Europa, torpe y lenta en el semestre español

Han pasado casi dos años desde que estallara la crisis financiera con la quiebra del banco estadounidense Lehman Brothers y el colapso de Wall Street (septiembre de 2008). Desde entonces, las cumbres del G-20 se han sucedido cada seis meses con acuerdos tan abiertos y débiles que se los ha ido llevando el viento. Nadie podía esperar que de un mecanismo político multitudinario, que no multilateral, resultaran acuerdos de carácter coercitivo. Pero cabía esperar de la voluntad de sus miembros una aplicación coherente y adaptada de sus limitados consensos a las peculiaridades de cada situación.

Y dado que la crisis financiera y la de la economía real ha golpeado a Europa más que a ninguna otra zona es, si cabe, más preocupante que la Unión Europea no haya sido capaz de adoptar, pasados dos años, las numerosas medidas que en octubre de 2008 había prometido. Se hizo un buen diagnóstico de la situación, aunque parcial al no tener en cuenta el endeudamiento público, y parecía que tomaba el timón. La UE, como EEUU o Suiza, fue rauda al rescate de los bancos aportando cantidades multimillonarias. Pero, como diría el clásico, «fuese y no hubo más» a pesar de que entonces había un acuerdo a nivel político y social de que, tras el colapso, los estados no se debían limitar a aceptar que el riesgo privado pasase a ser público.

Se prometió a la opinión pública que se sentarían las bases de un nuevo orden normativo financiero. Es cierto que hay algunos proyectos normativos, pero a pesar de la dureza de la crisis ninguno de importancia se ha aprobado por la UE. Ciertamente, tampoco por EEUU.

Además, en los últimos meses hemos visto cómo, mientras los mercados financieros desafiaban a los gobiernos en nanosegundos, los estados europeos y la propia UE han reaccionado tarde y mal dejándose a la deriva. El tiempo financiero es de vértigo, sus efectos económicos y sociales son inmediatos y por anticipado, mientras el tiempo político es ilimitado y estéril. Hay una creencia absurda de que el tiempo resolverá la crisis. De esta crítica tampoco se salva el retórico G-20; su pseudomultilateralismo se diluye en un sálvese el que pueda dejando a cada Estado la decisión sobre las múltiples opciones. De su refundación financiera poco se sabe. No se tiene conciencia del tiempo.

Poco hay que esperar del G-20 y se ha confirmado desde la reciente reunión de Toronto. En estos dos años no se han adoptado las prometidas normas relativas a la transparencia y calidad del capital de las entidades financieras, ni de supervisión transfronteriza, ni de prevención de crisis. Ninguna norma se ha aprobado para impedir los conflictos de interés separando radicalmente el negocio de auditor del de consultor… Es cierto que hay una propuesta de la Comisión relativa a la creación del sistema europeo de supervisores financieros, al que se le dotaría de capacidad de adoptar decisiones aplicables a las entidades financieras, pero no se impulsó debidamente en el semestre de presidencia española y sólo cabe esperar que pueda ser aprobada durante el trunvirato presidencial (belgas y húngaros toman ahora el relevo).

También la UE decepciona por no haber sido capaz de adoptar la propuesta de reforma de la Directiva sobre adecuación de capital para incluir la exigencia de «políticas de remuneración de las entidades de crédito». Es bien sabido que los sistemas retributivos basados en los beneficios a corto plazo fueron otro de los ingredientes de la crisis. Claro que se debería reflexionar si no convendría extender el control sobre otros sectores como el de las sociedades cotizadas, cuyas astronómicas políticas retributivas de los Consejos de Administración y de las élites ejecutivas han saqueado el patrimonio de sus empresas al tiempo que solicitan suculentas ayudas para su sostenimiento.

La misma ineficacia han mostrado las instituciones comunitarias en su propósito de crear un sistema europeo de garantía de depósitos a fin de compartir los costes de los rescates de las entidades financieras paneuropeas. Los escasos acuerdos del G-20 en Canadá del fin de semana pasado deberán esperar años; mientras los políticos siguen de tournée para verse en Seúl dentro de seis meses, los mercados actúan en instantes…

En ocasiones se necesitan normas nuevas, pero también sabemos que en algunos problemas, como el del exceso del déficit público en España (y en otros estados miembros), hubiera bastado con cumplirlas y hacerlas cumplir. Se indica en diversos círculos que se debería regular el déficit de las Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, pero en todo caso la norma ya estaba en vigor desde 1998 en España y en toda la UE y se mantiene tras la reforma del Tratado de Lisboa. Los topes del déficit público (un 3 % del presupuesto) y del endeudamiento (hasta un 60% del PIB) establecidos en el Tratado de la Unión Europea no eran ni son sólo aplicables a los estados (gobiernos centrales) sino también a todos y cada uno de los entes públicos de cada Estado miembro. Había y hay suficiente base jurídica en España, pero nunca se hizo respetar ni por el Gobierno de la Nación ni por la Comisión Europea.

Claro que el desprecio del Derecho no es privilegio español y es una de las raíces de esta crisis. Si la pareja franco-alemana no hubiera incumplido el Tratado y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 2003 ni se hubiese autoexonerado en 2004-2005 con la complicidad del Tribunal de Justicia, ni la Comisión Europea hubiese sido tan complaciente estos años, posiblemente no habríamos llegado a una situación como la actual de impunidad pactada, donde todos han incumplido y todos conocían sus excesos.

Decía que la crisis se está encarando tarde y mal. En 2008 con un pacto político para aceptar infracciones sistemáticas a los tratados en materia de ayudas a las empresas (claro que España, con independencia de la crisis, tiene abiertos más de 400 expedientes por ilegales ayudas de Estado a empresas, vamos, dando ejemplo durante su presidencia…). Y, a su vez, cuando reventó la crisis griega y española, la UE la ha taponado retorciendo las normas de la Unión monetaria, normas que prohíben a los Bancos Centrales y al Banco Central Europeo conceder créditos o la adquisición de instrumentos de deuda y a los Estados miembros asumir las deudas de otros Estados en toda la UE…

Más grave aún ha sido la falta de entendimiento, en casi todo, entre Francia y Alemania en estos años, incluida la gestión de la crisis. Aunque a veces hablamos de la Europa de los Príncipes con reticencias por actuaciones demasiado estatalizantes de los principales jefes de gobierno de la UE, es urgente impulsar un liderazgo intraeuropeo para lograr un gobierno económico que facilite la integración presupuestaria y económica. De la misma forma que hay una Europa de los Príncipes para el manejo de la maquinaria institucional, se precisa que los Príncipes, Francia y Alemania, piensen más en europeo, ejerzan un necesario liderazgo del interés general, actúen con rapidez y autoridad y presionen para que Parlamento Europeo y Consejo adopten los desarrollos normativos por procedimientos de urgencia.

Durante el semestre de presidencia española del Consejo no sólo no se ha avanzado gran cosa, sino que alguna de esas propuestas fue retirada del orden del día del Consejo (potestad unilateral de la presidencia rotatoria) para complacer al Gobierno laborista británico en su campaña electoral, a cambio de que éste negociase en el seno del G-20 un puesto definitivo como observador invitado para España. Gracias a ese mercadeo con los intereses europeos, el presidente Zapatero no tendrá que negociar reunión a reunión para llevarse la silla desde España. He ahí todo el logro económico de la presidencia española en un semestre negro y tormentoso para España y para la UE.

Araceli Mangas Martín, catedrática de Derecho Internacional Público y de Relaciones Internacionales en la Universidad de Salamanca.