Europa, reconocimiento y esperanza

Poco antes de su muerte, acaecida en Petrópolis en 1947, Stefan Zweig escribió con gran desconsuelo sobre aquella Europa arrasada por dos contiendas fratricidas. El escritor vienés lo había perdido todo: su país, su lengua, su familia, sus amigos; hasta Europa, a la que denominaba “la patria de mi elección”. Zweig no pudo soportar tantas ausencias y se quitó la vida.

Otros afrontaron aquella época desdichada con determinación y esperanza. Aquel camino iniciado el 9 de mayo de 1950 en el salón del reloj del Quai d’Orsay parisiense marcó el rumbo a 60 años de construcción europea. De las primitivas comunidades sectoriales al mercado común primero y al gran mercado interior en los años ochenta. De la cooperación en el ámbito político a la formulación de una política exterior común. De ocuparse del precio de la remolacha o de las cuotas lecheras a compartir fronteras exteriores y un espacio judicial común. De ser algo anecdótico y pasajero a influir decisivamente en nuestras vidas. En estos 60 años hemos sustituido las viejas monedas nacionales por el euro, hemos pasado de una Comunidad constituida por seis Estados miembros a una Unión compuesta —muy pronto— por 28 naciones y más de 500 millones de europeos. Estoy seguro de que si aquella máquina del tiempo ideada por H. G. Wells pudiera transportar hasta nuestros días a Adenauer, Schuman, De Gasperi, Churchill o Madariaga, aquellos visionarios de la primera hora estarían maravillados por el camino recorrido: la más hermosa utopía del siglo pasado se había convertido en una realidad.

Por ello, la concesión del Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea es un reconocimiento que debe enorgullecernos a todos. En primer lugar, porque la Europa que hemos construido “golpe a golpe, verso a verso” se asienta sobre valores y principios que habíamos negado en los últimos siglos: frente a las guerras, la paz. Frente a los totalitarismos, la democracia. Frente a las tiranías, las libertades y el respeto al derecho. Frente a los egoísmos y las desigualdades, la justicia, la cohesión y la solidaridad. Porque la Europa que surge de las cenizas de las dos contiendas mundiales libró una pugna ideológica en su seno, finiquitada en noviembre de 1989 en las calles de Berlín. Hoy compartimos venturas y, también, desventuras, viejas naciones a las que la historia, nuestra historia, había arrinconado a través de guerras o había aislado en sus fronteras. De ahí lo acertado de la hermosa expresión de Geremek cuando abogaba por “coser las dos Europas”.

La concesión del Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea no constituye únicamente un reconocimiento al camino recorrido; supone igualmente un acicate para el camino que aún nos queda por recorrer. Y me parece particularmente significativo el momento escogido para esta concesión, un tiempo de dudas y vacilaciones en el que los europeos nos esforzamos por encontrar soluciones comunes a los retos de la crisis económica y financiera, de la revolución tecnológica y la globalización. El mensaje de la Academia noruega es nítido: Europa no es solo un invento del pasado destinado a convertirse en un parque jurásico para solaz y disfrute de los adinerados turistas de las economías emergentes. Europa es, debe ser, una esperanza en marcha.

Por ello, aprovechemos los impulsos que provoca todo reconocimiento para poner manos a la obra y activar nuestras células grises, el gran tesoro de los europeos según Hércules Poirot, el genial detective creado por Agatha Christie. Además de imaginación y talento, la empresa requiere determinación y altura de miras. Imaginación para no perderse en temas secundarios y ser capaces de “separar las voces de los ecos”. Talento para explicar la necesidad de actuar juntos y encontrar soluciones de las que nadie se sienta excluido. Determinación para tomar las decisiones que haya que tomar sin mirar a los sondeos de opinión con el rabillo del ojo. Altura de miras para anteponer principios y valores a apuntes contables. El calendario europeo de los próximos meses está plagado de citas en las que poner en práctica estos propósitos. El diseño económico de la eurozona constituye una buena piedra de toque. Hace solo unos meses, la tesis dominante negaba la crisis del euro y centraba la atención en las dificultades de determinadas economías de la zona euro. Hoy, todo el mundo admite lo errado de tal diagnóstico, de ahí las claras y rotundas proclamaciones acerca de la irreversibilidad de nuestra moneda común. Pero hay que avanzar aún más. Europa debe ser solidaria con aquellos países que actúen responsablemente. Al igual que sucede en una familia donde todos ayudan a quien tiene dificultades, una Unión que merezca tal nombre debe apoyar con todas sus energías a quien lo solicita.

Históricamente, Europa ha progresado a golpe de crisis. Y, con toda probabilidad, la que padecemos en estos días sea la más profunda de las últimas décadas. En consecuencia, no debemos ahorrar esfuerzos para apostar por un gran salto cualitativo. El Consejo Europeo ha encargado a su presidente un informe para una mayor integración fiscal, económica, presupuestaria y política. Se abre, pues, una gran ocasión para lanzar iniciativas, debatir sobre las diferentes visiones de Europa, proyectar el diseño de lo que deberá ser nuestro continente en un futuro que ya está llamando a nuestra puerta. Y ese es un debate que nos interpela como ciudadanos: ese futuro diseño de Europa no está escrito en las rodillas de los dioses ni mucho menos en el cuaderno de ningún experto. Está por hacer. Y es tarea y deber de todos contribuir a escribirlo.

Recibir este Premio Nobel acarrea también una pesada responsabilidad. El reconocimiento a lo que hemos conseguido en estas últimas seis décadas debe darnos alas para superar dificultades, arrinconar egoísmos, vencer miedos. Aquellas mismas dificultades, aquellos egoísmos, aquellos miedos que no pudo superar Stefan Zweig hace 65 años. Aquella derrota no debe repetirse. Seguro que Zweig ha vuelto a sonreír en esta mañana de octubre.

Íñigo Méndez de Vigo es secretario de Estado para la Unión Europea. Participó en la elaboración de la Constitución Europea que dio origen al Tratado de Lisboa.

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