro vaya a ser capaz de superar las divisiones, económicas y mentales, que con tanta fuerza han resurgido entre el sur y el norte y volver a generar una dinámica virtuosa de convergencia en la que todos ganen por igual.

El proyecto europeo está en tierra de nadie: aunque muchos dentro de Europa los añoren, y otros fuera de ella sueñen con reconstruirlos, los Estados europeos hace tiempo que abandonaron en la cuneta ese viejo y anquilosado vehículo llamado Estado-nación y se subieron al tren de la integración supranacional. Sin embargo, están igualmente lejos de conformar una unión política de verdad, democrática y a la vez legítima, que sea algo más que una unión de reglas para supervisar el correcto funcionamiento de los mercados, la moneda y los presupuestos. Nos hemos quedado a medio camino en una Unión Europea dominada por las tensiones dentro y entre los Estados, con opiniones públicas cada vez más escépticas y líderes nacionales cada vez más renuentes a enfrentar su irrelevancia.

Si la Europa en la que nos integramos ofrecía un proyecto de futuro ilusionante, la Europa en la que habitamos hoy parece más un espacio en el que competir unos contra otros que uno en el que cooperar para lograr asegurar nuestro bienestar colectivo como europeos. Treinta años después, esta Europa, pequeña en su ambición y egoísta en su vocación, es el problema que, con el permiso de Ortega, debemos arreglar.

José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED y director de la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations.

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