Reconozcamos que el título de este artículo es ambiguo. Puede sonar bien, porque en el nombre de Europa las connotaciones positivas vencen todavía a las negativas en el sentir mayoritario de los españoles, pero la realidad es que por Europa pueden entenderse muy distintas realidades, con sus luces deslumbrantes y sus siniestras sombras. Mas si el sujeto de la oración —Europa— es ambiguo, no lo es el predicado: sea cual sea la idea de Europa que uno tenga en mente, cabe decir que esa Europa se halla en una encrucijada y que lo que suceda en Barcelona en los próximos meses puede suponer un impulso muy relevante para avanzar en una u otra dirección.
Existe una cara amable de Europa. Erasmo de Róterdam, por ejemplo, es uno de esos espejos en los que se mira Europa cuando desea encontrarse atractiva. No es extraño que la red de la Unión Europea para intercambios de estudiantes universitarios lleve el nombre de Programa Erasmus, en honor de este gran lector para el que nada humano era ajeno, como mandan los cánones del humanismo, cosmopolita como ningún otro y maestro en la prudencia, la dignidad, la erudición, la libertad de pensamiento y la tolerancia.
Pero Europa también se ha paseado a menudo por el callejón del gato. Europa es asimismo las guerras de religión, los pogromos, las santas inquisiciones, las guerras más mortíferas de la historia, los gulag o las limpiezas étnicas. Fue para exorcizar estos demonios y salvaguardar la paz que a mediados del siglo pasado, tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, se plantó la semilla de una Europa unida y construida sobre los principios de la solidaridad. Esta semilla germinó hasta dar lugar a la Unión Europea, un sueño tan ambicioso como complicado de hacer realidad pero que, a pesar de todas las imperfecciones propias de un proyecto en construcción, es una de las ideas más beneficiosas para la humanidad del último siglo.
En los últimos tiempos, sin embargo, esa esperanzadora idea de Europa vive sus horas bajas. Son ya muy lejanas las voces de políticos como Adenauer, Monnet, Churchill, Schuman, Gaspieri, Spaak, Hallstein o de Spinelli, y las que en los tiempos presentes resuenan más alto y claro, las voces más "carismáticas", como la de Viktor Orbán, son portadoras de un mensaje muy diferente, o directamente contrario.
Las principales oleadas del populismo liberticida y antieuropeo se han producido en Europa meridional y central: Grecia e Italia, Polonia y Hungría, Austria y Bulgaria; pero los vientos parecen soplar a favor de ellas y su eco se ha extendido por todos los rincones de Europa, como en los escandinavos Finlandia y Suecia, y en grandes Estados europeos como Alemania, Francia y España. Y la tradicional división entre izquierda y derecha no resulta muy útil para distinguir estos movimientos. En Grecia, Amanecer Dorado comparte sueño con Syriza, en Italia Salvini y Di Maio forman una extraña pareja…
En este escenario, la denominada batalla de Barcelona, es decir, la pugna por la alcaldía que se decidirá en mayo de 2019, adquiere una dimensión que trasciende los límites de la ciudad. El poder simbólico de esas elecciones es más que evidente. La buena noticia que espera Europa tras tantas malas noticias, el punto de inflexión de esta tendencia destructiva, el revulsivo para volver a poner las ideas de civilización y ciudadanía al frente del ideario europeo, arrumbando las de xenofobia y tribu, puede venir, paradójicamente, de Barcelona. Y digo paradójicamente porque la otrora pujante capital mediterránea, referente del cosmopolitismo europeo, ha sido en los últimos tiempos una de las ciudades que más ha padecido los estragos de ese populismo unido de izquierda y derecha que ha hermanado a burgueses y okupas, a los tradicionales beneficiarios del sistema y a sus supuestos desheredados.
Que el feliz corolario de todos estos años de desgaste procesal sea que un barcelonés que ha sido primer ministro de otro gran país europeo gane la alcaldía de una gran ciudad española sería un caso de justicia poética. Barcelona sería como esa piedra de la que hablan las Escrituras, la que desecharon los constructores y se convirtió en la piedra angular: la Barcelona pisoteada por tractores, la Barcelona que ha institucionalizado lo antisistema, la Barcelona dividida y empobrecida por el nacionalismo, recuperaría su mejor esencia en el momento clave para transmitir a Europa el mensaje de que la degeneración populista no es irreversible.
Formado en un republicanismo ilustrado, conocedor de que las ideas de patria, de orden o de seguridad son esencialmente compatibles con las de libertad, igualdad y fraternidad en el ideario de izquierda, Manuel Valls está perfectamente habilitado para construir un mensaje alternativo al peligroso reclamo de Salvini, de Kurz, de Puigdemont, un mensaje de cambio que dé respuesta de futuro a los problemas y desafíos de Barcelona, que son los de Europa.
Europa renace en Barcelona, esperemos que sea la Europa de las luces.
Pedro Gómez Carrizo es editor.