Europa retrocede

Desde que el pasado 18 de marzo los líderes europeos dieran el visto bueno al pacto con Turquía para detener los flujos de refugiados y luchar contra las redes de trata, los acontecimientos no han hecho sino demostrar lo erróneo de tal medida.

Primero conocimos el contenido del plan de acción pergeñado con Turquía; éste supone la devolución de nuevos migrantes irregulares llegados desde aquel país y el reasentamiento de refugiados sirios. En compensación al esfuerzo otomano, la UE se comprometió a acelerar las negociaciones de adhesión de este país y la eliminación de visados para sus ciudadanos; todo ello acompañado de una cifra de unos 6000 millones de euros para el gobierno turco. Incluso, valoró el establecimiento en Siria de “zonas más seguras”, sin ver el riesgo que eso acarrearía de un bombardeo nada selectivo por cualquiera de las partes en la contienda.

En plena efervescencia de la crisis y con claros brotes xenófobos en algunos países, conocimos los resultados de las elecciones regionales alemanas. En ellas se constata el auge de Alternativa por Alemania (AfD), mientras que la CDU de Merkel ha reducido sensiblemente su apoyo popular y el socialdemócrata SPD cae estrepitosamente. Demasiado evidente para no apreciar paralelismos con otros países europeos.

Ambos acontecimientos nos llevan a reflexionar ¿hacia dónde va la Europa de los derechos y las libertades?

Por más maquillaje que se dé al pacto con Ankara, difícilmente puede encubrir el desconocimiento palmario del Derecho internacional relativo a la protección de refugiados y de la propia Carta de los Derechos Fundamentales de la UE. Y es que la propuesta no permite distinguir a los refugiados en medio de devoluciones masivas de inmigrantes, por cierto, también prohibidas por el Derecho internacional; ni se da la debida garantía a los demandantes de asilo de nacionalidades diferentes a la siria.

La realidad ha sido más sensata que el pensamiento de los dirigentes políticos y ha llevado a una suspensión temporal de la aplicación del “pacto de la vergüenza”, ante la imposibilidad de las autoridades helenas de identificar y gestionar las demandas de asilo.

Pareciera que el humo del temor al refugiado, máxime si es de religión musulmana, nublara los ojos y el entendimiento de los europeos lo suficiente para no ver lo evidente: cerramos la puerta a un millón de refugiados que huyen de la guerra, y que por eso mismo debemos proteger, para abrirla a más de setenta millones de turcos con el único afán, legítimo por supuesto, de mejorar su nivel de vida. ¿También ante ellos los Estados europeos que han suspendido Schengen harían lo propio?

Ofrecemos millones a un gobierno que acaba de demostrar, una vez más, su escaso compromiso hacia los valores europeos de libertades, derechos humanos y democracia, creyendo ciegamente que los destinará a los refugiados en su territorio y no para reforzar su posición en la guerra de Siria; la posición turca hasta el momento hace dudar si su prioridad es luchar contra el DAESH o debilitar a los kurdos. Si en un momento de precario alto el fuego y negociación contribuyéramos a atizar de nuevo el conflicto, aunque fuera por esta vía indirecta, el flujo de refugiados no cesaría; solo que entonces los culpables seríamos los europeos, exclusivamente.

Por fortuna, y demostrando las virtudes de un parlamentarismo denostado por otras razones, algunos Parlamentos nacionales, como el español, han elevado sus exigencias al gobierno de obrar ante las instancias de la UE de acuerdo con los compromisos internacionales que garantizan los derechos de los demandantes de asilo. Y es que no hay mejor lucha contra las redes de trata que abrir las puertas a los refugiados, traerlos regularmente hasta el país de la UE que les corresponda, cumplir nuestra obligación internacional de analizar individualmente sus demandas de asilo confiando en la labor policial para evitar sorpresas no deseadas, y ofrecerles nuestros derechos y libertades impidiendo, naturalmente, que ninguno de ellos cuestione los mismos.

Cuando un pueblo pierde sus valores lo pierde todo y, en este momento histórico, Europa parece estar perdiendo la razón, sin ni siquiera ver las consecuencias que los hechos pueden acarrear.

La vieja y egoísta Europa, carente de ideas valientes, se encamina hacia su definitiva decrepitud si, además, enarbola la bandera del interés nacionalista de corta visión y del desprecio por los derechos que nos han mantenido en paz durante décadas.

Si el sentido de la solidaridad no nos invade, cúmplanse al menos las normas que nos obligan y que mejor reflejan las señas de identidad europeas, porque la libertad sólo es posible en aquellos países en los que el Derecho predomina sobre las pasiones.

Natividad Fernández Sola, profesora Derecho Internacional y Jean Monnet, Universidad de Zaragoza.

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