Europa, la tentación centrista

La normalidad de la disyuntiva derecha/izquierda ha vuelto a las presidenciales francesas. Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal han obtenido juntos el doble de votos que Jacques Chirac y Lionel Jospin en el 2002. Es el resultado de una participación excepcional y de haber atraído el voto útil de sus respectivos extremos. Jean-Marie Le Pen pierde un millón de votos y retrocede a 20 años atrás. La izquierda no socialista, verdes incluidos, ha sido laminada. Salvo la LCR, ninguno de sus componentes llega al 2%, y entre todos suman el 10,5%, exactamente lo mismo que Le Pen. Royal ha igualado el resultado (porcentual) que obtuvo François Mitterrand en 1981. Pero el conjunto de la izquierda se ha debilitado mucho desde entonces. Sumaba el 47% en la primera vuelta de 1981; el 40,5% en la de 1995 y el 36,4% ahora.

Las reservas de votos que cada candidato puede obtener de sus extremos son equivalentes, y no quedan muchos abstencionistas que movilizar. La novedad es la emergencia de una fuerza autónoma del centro cuyos votantes decidirán el resultado final de un duelo que más parece ya un ménage à trois. Se puede pensar que también eso es normal. Desde 1965, todo socialista que pasa a la segunda vuelta debe seducir a una buena parte del electorado centrista, sin el cual su victoria es imposible. Pero la dimensión y la naturaleza de ese centro han cambiado: hoy se proyecta como fuerza de futuro más allá de su disgregación obligada en la segunda vuelta de las presidenciales, y se enmarca en una amplia dinámica europea.

Hasta ahora, y desde que Jean Lecanuet y Valéry Giscard d'Estaing unificaron a la derecha no gaullista, centro y derecha convivían hasta confundirse. Se repartían amistosamente las circunscripciones en un sistema electoral mayoritario a doble vuelta, alternaban, con alguna que otra zancadilla, candidatos a la presidencia y gobernaban juntos. Fran- çois Bayrou, varias veces ministro de Chirac, era, con el 6% de los votos, una fuerza residual.

Pero la sociedad francesa se ha deslizado a la derecha, ha envejecido y se ha atomizado, los ideales y los esquemas ideológicos se han erosionado y el temor a la doble competencia de la globalización y la inmigración ha debilitado las bases tradicionales de una izquierda que no ha podido evitar el crecimiento de las desigualdades ni el aumento del paro, salvo en el paréntesis de 1997 al 2000. La derechización de la derecha y la debilidad de la izquierda plural han abierto un espacio autónomo en el centro, hasta el punto de que Bayrou podía presentarse como la mejor defensa contra la derecha derechizada y reclamar el apoyo de los votantes socialistas con poca confianza en su candidata.

Su éxito, triplicando sus votos, ha sido grande, pero no suficiente. Ahora debe preservar sus fuerzas para las próximas legislativas, sin decantarse formalmente, evitando que se deshinche el suflé y dando consistencia a un proyecto basado en algo más que la desconfianza de 7 millones de electores en las propuestas y los resultados de las dos grandes fuerzas de gobierno.

Para ello, Bayrou ya ha marcado su proximidad con Royal en los asuntos institucionales y sociales tanto como sus discrepancias en lo económico. Como buen liberal, no comparte las criticas al BCE ni a la fortaleza del euro. Dejará que sus diputados flirteen con Sarkozy porque a fin de cuentas necesita un grupo parlamentario, pero anuncia ya la creación de un Partido Democrático con el que concurrir a las legislativas. Esa es la nueva marca del extremo centro, a la moda italiana y al gusto de todos aquellos que quisieran que la política en Europa fuera como en EEUU, con dos grandes partidos, uno liberal y otro conservador, que emergen al calor de cada elección y sin demasiada impedimenta ideológica.

La europeización de la vida política refuerza esta tentación centrista. En el Parlamento Europeo se ha formado el grupo Liberales y De- mócratas (Alde), en el que se agrupan los liberales británicos, la Marguerita italiana de Romano Prodi y Francesco Rutelli, y la UDF francesa. El mismo día en que Bayrou emergía en Francia, el centroizquierda italiano y los excomunistas y socialistas de la Democracia de Sinistra (PDS) iniciaban su fusión en otro Partido Democrático con el que estabilizar el Gobierno de Prodi y hacer frente a Silvio Berlusconi.

No todos los socialistas seguirán esta amalgama de exdemocristianos y excomunistas, que parece impuesta por el sistema electoral y la debilidad de la izquierda. Desde el hundimiento de la tradicional estructura de partidos en Italia, la DS no consigue rebasar el 20% del electorado, ni la Marguerita el 9%. ¿Conseguirán juntos más que cada uno por separado? Está por ver que, más allá de la adaptación a las exigencias del sistema electoral, la unión de los diferentes logre presentar una coherencia suficientemente fiable. Para ello tendrán que superar importantes divergencias en temas de laicidad e integración en los grupos políticos europeos.

En realidad, la tentación centrista y la desconfianza en las estructuras tradicionales de los partidos han estado permanentemente presentes en Europa. Desde finales de los 90, la izquierda europea ha buscado una vía reformista, la tercera vía de Tony Blair o el nuevo centro de Gerhard Schröder, para captar en el centro el voto necesario para ganar al neoliberalismo conservador. Pero la emergencia de partidos de centro al estilo francés o italiano es otra historia a la cual el socialismo democrático debe prestar especial atención si quiere mantener su apoyo electoral y su capacidad de transformación social.

Josep Borrell, eurodiputado. Presidente de la Comisión de Desarrollo del Parlamento Europeo.