Europa, ¿nueva Atlántida?

La salida de uno o más países de la unión monetaria o la reconstitución de una zona euro restringida a unos pocos estados en torno a Alemania eran hipótesis extravagantes hace apenas un año y en cambio son ahora escenarios que los mejores analistas financieros sopesan a diario. Pensar lo imposible se ha convertido en una norma de elemental prudencia. Y es que no estamos, como en Estados Unidos, ante una grave crisis de deuda conjugada con la amenaza de una nueva recesión, sino que en Europa se añade además el cuestionamiento de la moneda única y, en definitiva, del propio proceso de integración que hizo del euro su buque insignia.

En estos momentos de tribulación se empiezan a alzar voces en los países de mayor solvencia financiera en contra de los rescates a los estados de la periferia tachados de manirrotos, y a favor de un egoísmo sagrado que suena a sálvese quien pueda. Los cálculos nacionales empiezan a expresarse cada vez con mayor crudeza y los argumentos en defensa del interés general europeo encuentran un eco nulo en ciertos sectores del electorado que comienzan a votar sin remilgos por opciones abiertamente antieuropeas. Pero no se trata solo de unas minorías seducidas por un discurso demagógico. Lo más inquietante de la actual crisis financiera es que coincide con el problema político de la creciente desafección social hacia la Unión Europea en muchos de sus estados miembros, lo que dificulta enormemente la aplicación de medidas que pasen por una mayor integración. Este desapego hacia el proyecto europeo viene arrastrado de la década anterior y sería largo extenderse sobre sus causas. Baste señalar que muchos ciudadanos temen que la transferencia de competencias a Bruselas vacíe de contenido a los estados nacionales, únicos marcos creíbles de la democracia política y de la cohesión social, aunque no sea más que por razones de proximidad y lengua. Estas inquietudes son legítimas y lo cierto es que las elites europeas no han sabido tranquilizar a los ciudadanos sobre una Unión Europea que debiera reforzar a las democracias nacionales y no competir con ellas.

Visto desde España, este peligro de descomposición a escala europea tiene una lectura preocupante. En efecto, la generación de la transición había adoptado como lema propio el aforismo orteguiano: España es el problema y Europa la solución. Y existía el convencimiento mayoritario de que ese proyecto sugestivo de vida en común del que hablaba Ortega solo se podría desarrollar en el marco europeo. Ahora bien, ¿qué sucede si Europa se convierte también en un problema? Si faltaran las piezas europeas, España volvería a ser un rompecabezas y la descomposición nos amenazaría simultáneamente por arriba y por abajo. Sospecho que, con antecedentes históricos diversos, este sería también el caso de otros estados miembros.

Lo característico de la actual crisis europea es que se dan cita en ella desafíos perentorios que hay que resolver sin demora con problemas larvados que salen ahora a la luz. Se cruza así el tiempo corto de las noticias de actualidad con el tiempo largo de la Historia. Las urgencias de prevenir una catástrofe financiera con las insuficiencias demográficas —largamente incubadas— y su impacto sobre la viabilidad del Estado de bienestar, considerado a su vez como la piedra angular de nuestro moderno contrato social. Si rebobinamos apenas tres años atrás se decía que Europa tenía que elegir entre dos modelos: el norteamericano, con una economía innovadora y dinámica, y el japonés, resignado al estancamiento económico y a la irrelevancia internacional. Pero de alguna manera la demografía había elegido ya por nosotros antes de que lo supiéramos. Japón había vivido lo que el profesor Masahiro Yamada llamó «la primera recesión del mundo causada por la baja natalidad». Los que veían con preocupación las desfallecientes tasas de natalidad europeas se preguntaban cuánto tardaríamos en ser los siguientes. Por eso, cuando estalla la crisis financiera, una de las primeras medidas que se ven obligados a adoptar los estados periféricos, entre ellos España, es precisamente el aumento de la edad de jubilación, ante el temor de que los mercados penalicen el coste de la deuda derivada de la insuficiencia a medio plazo de nuestro sistema de pensiones, debilitado por la escasez de nacimientos. Y ello, ante la incomprensión de una buena parte de la población, que había permanecido en una pasmosa ignorancia sobre las consecuencias inexorables de una evolución demográfica desfavorable. Pero, aunque no es consuelo, ésta también afecta a los países con mayor solvencia financiera y se podría interpretar que el comportamiento de Alemania en esta crisis se debe en buena parte a su deseo de no debilitar su posición fiscal en previsión de las nuevas cargas financieras que impondrán los efectos de una bajísima natalidad.

Este paralelismo entre Europa y Japón definido por el envejecimiento acelerado de la población, la débil natalidad, las crisis bancarias y el estancamiento económico, ha tenido este año un episodio agudo en la doble sacudida, literal en el caso japonés y financiera en el caso europeo. Desde luego que el dramatismo de la pérdida masiva de vidas humanas en Japón no tiene punto de comparación con los problemas que atraviesa Europa. Pero se podría argumentar que las desgracias de los japoneses, al proceder en gran medida de las fuerzas desatadas de la naturaleza, son más fáciles de aceptar como manifestación de un destino ineluctable. En cambio en Europa lo que está en juego es el euro y el propio proyecto de integración, es decir, creaciones humanas de las que además estamos justamente orgullosos. Pero por eso mismo, si la unión monetaria llegara a implosionar, los efectos sobre los europeos serían aún más devastadores por el sentimiento de fracaso colectivo que llevarían aparejados. El actual ascenso de fuerzas políticas movidas por el rencor antieuropeo sería ya imparable con consecuencias quizás letales para la salud de nuestro continente.

Ha habido estos años mucha complacencia sobre los problemas de Europa y demasiada beatería europeísta alérgica a toda crítica sobre la deriva del proceso de integración. Sin embargo, hemos llegado a la hora de la verdad y no saldremos del actual atolladero sin abrir un debate que llegue al fondo de los graves desafíos que se presentan para nuestros países. La recuperación del afecto de los ciudadanos por el proyecto europeo requiere que los líderes hablen claro de todo lo que nos jugamos. Y hay una cuestión moral que no podemos esconder tras la búsqueda de nuevas fórmulas institucionales y de paradigmas económicos: ¿Qué legado dejaremos a nuestros hijos? ¿Será un futuro de deudas y descomposición o una Europa con un valor renovado?

El mito de la Atlántida ha dejado en nuestra imaginación colectiva el aviso de la mortalidad de las civilizaciones. Pero el hundimiento no es inevitable ni siquiera en una situación de fuerte marejada como la que ahora vive Europa. Ya decía Ortega que el «naufragio es el gran estimulante del hombre. Al sentir que se sumerge reaccionan sus más profundas energías, sus brazos se agitan para ascender a la superficie. El náufrago se convierte en nadador. La situación negativa se convierte en positiva. Toda civilización ha nacido o ha renacido como un movimiento natatorio de salvación».

Fidel Sendagorta, diplomático.

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