Europa necesita una pausa

La semana pasada, en un discurso muy esperado, el presidente alemán, Joachim Gauck, alertó contra la búsqueda ciega de una Unión Europea “cada vez más estrecha” y reconoció que la creciente desigualdad entre los estados miembros genera “una sensación de intranquilidad, incluso de enojo innegable” y aumenta el riesgo de humillación para algunos países. Agregó que, además de la crisis económica, hay una “crisis de confianza en Europa como proyecto político”.

Aunque dejó en claro que sigue siendo un firme partidario de Europa, Gauck destacó la necesidad de reflexionar más profundamente acerca del futuro del continente, y especialmente, el futuro de la eurozona. Los europeos están en el umbral del camino a una mayor integración y se muestran vacilantes e “inseguros respecto de si emprender o no el viaje”. Gauck declaró que para resolver estas dudas será necesario comprender a fondo y en todas sus sutilezas el verdadero significado de la expresión “más Europa”.

Es posible que Gauck se haya quedado corto: quizá seguir reforzando la unión actual ya sea un espejismo político. Cualquier avance significativo hacia la estabilización de la eurozona demanda un compromiso financiero importante (y tal vez ilimitado), y la UE no está políticamente lista para cruzar esa frontera. Sus constantes amagues de avance, que después se convierten en retroceso al llegar al punto crucial, están agravando la incertidumbre política y la vulnerabilidad económica.

Por eso, en vez de esta búsqueda dubitativa de mayor unidad, tal vez sea momento para que las autoridades nacionales de los países de la eurozona recuperen la soberanía efectiva. Este cambio serviría para aliviar la ansiedad en el corto plazo y daría a los europeos tiempo para reagruparse y preparar los próximos pasos en dirección a una Europa más integrada y un euro más resistente.

Esto implica que los líderes de la eurozona deben dar tres pasos fundamentales. Uno es desmantelar el sistema actual de gobernanza fiscal europea, que es disfuncional; otro es devolver la responsabilidad fiscal a los estados miembros; y finalmente, para minimizar el riesgo de un exceso de endeudamiento en el futuro, es preciso que los acreedores privados se hagan cargo de las pérdidas derivadas de deudas públicas insostenibles.

El argumento en contra de la gobernanza fiscal europea centralizada es muy sencillo. Antes de la crisis, la obsesión por reducir los déficits fiscales nacionales a menos del 3% del PIB condujo a abusos generalizados. O bien no se tomaba esa meta en serio, como en el caso de economías de primera línea como Alemania y Francia, o bien se manipulaban los datos para ocultar los problemas (práctica común a toda la eurozona, no solo de Grecia). Y la creencia en que el crecimiento económico obraría como una suerte de panacea fiscal llevó a exagerar las previsiones del PIB.

Cuando se desató la crisis, la meta de 3% de déficit se convirtió en el santo grial de una austeridad implacable (una forma de lo que el antropólogo Clifford Geertz ha descrito como “involución”, que ocurre cuando ante presiones externas o internas, un proceso se intensifica en vez de cambiar). Es decir, los líderes de la UE comenzaron a complicar la gobernanza fiscal, y el resultado final fue un laberinto ineficiente e ineludible de normas y procedimientos burocráticos. Pero cuanto más intrincados se vuelvan los indicadores fiscales, más fácil será evadir los intentos de seguimiento.

El argumento a favor de devolver la responsabilidad fiscal a las autoridades nacionales también está bien fundado, y no solo porque la centralización fiscal demostró ser tan ineficiente. Cuando el peso de la crisis recaiga sobre los ciudadanos de los países en problemas, seguir suponiendo que no actuarán responsablemente sería, en el mejor de los casos, subestimarlos. Y la estrategia actual de pretender buen comportamiento a cambio de premios estimula a hacer trampas y diluye la responsabilidad. Si bien del otro modo no se eliminará por completo el riesgo de que los gobiernos cedan a tentaciones fiscales, es de creer que el actual padecimiento de los ciudadanos contribuirá a evitar futuros excesos.

En cuanto los países recuperen la soberanía fiscal, será más fácil dar el último paso crucial: establecer una relación más madura con los acreedores privados. La eurozona se fundó sobre el principio de “prohibición de rescate”: si un estado miembro no puede pagar sus deudas, las pérdidas serán para los acreedores. Pero los acreedores decidieron no hacer caso de esta amenaza, y está visto que no se equivocaron. En vez de cumplir el principio de prohibición de rescate y sentar un precedente, los países deudores usaron préstamos oficiales para saldar las deudas con los acreedores privados.

Al hacerlo, se condenaron a sí mismos a un período prolongado de austeridad, bajo crecimiento y alto endeudamiento, y al mismo tiempo redujeron el incentivo para que los acreedores privados impongan disciplina fiscal a los deudores soberanos en el futuro. La única salida de esta trampa para los países deudores es que los acreedores privados vuelvan a hacerse cargo de las pérdidas.

En Estados Unidos, cada uno de los estados es responsable de la gestión de sus finanzas y no está obligado a seguir un modelo único centralizado. La disciplina fiscal de los estados no depende de normas federales, sino de que saben que nadie pagará sus deudas por ellos. Y parece que el sistema funciona: al inicio de la crisis, los cocientes de endeudamiento y déficit de los estados eran considerablemente menores que los de los países vulnerables de la eurozona.

Hasta ahora, la integración europea ha sido en gran medida un proceso de “caída hacia adelante”, en el que cada tropezón sirvió de lección para el surgimiento de una unión más sólida a continuación. Pero aunque este método vacilante sirva de fundamento para formular declaraciones de buenas intenciones, no inspira la suficiente confianza para que los países puedan asumir los profundos compromisos financieros que se necesitan ahora.

Hay que dar a los europeos una posibilidad de estabilizarse. Volver a transferir la responsabilidad fiscal a las autoridades nacionales no solamente pondrá fin a los contraproducentes intentos de administrar los asuntos fiscales en forma centralizada, sino que también reducirá la sensación de frustración y falta de control que está dando sustento al euroescepticismo.

En resumen, retroceder un paso serviría para reafirmarse, reflexionar y trazar el mejor curso hacia una Europa más estable y más integrada. Para que una unión fiscal funcione (por improbable que pueda ser el resultado) es crucial contar con una base sólida. Como explicó Gauck, los europeos “están haciendo una pausa para (…) preparar[se] tanto intelectual como emocionalmente para el próximo paso, que [los] obligará a ingresar en territorio desconocido”.

Dar a los europeos tiempo y espacio para elegir más Europa reforzaría los valores centrales en los que se ha basado la integración durante más de seis décadas. Seguir tropezando hacia delante, en cambio, solamente llevará a una caída debilitante y tal vez fatal.

Ashoka Mody, a former mission chief for Germany and Ireland at the International Monetary Fund, is currently Visiting Professor of International Economic Policy at the Woodrow Wilson School of Public and International Affairs, Princeton University. Traducción: Esteban Flamini.

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