Europa o el espejo roto

Escribe el nobel y disidente chino, Gao Xingjian, en su obra La Montaña del Alma que «la verdad no existe más que en la experiencia e incluso sólo en la experiencia personal, y aun en este caso, una vez que ha sido contada, se convierte en historia». La tensión presente entre lo subjetivo y lo colectivo es tan constante como la que ocurre en el balanceo que separa el sentimiento de los hechos, lo percibido de lo auténticamente real; sólo la infancia nos depara la posibilidad de contemplar la vida con nitidez, más tarde, el pacto social nos hace víctimas –o mejor dicho culpables– de ese gran asesinato –el de la inmaculada originalidad humana– que sirve de prolegómeno para la fundación de la sociedad. Al fin, sólo somos el retrato desvanecido de una singularidad que se pierde con el viento de la identidad colectiva, y nuestra existencia, citando otra vez Xingjian, es solamente un «nudo de rencores inextricables»: rencores frente al «otro», pero sobre todo rencores susurrados frente a nosotros mismos.

Europa o el espejo rotoEl fallecimiento el pasado dos de diciembre del veterano político francés, Valéry Giscard d’Estaing, sitúa a Europa –otra vez– ante los viejos rencores de una crisis introspectiva de identidad, la que afecta a la ciudadanía europea, y en la que cada vez más la experiencia concluye convertida exclusivamente en historia, ausente del valor esencial que confiere a la existencia la vivencia colectiva, esa misma que Giscard supo poner en valor con su compromiso cívico.

Las puertas del año 2021 se abren para Europa con la mutilación inacabada del Brexit, el problema persistente de los nacionalismos populistas, la cuestión económica y política de los fondos de reconstrucción y, por supuesto, la tragedia sanitaria y social causada por la covid-19. En este contexto, la triste muerte del símbolo francés –víctima del coronavirus– sirve de alegoría, terrible y descorazonadora representación personificada de las resistencias que el proyecto europeo que Giscard ambicionó erigir encuentra en un mundo incierto, cambiante y de bases conceptuales cada vez menos sólidas. Así, si la derrota de Trump permite al menos esperanzar un giro geopolítico en Estados Unidos, y la superación de la pandemia admite la hipótesis de un reequilibrio pacífico con China como agente decisivo, ocurre sin embargo que Europa, fiel a su tradición secular, se divide y subdivide entre tensiones territoriales de amplia y variada naturaleza, que ahora como nunca antes traducen su oportunidad en la peligrosa derivada de alejar el proyecto europeísta de su misión histórica: la creación de un interés supranacional europeo al servicio de la paz, la prosperidad y la libertad. Devorados desde dentro, los grandes objetivos de la Unión Europea para el nuevo milenio son socavados por el monstruoso egoísmo nacionalista, por la impostura identitaria y, al fin, por unas fuerzas centrífugas que sólo contemplan Bruselas o Fráncfort como las capitales en las que dar rienda suelta a la irrazonable codicia. Las murallas del sueño europeo son asaltadas desde dentro y hacia fuera. Si el gran impulso de los fundadores –Adenauer, De Gasperi o Monnet– fue el de crear una unión de Estados frente a un mundo dividido que resurgía tras la ceniza de Dresde o París, ahora, tantas décadas después, la división y la discordia son exhibidos estandartes de un populismo levantado sobre el suelo de las doce estrellas amarillas y el fondo azul.

Probablemente, el veto de Hungría y Polonia al fondo de recuperación europeo sea la falla más preocupante de las muchas que asolan la arquitectura de la Unión Europea, sin embargo, este hecho –previsible– evidencia lo que algunos llevan advirtiendo desde hace tiempo: que la crisis de Europa es, ante todo, una crisis de identidad. Europa existe en los tratados, en los dictámenes, en los reglamentos… Pero lejos de ellos, Europa, y qué decir de su Unión, es contemplada por la ciudadanía de los Estados como un simple recurso, una pieza más del tablero en el que se discuten las políticas, en el que la partida por las cuotas pesqueras o las subvenciones energéticas tiene lugar. Europa no tiene identidad, y esta causa es la que permite diagnosticar con criterio y rigor las enfermedades que corroen el invertebrado cuerpo europeo: el nacionalismo, el populismo… Sin identidad, Europa es sólo rencor; rencor frente a los otros, frente a quienes rivalizan en un mundo definitoriamente más competitivo, pero sobre todo rencor frente a nosotros mismos.

El proyecto inacabado de Giscard d’Estaing alberga criaturas fantasmagóricas, un circo de los horrores en el que la apelación a la convivencia y la solidaridad se convierte en la usurpación de los valores más loables por los personajes más aterradores: desde el siniestro Orbán, pasando por el inefable Morawiecki, hasta la caricatura ridícula del secesionismo catalán, Carles Puigdemont. Causa estupor comprobar cómo el futuro del consenso europeo se encuentra en manos de algunos irresponsables; como en el Rey Lear de Shakespeare: es el mal de estos tiempos… los locos guían a los ciegos.

Resolver ahora, con un marco europeo asediado y desprestigiado, el problema de la identidad colectiva sería tanto como desconocer el orden de prioridades impuesto por una realidad que ya no conoce de tiempos ni pausas. Emerge con fuerza la necesidad de desplegar el presupuesto europeo anticovid-19, y lo hace por la simple y evidente razón de que una demora o espera excesivamente larga habrá de ocasionar perjuicios irreparables, máxime en los países del sur que, como España o Grecia, continúan resistiendo la presión de la migración sin apoyos de la burocracia de Bruselas. ¿Qué podemos esperar entonces del futuro? ¿Puede mantenerse en el camino un «cuerpo sin alma» como la Unión Europea que hoy conocemos? Es difícil contestar a los interrogantes, pero sí cabe valorar que lo prioritario no puede confundir –nuevamente– lo esencial. La construcción de los proyectos colectivos exige de forma imprescindible de un componente cultural y sociológico, de señas, símbolos y emblemas, de una serie de elementos comprensibles y singulares, con capacidad y virtualidad suficiente para producir una fuerza de atracción en y entre los seres que integran subjetivamente ese proyecto.

La identidad permite eso: la comunicación interior entre los sujetos y la comunicación exterior de la idea que esos mismos sujetos creen representar, relación recíproca y bilateral entre el yo singular y el plural. En el caso del proyecto europeo, desde Giscard hasta Von der Leyen, la orfandad de una auténtica identidad de origen y no derivada, vinculada a los valores fundacionales, de indiscutible raigambre liberal, han acentuado con el paso de los años la desafección absoluta de un cuerpo –el pueblo europeo– que no consigue encontrar su retrato en el espejo.

Sin alma, sin sentimiento, sin identidad, la Unión Europea podrá resolver los desafíos que hoy enfrenta, el pueril populismo o la explosión de deuda pública que en determinados Estados amenaza con hipotecar el futuro de generaciones enteras, pero esa resolución será vacía, transitoria, inerme, si no existe una lógica de identidad que sepa atraer para sí las perspectivas singulares que se posicionan hoy con primacía sobre el proyecto común. Giscard y Helmut Schmidt fueron visionarios, comprendieron que una Europa desnutrida de ilusiones sólo podía ser pasto para las fieras nacionalistas, su idea transitaba por encima de los Estados y las ideologías, por eso más tarde Mitterrand o Helmut Kohl dieron continuidad a un planteamiento que inicialmente despertaba más dudas que certezas. Hoy Europa, rodeada por la covid-19, los secesionismos y la crisis de la deuda, se mira otra vez en el espejo. Un espejo roto, impactado por las asimetrías del colapso de una verdad sin identidad, de una verdad que es experiencia cercada por la historia, pero sobre todo experiencia, sobre todo: «nuestra experiencia».

Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.

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