Europa no sabe integrar

Por José María Mendiluce, escritor (EL PERIÓDICO, 09/11/05):

En todos los foros, sea cual sea el ángulo de enfoque, expertos y analistas señalan las migraciones masivas como uno de los retos más importantes a los que deberán hacer frente las sociedades desarrolladas modernas. Y la democracia. En la era de la mundialización de la economía y las comunicaciones, combinada con profundos desequilibrios e injusticias de todo orden entre territorios del planeta, las viejas fronteras desaparecen para muchas cosas, pero al mismo tiempo reaparecen muros y defensas frente a los humanos excluidos, marginados, que han perdido hasta la esperanza de poder tenerla algún día. Pero siguen saltando barreras. No es sólo que sigan llegando, sino que ya están. Y si en España esta es una realidad reciente, países de nuestro entorno han sido receptores de migraciones masivas durante décadas (después de la segunda guerra mundial), sin que parezca que hayan podido gestionar con éxito la integración ciudadana de parte de esas personas, en particular, y hay que decirlo sin tapujos, de las de origen musulmán. Sus políticas han sido diversas, pero los resultados son bastante similares: importantes núcleos de población no se sienten partícipes del presente y futuro de las sociedades de acogida, no han incorporado al sentimiento de pertenencia ni han asumido algunos de sus valores básicos. Algo ha fracasado cuando arde París, y los que la queman (además de los discursos incendiarios y populistas de los Sarkozys de turno) son ya nietos de los que llegaron hace unas décadas. Y muchos de nacionalidad francesa.

LOS PAÍSES de inmigración tradicional, por ejemplo los americanos, han conseguido exactamente lo contrario. Por no empezar con Estados Unidos (lo que siempre escuece a algunas sensibilidades), en Brasil o en Argentina encontramos en cualquier esquina bonaerense o carioca a ciudadanos de origen italiano o español, alemán o turco, armenio o persa, que pueden sentirse varias cosas a la vez, pero sobre todo, son argentinos o brasileños de abuelas varias. Incluso los de origen africano, por todo el continente (y vale para EEUU también), son ciudadanos de sus países y orgullosos de serlo, por encima de injusticias o maltratos recibidos. Nadie hay más norteamericano, por ejemplo, que un latino nacionalizado. A veces, hasta incorporar la fe del converso. No puede decirse lo mismo en Europa de una parte de nuestros inmigrantes. Analizar los porqués y aprender de algunas experiencias sería bastante recomendable para nuestros responsables políticos. El problema principal es que en Europa el peso histórico/identitario que define la naturaleza de pertenencia es tan pesado (a pesar de la secularización y del proceso de integración europea), que sin el abandono de las señas identitarias de cada comunidad inmigrante se hace casi imposible la incorporación a nuestras comunidades. Si para cualquiera de nosotros, por europeo que se sienta, es difícil llegar a sentirse sueco (y al revés), para un ciudadano de origen magrebí tener que sentirse catalán no es tarea fácil. Y en el fondo, eso es lo que se les pide en cada territorio al que lleguen, sea Dinamarca, Francia o España. Y se produce, en particular con los que vienen de culturas tan fuertes y estructuradas religiosamente como los musulmanes, una tendencia al choque que sólo podría evitarse con la búsqueda de un nuevo espacio de identidad e intereses comunes que, manteniendo nuestras (y sus) identidades respectivas, nos permita lograr una supraidentidad común, basada en menos himnos, banderas y diferencias y más en objetivos y valores comunes. Si todos queremos ser como éramos, nunca entenderemos qué hacemos juntos. No se trata de perder las esencias, sino de añadir otras nuevas que respondan a las necesidades de convivencia actuales.

SI NO SOMOS capaces de definir esos territorios comunes, y de exigir y exigirnos el respeto a las normas que los definen y garantizan, ni el necesario derecho de voto ni los ridículos exámenes previos de aptitud para obtener la nacionalidad (Reino Unido) permitirán resolver los riesgos que entraña la dificultad de la convivencia entre unos y otros. Y con la alarma social en marcha, más el fenómeno terrorista, la tendencia es (y me temo que será) la adopción de medidas restrictivas y represivas que no ayudarán en nada a la consolidación de los valores que decimos nuestros y que nos han permitido articular la vida en libertad hasta ahora. Creo sinceramente que, en la era de internet, la convivencia a todos los niveles, desde los globales hasta el barrio, va a depender de que seamos capaces de compartir desarrollo, valores y reglas del juego comunes, que sólo pueden ir de la mano de la justicia y la libertad, de la igualdad desde la diversidad, y que hoy en día no son patrimonio común ni de muchos de los que llegan ni de muchos de los que estaban. Nos va el futuro en ello.