Europa, responsabilidad limitada

El año político se acaba en Europa con la firma solemne del Tratado Reformador, con una polémica cumbre UE-África y con 10 nuevos Estados y 75 millones de ciudadanos incorporándose al espacio sin fronteras, llamado Schengen por la costumbre tan europea de bautizar los acuerdos con el nombre de la ciudad donde se firmaron.

Gracias a esa costumbre, podremos llamar Tratado de Lisboa al Tratado de Reforma de los Tratados de la Unión Europea y de las Comunidades Europeas. Pero, aunque acortemos el nombre, el contenido seguirá siendo largo y complejo, con 175 páginas de texto, 86 de protocolos, 25 de renumeración de artículos de los tratados precedentes y 65 declaraciones anexas. Algo inevitable cuando se trata de enmendar los tratados anteriores y no de compilarlos en uno solo, como pretendía el Tratado Constitucional.

Por ello, el Tratado de Lisboa es justo lo contrario de lo que se consideraba necesario hace seis años, cuando la Declaración de Laeken puso en marcha el proceso que ahora, esperemos, acaba. Se reconocía entonces la necesidad de una Europa más abierta, eficaz y democrática, y que para ello era necesario clarificar y simplificar.

La convención lo intentó con su debate público y abierto y su ambición constitucional. Es lo que parecía pedir la opinión pública, y no solo la élite avanzadilla de la Europa federal. En el otoño del 2001, dos tercios de los encuestados, incluso entre los más euroescépticos (Reino Unido, 58%), pensaban que Europa necesitaba una Constitución. Y cuando en octubre del 2004 se fir- mó el Tratado Constitucional en el Capitolio de Roma creímos haber resuelto por un largo tiempo los problemas institucionales de la UE. Pero en realidad ni siquiera llegó a ser ratificado...

No por mucho madrugar amanece más temprano, y una parte importante de la opinión pública europea vio en la Constitución, por múltiples y diversas circunstancias, más un problema que una solución, y en la Europa política, más un riesgo que una garantía.

Desde entonces, los gobiernos rebajaron su ambición y volvieron a los viejos métodos de negociaciones diplomáticas reservadas. Pero, al final, ambos tratados, Constitucional y Reformador, son radicalmente distintos en forma pero sustancialmente idénticos en contenido. Del uno al otro se pierde simbología política y no se repite lo que ya está dicho en otros tratados que siguen en vigor. Pero las reformas institucionales propuestas se mantienen, aunque se retrase la aplicación de algunas, y con ellas la UE será, sin duda, más democrática y eficaz.

Por ello el ambiente en el monasterio de los Jerónimos era de alivio por haber salido de la crisis. Falta todavía la ratificación y luego su aplicación práctica a partir del 2009. Ambos procesos no están faltos de dificultades, aunque menores, porque solo Irlanda utilizará el referendo, si Gordon Brown consigue resistir la presión para convocarlo en el Reino Unido. En el fondo, eso pretendían los que han tratado de minimizar la importancia política de ese Tratado Reformador, calificado con poco fundamento de minitratado y con menos aún de tratado simplificado. O no asistiendo, como Brown, a la ceremonia de la firma en Lisboa.

Así, el largo y, en parte, decepcionante proceso que va desde el Capitolio de Roma hasta los Jerónimos de Lisboa se puede resumir en que se mantienen el contenido de los Tratados anteriores en los aspectos económicos y sociales y las modificaciones institucionales propuestas por el proyecto constitucional.

Se podría decir, sobre todo a la izquierda en buena medida responsable del no francés, que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. La demanda de más Europa social, de instrumentos para una mejor coordinación de las políticas económicas y sociales al servicio del crecimiento y del empleo, ha quedado en poca cosa.

El presupuesto europeo sigue siendo escaso y mal financiado. La coordinación de las políticas presupuestarias sigue reducida a una policía de los déficit públicos. La po- lítica industrial sigue subordinada a la de la competencia, y la convergencia de los sistemas sociales sigue sin estar en la agenda. Y mucho menos después de la reciente y polémica sentencia del Tribunal de Justicia contra los sindicatos suecos que trataban de impedir el dumpin social importado desde Letonia.

Ciertamente, la exigencia de la unanimidad ha desaparecido de otros 40 temas, pero subsiste en otros muy sensibles, como la fiscalidad. Por ello, el primer ministro belga, Guy Verhostad, que repite en el cargo para sacar a Bélgica de su crisis, decía que la UE solo será realmente una entidad política cuando suprima la unanimidad como regla de decisión y tenga poderes fiscales que le permitan obtener recursos directamente de los ciudadanos.

Mientras esto no ocurra, y está lejos que llegue, la UE seguirá en lo que Keynes llamaba "un equilibrio de subempleo". Como dice el eurodiputado francés Jean-Louis Bourlanges, tiene ya muchas de las características de una organización federal democrática, pero le faltan las competencias correspondientes. En Lisboa ha salido de la crisis institucional, pero la UE sigue teniendo responsabilidades limitadas sobre muchos de los problemas que preocupan a los europeos, que ya no tienen solución en el marco nacional donde muchos gobiernos se empeñan en seguir jugando solos.

Josep Borrell, presidente de la Comisión de Desarrollo del Parlamento Europeo.