¿Europa invadida por los subsaharianos?

Las alarmas empiezan a hacerse oír por doquier en Europa. Se grita —“¡inmigrantes subsaharianos!”— y el eco nos devuelve una voz —“¡invasión, invasión!”— que traslada las cifras del miedo: para 2100, la ONU pronostica una población subsahariana de 3.300 millones según un baremo medio de habitantes, de 4.850 millones, en índices altos, y de 2.250, ponderando a la baja. En ese juego indefinido de variaciones, siempre según la United Division de la ONU, la llegada de 80 millones de inmigrantes hará que la población europea se componga de un 26% de inmigración o descendiente de ella.

Basta una mirada a los centros de retención de Nigeria o de Libia para darse cuenta de que la edad de las personas inmigrantes oscila entre 14 y 30 años, y que desean a cualquier precio —tras franquear los filtros infernales del desierto, la corrupción policial aduanera y el sacrificio de las mafias de la trata de personas— salir de África.

¿Europa invadida por los subsaharianos?La demanda migratoria se hace, pues, imparable. Y, además, espectacular: las mafias, que controlan casi todas las salidas al mar, les empujan a subir a embarcaciones suicidas, aguantar hasta el rescate de las ONG, alcanzar finalmente territorio europeo, donde les espera una posibilidad ínfima de quedarse en Europa, incluso ilegalmente. Pues la llegada clandestina, cuando tiene éxito, desemboca en estancia clandestina. ¡Tal es la desesperanza social de millones de jóvenes!

En cambio, las sirenas europeas activadas por los partidos de extrema derecha no cantan este enjambre de sufrimientos humanos. Encuentran en ella motivos para ganar votos, para fortalecerse como candidatos al poder, para hacer del temor un principio de gobernabilidad. Apoyan sus discursos sobre sinuosas estadísticas, sobre la transformación visual de las ciudades europeas, sobre los barrios de diásporas inmigrantes, sobre los transportes públicos que evidencian la diversidad étnica, sobre la presencia de inmigrantes en los servicios sociales, etcétera. El virus xenófobo se extiende: antes, la enfermedad atacaba a los partidos extremistas, ahora los partidos conservadores moderados sufren la metástasis y, bajo la tramposa estrategia de detener el incremento de los movimientos extremos, se han apropiado de su discurso y se vuelven aún más insidiosos.

Sin embargo, la realidad se encuentra lejos de confirmar estos augurios inflamados.

En primer lugar, la Europa fortaleza es el continente que dispone de más medios terrestres y marítimos para controlar y reprimir las entradas en su territorio, contando también con los establecidos en territorio africano con la anuencia de los países concernidos. Es decir, más, ¡mucho más que los Estados Unidos de Donald Trump! Europa solo recibe entre el 3% y el 4% de los flujos que se producen dentro del continente africano.

Por otro lado, Europa no sufre amenaza identitaria alguna por las migraciones subsaharianas, pues la casi totalidad de los inmigrantes habla francés, español, o bien italiano o inglés. Recuérdese que son fruto de la poscolonización, llevan dentro de ellos categorías mentales, por supuesto mezcladas, fundamentalmente europeas, lo que facilita la adaptación y la asimilación. Y, al contrario, toda la historia demuestra el carácter potentemente desintegrador de la cultura europea sobre culturas de origen.

En fin, Europa no es el único continente destinatario de los subsaharianos. Una parte cada vez más significativa, al tanto de las condiciones de vida en Europa y de las dificultades de entrada, mira hacia un porvenir ultraatlántico. Ya en 2014, The New York Times (1/09/2014) apuntaba que, “entre 2000 y 2014, más negro-africanos han llegado de su propia voluntad que las deportaciones de esclavos en EE UU durante tres siglos”. Entre 1970 y 2015, la cifra asciende de 881.000 a 2,1 millones de inmigrantes subsaharianos. De hecho, la demanda subsahariana, como la de los asiáticos a principio del siglo XX, es claramente un fenómeno mundial.

Todos los datos prevén que África entrará en una transición demográfica entre 2050 y 2070, y que la demanda migratoria va a bajar por esa razón, así como por las oportunidades de desarrollo que se van a implementar. En este sentido, el ejemplo del continente asiático es muy ilustrativo: entre finales del siglo XIX y del siglo XX, más de 100 millones de personas salieron en dirección a todo el planeta, de modo que actualmente hay unos 134 millones de asiáticos por el mundo.

Sin embargo, un proceso nuevo se está iniciando con el retorno de asiáticos a sus países de origen y, sobre todo, con el auge de demanda migratoria ahora dirigida hacia China; este país se convertirá inevitablemente en territorio de inmigración en las siguientes décadas. Es, desde luego, probable que África se convierta, después de un paso difícil hasta los años 2050, en un continente desarrollado potente y de inmigración en el próximo siglo.

Pues bien, cuantitativamente, tomando la hipótesis más alta de llegada de inmigrantes subsaharianos, Europa recibirá en los próximos 30 años unos 21 millones, es decir, menos de un millón en cada país de la Europa de los Veintiocho (Reino Unido no podrá quedarse aparte de la demanda); si los países del Este no cambian su política xenófoba, tendremos un promedio de entre 1,5 y 2 millones en los países de la zona euro, dado que los países más ricos recibirán más en cifras reales. Por tanto, incluso exagerando en cifras la amenaza, ¡no hay peligro en casa!

En realidad, lo que da temor a los blancos europeos es el color. Los subsaharianos son negros, se perciben más fácilmente, y esta visibilidad ahora les hace más detectables y objetos de mayores prejuicios que los millones de inmigrantes de Europa del Este que han arribado estos últimos 20 años. Aquí estriba el racismo, la manipulación política, el comportamiento profundamente antihumano de los partidos que utilizan los fenotipos como elementos de odio y de recelo para conseguir sus objetivos políticos.

La Comisión Europea recalcó varias veces que, en realidad, Europa necesita de la inmigración. Por supuesto, se debe incentivar su política demográfica, favoreciendo los nacimientos autóctonos con una política que ayude más a las mujeres que quieren tener hijos, y su crecimiento económico si quiere evitar el miedo a la competencia social; pero no podrá hacerlo sin gestionar las migraciones de modo sereno, reflexivo y responsable.

El verdadero peligro que amenaza Europa no es la inmigración subsahariana, sino, más bien, el odio.

Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas y director del Instituto de Estudios para la Cooperación Mediterránea y Atlántica (IECMA).

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