Europa sonámbula

La evolución de los acontecimientos en torno a la cuestión de Ucrania nos conduce a una conclusión alarmante: la UE camina sonámbula. Vivimos una realidad difusa, fabricada a partir de medias verdades; un sueño tejido de ambiciones y deseos cuyos cimientos es preciso reforzar (también ampliar). La construcción de nuestro futuro común corre riesgo de agostarse. De entrar en bucle melancólico.

En este estado de dormición reverbera el ambiente europeo de comienzos del Siglo XX, preludio de la Primera Guerra Mundial. Nos invita a releer a Christopher Clark. En The Sleepwalkers, recientemente publicada en español (Sonámbulos), Clark narra las complejas circunstancias y relaciones que llevaron a líderes bien intencionados a un conflicto brutal. Y de Berlín, a París, a Londres o San Petersburgo, detalla los malentendidos y desencuentros que desembocaron en guerra.

Hoy, en contexto ciertamente muy distinto, la confusión se consolida con cada declaración vacía, cada grieta abierta, cada acuerdo que rehúye nuestros intereses elementales. Y ahí andamos: una Unión desunida, sin rumbo, ni voz, ni metas compartidas. Pero experta en palabrería y autoengaño. Ucrania (y nuestras respuestas desarticuladas) ha dejado en evidencia nuestra condición. Por supervivencia, este drama ha de cuajar en revulsivo.

En las últimas semanas, la UE se manifiesta a través de las instituciones de "Bruselas" cuando suma la totalidad de los Estados miembro (la voz cantante correspondería al Alto Representante Josep Borrell, aunque no se respeta). La otra vía de actuación es el formato Minsk (en el que, significativamente, sólo figuran París y Berlín). Estas estructuras tienen en común una total desconexión de lo que está pasando, que se viene cociendo desde años atrás.

Con la Canciller Merkel, la UE se tornó progresivamente alemana. En 2007, un Berlín reticente a liderar se vio impelido a tomar las riendas cuando, en su semestre de presidencia del Consejo de la UE, hubo de armar el Tratado de Lisboa sobre las "cenizas" de la malograda Constitución Europea. De nuevo, durante la crisis económica de 2009-2012 que puso en entredicho el propio euro, la Canciller asumió total protagonismo. El "whatever it takes" ("lo que haga falta") del Presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, le debe mucho. A España, le supuso viabilidad. La templanza de Merkel y su liderazgo "desde atrás", tan asentado en la fiabilidad, tan inspirador de confianza cuasi maternal, le granjearon el apoyo de sus ciudadanos. También de los europeos en general.

Con la perspectiva que da la pérdida del poder, a este retrato le salieron aristas: merkeln -"ser indeciso o no tener una opinión clara"- infiltró el léxico alemán; en el exterior, se acuñó el término merkantilismo -o merkelanismo- para describir la priorización sistemática de la visión comercial, económica en general, por encima de principios fundantes de la UE. Asistimos a la "normalización" de una Alemania que dejó de buscar su interés en el marco europeo, arrimando -como los demás- el ascua a su sardina.

Paradigmática es su negociación bilateral con Erdogan en el otoño de 2015, que expresamente formalizó fuera del alcance jurídico. Ni consultó, ni siquiera informó, al Consejo Europeo, y presentó el acuerdo como hecho consumado por un monto de 3.000 millones de euros (otros 3.000 vendrían después) a pagar entre todos. Subrayemos que dio lugar a un reparto de inmigrantes que nunca se ha cumplido y que ha generado profundas disensiones entre los socios. La firma del CAI (el Acuerdo de Inversiones UE-China) el último día de su última presidencia -31 de diciembre de 2020- es otra prueba de ese peculiar caciquismo protector que, en definitiva, traduce características muy enraizadas en el temperamento teutónico.

Sin embargo, un gobierno en Berlín recién estrenado y no exento de disfuncionalidades está cargando razones para echar de menos a Merkel en la aproximación de Alemania a la crisis de Ucrania. De saque, difícil es imaginar a Angela Merkel interpretando el papelón del nuevo Canciller Scholz en la rueda de prensa que vimos con Putin de protagonista. En tanto que el antiguo Canciller Schroeder acusa a Ucrania de originar el ruido de sables. También dice mucho que el 43% de los encuestados en los Länder del Este respondan que EEUU es el principal responsable de la escalada de tensiones.

Claramente los intereses comerciales siguen en primer plano. La visión geopolítica del país está inextricablemente enredada en su visión económica. Se niegan armas (y sus componentes) a Ucrania, arguyendo la prohibición de enviar material bélico a zonas de conflicto (legado de la Segunda Guerra Mundial), cuando, en realidad, viene muy iluminada por la dependencia alemana del gas ruso que representa más del 50% de sus importaciones de este combustible. En la misma línea, resulta poco sorprendente el silencio de Scholz sobre el bloqueo del gasoducto Nord Stream 2, comprometido por Biden si Rusia lanza una invasión de Ucrania oficial y contundente; remacha que es un tema meramente económico.

Tampoco nos debería chocar la declaración (¿justificación/defensa?) del Canciller a cuenta de la cooperación con el Kremlin: "Le dejé claro al presidente Putin en Moscú que para nosotros en Alemania y Europa, la seguridad sostenible solo se puede lograr con Rusia, no contra ella". Esta argumentación se suma a la insistencia del Presidente Macron -"no hay seguridad para los europeos si no hay seguridad para Rusia"- ante el Parlamento Europeo en enero. Son motivo de preocupación. Rompen con la firmeza principal americana (y, por ende, de la OTAN) y, más importante, revelan la fractura interna en la UE: Polonia y los Bálticos lideran la contra.

Vayamos a los esfuerzos emprendidos por el dúo locomotor europeo (París/Berlín) para empujar las negociaciones con el Kremlin. A pesar de tener el apoyo de sus socios comunitarios, estas reuniones transmiten el deshilachamiento de la unidad europea -lejos de la imagen de fortaleza pretendida-. Tras su visita a Moscú, Macron -aspirando a apuntarse un tanto vendible en su segura campaña electoral- alegó que su contraparte le garantizó que no habría iniciativas militares adicionales. A las pocas horas, el Kremlin desmintió la afirmación, dejando en incómoda postura al presidente francés.

Este desprecio tiene especiales connotaciones porque Macron lleva desde 2019 dialogando con Putin para acordar una "arquitectura de seguridad" para Europa, proyección que ahora ha trasladado al programa de la Presidencia del Consejo de la UE: su referida intervención de estreno ante el Parlamento Europeo en enero marcó énfasis en el nuevo "orden de seguridad" con Rusia. El primer problema de este pronunciamiento radica en la falta de contenido; desconocemos cómo se declina, aunque se adivina parentesco con la Autonomía Estratégica, otro concepto político indeterminado promovido por el mismo Presidente de la República Francesa. Obvio, además, que la seguridad europea existe bajo el paraguas OTAN, y en las capitales no hay voluntad (ni razón) de pagar duplicidades (muy caras por cierto).

En este estado gaseoso se encuentra también la inminente Brújula Estratégica, otra prioridad de la Presidencia francesa, cuya adopción está prevista para marzo. Según los borradores que se han filtrado, parece obedecer a la filosofía bruselita consistente en que el papel lo aguanta todo.

El interés indudable de las medidas que se perfilan queda neutralizado por la carencia de realismo, pues se afirma que la unanimidad se mantendrá como "regla de oro"; en consecuencia, la rapidez es más que cuestionable. Incluso su objetivo proclamado -facilitar un "sentido de propósito común"- da para rascarse la cabeza: ¿qué es, lector, ese alambicado hilván de sentido + propósito + común? Y aún resolviendo el jeroglífico, ¿qué viabilidad tiene un voto a 27 cuando no coincidimos en la amenaza que arroja nuestro vecino del Este, cuando tampoco compartimos cultura estratégica?

No nos podemos conformar con salir del paso. Blanquear la emborronada hoja (virtual) de sanciones a Rusia con declaraciones grandilocuentes de unanimidad (de mínimos) como ocurrió anteayer en la reunión informal del Consejo Europeo. La crisis de Ucrania exige que afrontemos las divisiones que hoy caracterizan nuestra Unión. Que hagamos balance de la distancia entre nuestras palabras y nuestra (in)acción. No podemos seguir viendo los toros (u osos, que como las meigas haberlos haylos) desde la barrera, ni podemos supeditar artificialmente la política exterior a la política comercial, como plantea Berlín. Ni cabe dejarnos llevar por el dogma de una nueva estructura de seguridad europea, sin acuerdo ni voluntad. Lo (único) efectivo es la compatibilidad con la OTAN.

Es hora de ser claros con la ciudadanía, de reflexionar abiertamente sobre el camino de pasividad al que nos hemos acomodado. De afrontar los riesgos de continuar sonámbulos.

Es hora de que Europa despierte.

Ana Palacio

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