Europa prosaica

Son varias las crisis de crecimiento por las que ha atravesado el proceso de construcción europea desde sus inicios, allá en los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, y todas ellas han venido acompañadas de grandes palabras y conmovedores arrebatos líricos: Europa «se hace a golpe de crisis», decían muchos, y siguen diciendo algunos; la respuesta siempre es «más Europa», afirman conmovidamente otros; «Europa es siempre la solución», mantienen los más aguerridos de los europartidarios. Y sin pretensiones de arrebatar el impulso bienintencionado y poético de esas y parecidas expresiones, lo cierto es que los avances en la construcción europea tienen, desde hace al menos dos decenios, bastante menos del gran aliento europeísta de los padres fundadores y de sus inmediatos sucesores y más de las necesidades de articulación de un conglomerado que, al adquirir su propia coherencia, y sin renegar de las grandes y buenas intenciones que lo vieron nacer, necesita cada vez más de articulaciones técnicas, económicas y políticas que mejoren sus posibilidades y la eficacia de sus propósitos.

La laboriosa respuesta ofrecida por la reciente cumbre de la UE a la crisis económica y financiera por la que atraviesa el mundo occidental, y muy en particular el europeo, se inscribe en esa perspectiva: esta no es la hora de los líderes carismáticos, sino de los robustos, o robustas, gestores de las malbaratadas cuentas públicas del sistema, receptores de una doble y difícil tarea: recuperar el perdido sentido de las proporciones y hacerlo en un marco unificado. Veintiséis de los veintisiete miembros de la Unión han comprendido, adecuadamente, dicho sea de paso, que cualquier otra alternativa encerraba horizontes imprevisibles y seguramente catastróficos para el conjunto, para sus miembros individuales y para el conjunto de la economía occidental, incluyendo la de los Estados Unidos y Canadá. Lo notable de la respuesta reside en la situación que la genera y en la fórmula encontrada para conjurarla: a diferencia de momentos anteriores, esta no es una decisión motivada por necesidades o convicciones surgidas del interior del sistema, sino forzada por factores exteriores; y en la propia lógica del momento está el que la dirección que se apunta exija una mayor integración en las políticas económicas y fiscales de los países miembros, a la que de una manera evidente convocaba el euro desde el primer momento de su existencia. En el fondo, los euroescépticos británicos, que son muchos y aguerridos, tenían razón en sus reticencias frente a la moneda única: en su misma existencia germinaba un proceso unificador al que esta crisis ha terminado por dar un importante aliento. ¿Podremos en algún tiempo decirnos «o felix euro» como decimos «o felix culpa»?

Todos tenemos razón al expresar nuestra queja y perplejidad ante la longitud del proceso, sus incertidumbres, la deficiente geometría de la maquinaria de toma de decisiones e incluso ante la calidad de sus gestores, comunitarios o nacionales. Pero en el último recodo del camino, como ya se venía dibujando en los últimos meses, existe una voluntad dominante traducida en un liderazgo contundente y encarnado en la República Federal Alemana de la canciller Angela Merkel. Su figura y el papel jugado por su país, ya presentido desde hace años en este y otros terrenos de la política internacional, introducen un significativo reparto de nuevas cartas en el tablero mundial: Alemania como potencia hegemónica europea y referente imprescindible de la Unión en su proyección global. El tantas veces repetido «mantra» de la falta de liderazgo en la UE hoy ya no tiene cabida. Menos la añoranza de los duopolios o de los directorios.
Esta nueva Europa germanizada, que algunos no dejarán de lamentar, adquiere, si se quiere de manera inesperada, algunos de los perfiles que harían las delicias de los europeístas «enragés»: estamos hoy un poco más cerca de los Estados Unidos de Europa que tantos pusieron como culminación de sus anhelos; y consiguientemente nos vemos de nuevo obligados a reflexionar en profundidad sobre las tensiones entre las soberanías nacionales y la Unión. De nuevo aquí no parece ya posible imaginar una incómoda y extendida cohabitación de los opuestos: la fuerza de las circunstancias nos empuja hacia formas perfeccionadas de integración, que en la lógica de las cosas acabara por implicar también aspectos políticos y de seguridad. ¿Para cuándo el momento en que Francia y el Reino Unido renuncien al puesto que ya tienen en el Consejo de Seguridad y Alemania abandone sus pretensiones de adquirir el suyo, de manera que la Unión como conjunto pueda ocupar esa responsabilidad? ¿Para cuándo el momento de comenzar a hablar en serio de la integración de los sistemas defensivos de las naciones europeas?

Bien que muchos lo pongan en duda, y dejando de lado sus evidentes y lógicas vacilaciones, Alemania y su canciller han sabido dirigir este último y doloroso giro de tuerca con un sentido que, de mantenerse, podría acreditar la calidad de su orientación: no ha perdido Berlín de vista los intereses globales del conjunto, la necesidad de mantener el proceso unificador europeo y la vinculación esencial que para la historia alemana significa permanecer fielmente uncida a ese carro. Todo ello, y alguna cosa más, podría garantizar al nuevo hegemoneuropeo lo que los Estados Unidos de América han mostrado en lo mejor de su historia: una capacidad para planear por encima de sus propios intereses nacionales para ofrecer su poder y su inspiración a la estabilidad del conjunto. En el que, naturalmente, y según las calidades y habilidades de cada uno, habrán de entretejerse las soberanías más o menos residuales del resto de los integrantes. Incluyendo, por supuesto, la alemana.

Que estos son los tiempos de la Merkel y no los de la Thatcher lo demuestra la patética manera en que el Reino Unido ha quedado descolgado de un proceso que inevitablemente tendrá a la unión económica como referente en el futuro inmediato. Tanto cultivar la excepcionalidad y el euroescepticismo producen estos frutos: Londres queda al margen de lo que seguramente constituirá el impulso unificador europeo más significativo desde la firma del Tratado de Maastricht en 1992. Al final se impone la cordura sobre la habilidad: no era sano ni comprensible, y a la postre tampoco posible, que la diplomacia británica pudiera imponer sus prioridades a un conjunto cuya evolución la inquietaba tanto que había convertido en rito la práctica de su vigilancia. El patetismo es doble si se repara en que, a diferencia de otros momentos, hoy los Estados Unidos prefieren la «relación especial» con la Europa de Merkel que con el Reino Unido de Cameron. Cuando el euroescepticismo coincide con el aislamiento, algo ha dejado de funcionar en la acreditada escuela de los discípulos de Castlereagh. Pena. ¿Tanto trabajo para leer a Shakespeare desperdiciado en los nuevos esfuerzos para comprender a Goethe?

Por Javier Rupérez, embajador de España.

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