Europa está ciega

No hay peor ciego que el que no quiere ver. Así describía Stefan Zweig la tranquila inconsciencia que precedió al cataclismo de 1914: “Nunca amé tanto nuestra vieja tierra como en los años que precedieron a la Guerra Mundial, nunca esperé más la unificación de Europa, nunca creí en el futuro como en aquellos tiempos en los que pensábamos percibir los destellos de un nuevo amanecer. En realidad, era el resplandor del incendio que iba a inflamar el mundo”.

Los incendios que asolan el planeta no se limitan a Australia. La hoguera geopolítica no es menos virulenta. Europa está en primera línea, pero demuestra la misma ceguera voluntaria ante la degradación de su entorno estratégico que en la primera década del siglo XX ante la exacerbación de las pasiones nacionalistas y que en los años treinta ante el auge de los totalitarismos.

Algunos asesinatos pueden hacer bascular la historia. Este fue el caso, el 28 de junio de 1914, en Sarajevo, del asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, que activó el funesto engranaje de la I Guerra Mundial. Y este podría ser el caso del ataque que el 3 de enero mató al general Soleimani, número dos de la República Islámica y arquitecto del imperio chiita que se extiende desde el Líbano hasta Afganistán.

Las consecuencias de este crimen de Estado subrayan tanto la nueva configuración que hace de Europa el blanco preferido de los yihadistas y las democraduras como el aumento de su vulnerabilidad, que la expone a un brusco derrumbe de su seguridad. Europa está a punto de quedar rodeada por las crisis y por sus enemigos. En Irak y en Siria, la retirada de EE UU y la voladura, a cargo de Donald Trump, de la coalición articulada para combatir el yihadismo abren un vasto espacio para el renacimiento del Estado Islámico. Al tiempo, la yihad se extiende por África, de Somalia a Tanzania y de Egipto al golfo de Guinea, y en el corazón de las sociedades europeas.

La brecha más inquietante proviene de las democraduras. China persigue, con el proyecto Nueva Ruta de la Seda, el control de las infraestructuras y empresas estratégicas, desde los puertos de El Pireo, Trieste y Génova hasta la electricidad de Portugal. En el plano militar, se asegura la presencia de su flota en el Mediterráneo, mientras multiplica sus actividades en torno a los polos y en el espacio. La Rusia de Putin ha recuperado las posiciones heredadas de la Guerra Fría. Desde la anexión de Crimea ha asentado su dominio del mar Negro; con la salvación del régimen de Damasco se ha afianzado como potencia tutelar de Oriente Medio; en Libia —clave para Europa por sus recursos naturales, su papel en el Sahel y su posición como torre de control de las migraciones— acaba de desplegar 2.500 mercenarios del Grupo Wagner para apoyar al Ejército Nacional Libio del general Hafter; refuerza su presencia en el mar Báltico y el Polo Norte, protagoniza un retorno masivo en Grecia y en los Balcanes y prosigue su labor de zapa de las democracias mediante el apoyo a los populistas.

La Turquía de Erdogan combina democradura islámica e imperialismo neootomano. Tras la anexión del norte de Siria y la limpieza étnica de los kurdos, ha enviado más de mil hombres a Trípoli para apoyar a Fayez al Sarraj. Además, no deja de acercarse a Rusia, somete a Europa al chantaje de los refugiados y se apodera de los recursos gasísticos del Mediterráneo.

La conclusión está clara: las democraduras están a punto de someter a Europa infiltrando sus sociedades, tomando el control de sus recursos estratégicos, sus infraestructuras esenciales y sus fronteras, colocándose en situación de regular los flujos migratorios procedentes de Oriente Próximo y África. Nuestro continente ni siquiera tendrá que ser invadido militarmente para verse sometido políticamente. Máxime cuando ya no puede contar con EE UU.

Al abandonar a sus aliados frente a Corea del Norte, Rusia, Irán, Turquía o la Venezuela chavista, EE UU ha dejado clara la futilidad de su garantía de seguridad. La ejecución del general Soleimani no deja lugar a dudas sobre el nuevo escenario creado por la presidencia de Trump mediante la irracionalidad de la toma de decisiones, la ausencia de toda estrategia a largo plazo, el menoscabo del sistema de contrapoderes y del Estado de derecho —con la violación del decreto presidencial de 1976 que prohíbe los asesinatos, del War Act de 1973 sobre la información al Congreso, del derecho internacional que excluye las represalias desproporcionadas o la destrucción del patrimonio cultural de Irán—.

La década de 2020 será decisiva para Europa y para las democracias. La degradación de la situación internacional hace de la seguridad la prioridad absoluta de la Unión Europea post-Brexit: los europeos solo conservarán su libertad si logran dotarse de una capacidad autónoma de gestión de las crisis económicas, financieras, migratorias, climáticas, diplomáticas y militares. Frente a la acción cada vez más coordinada de las democraduras, las democracias deben refundar su unidad y redefinir una estrategia a largo plazo inspirada en la que les permitió vencer a la Unión Soviética provocando su colapso interno.

Nicolas Baverez es historiador. Traducción de José Luis Sánchez.

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