Europa frente a la demagogia

El éxito del partido de izquierdas Syriza en Grecia; el auge del movimiento Podemos en España; el arraigo del nacionalista y reaccionario Frente Nacional en Francia; el nacimiento de un partido patriótico inglés, UKIP; el movimiento antiinmigrantes Pegida en Alemania; la Liga Norte en Italia; el Partido del «Progreso» en Dinamarca; y el Partido de la «Libertad» en Holanda. Todos comparten una misma ideología demagógica, oculta tras unas etiquetas engañosas que exaltan la libertad y el progreso. Todos ellos dejan a un lado la razón para enaltecer el sentimiento nacional –o regional– contra el cosmopolitismo europeo, un horror de la economía real y de su lógica, y la nostalgia de un orden antiguo o futuro imaginario que deriva del invento de la tradición. Aunque estos partidos se declaren de izquierdas, de derechas o de otras tendencias, en realidad todos se parecen en su negación del mundo real y en la movilización de los impulsos elementales para persuadir a unos votantes ingenuos de que la política puede cambiar su vida, para mejor, por supuesto.

Europa frente a la demagogiaSeñalaremos, no sin ironía, que el primer partido entre esta colección demagógica en hacerse con el poder (por un tiempo sin duda limitado) es griego, puesto que a la Grecia antigua (que solo coincide con la Grecia contemporánea en la geografía) le debemos tres conceptos que son de actualidad: la «democracia», con sus vericuetos; la «demagogia», que fue helenística antes de ser moderna; y «Europa», que es nuestro nuevo horizonte. Muchos griegos consideran a menudo que, como han «inventado» la democracia, el resto del mundo debería pagarles unos derechos de autor eternamente, y que no habría que imponerles las reglas de buena gestión económica. Pero si admitimos este razonamiento romántico, ¿no deberíamos restar a estos sobre la democracia el coste, igual de helenístico, de la demagogia? Pensemos que el resultado es una suma nula.

¿Debería preocuparnos esta demagogia galopante? Sí, pero sin aterrorizarnos. Me parece menos el resultado de una evolución profunda de los países europeos –como en la década de 1930– que una protesta contra el estancamiento económico y una sanción dirigida a los partidos clásicos. ¿Esperan realmente los que manifiestan su disconformidad que los partidos demagógicos gestionen mejor los países de lo que logran hacerlo estos partidos clásicos? Lo dudamos, ya que los electores de la demagogia, en su mayor parte, no esperan gran cosa de su voto impulsivo. Sin duda alguna, preferirían que los partidos tradicionales y profesionales se mostrasen más creativos, más persuasivos, e incluso más transparentes.

El éxito provisional de los demagogos me parece, ante todo, una invitación a la modernización de la derecha y de la izquierda clásicas, una modernización deseable y posible. Consideremos algunos ejemplos sencillos. En economía, por ejemplo, resulta lamentable que nuestros colegios no enseñen a los niños (y a sus profesores) la ciencia económica al mismo tiempo que todas las demás ciencias. Eso impediría que los demagogos de todos los países hiciesen creer a los más desfavorecidos que son víctimas de una «austeridad» impuesta por Alemania. Al igual que la Tierra gira alrededor del Sol y no a la inversa, todo el mundo debería aprender que solo las empresas crean empleo; que el Estado derrochador destruye el crecimiento; que demasiadas ayudas sociales provocan dependencia y desempleo; y que la creación arbitraria de moneda (incluso por el Banco Central Europeo) no sustituye a la innovación.

De la misma manera, los programas escolares, así como los discursos públicos, deberían recordar incesantemente el hecho de que la Unión Europea es un verdadero milagro histórico al que debemos, cada día, la paz entre nuestras naciones, la libertad de viajar sin dificultades, la bajada de los precios gracias a la competencia impuesta por la Comisión de Bruselas, la protección de nuestras libertades gracias al Tribunal de Justicia Europeo, y una moneda, el euro, que mantiene su valor porque se libra de la mala gestión y de la demagogia nacionalista. Esta felicidad europea ya solo es apreciada por los mayores que se acuerdan de la guerra y de la inflación de la posguerra; para los demás, Europa es tan evidente que desconocen sus virtudes, lo que les permite despreciarla.

En la Grecia antigua, el mejor orador en el ágora lograba la adhesión de la mayoría. Los tiempos modernos no son muy distintos; resulta que nuestros demagogos son unos predicadores excelentes. Por tanto, les corresponde a los demócratas convertirse en narradores menos aburridos y más persuasivos. Los demagogos son útiles si nos sacan de nuestro letargo, de nuestras ideas preconcebidas y de nuestra autocomplacencia; solo se vuelven peligrosos si nos quedamos estúpidamente callados. Es más, los demócratas no tienen por qué abstenerse de dar muestras de imaginación. Desde hace décadas, los buenos autores liberales han ofrecido soluciones innovadoras sobre la forma de gestionar las ayudas sociales, la educación, la vivienda accesible para todos, el pleno empleo y la sanidad pública, introduciendo más espíritu de empresa, más competencia, más iniciativa y más responsabilidad personal. Ya es hora de usar esta caja de herramientas y de ideas, disponible y sin coste, para retomar la iniciativa de la narración creativa. Sin espíritu de partido, lamento que la caja de herramientas de los socialistas esté vacía, ya que esto empobrece el debate. «Cuando la democracia está en peligro», decía Friedrich Hayek, «es momento de proponer utopías alternativas». Ese momento es ahora mismo.

Guy Sorman

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