Europa tras la pandemia

¿Cuál será la respuesta de fondo que la Unión Europea dé a esta crisis? ¿Qué voluntad demostrarán los países del continente para afrontar los desafíos que ya teníamos antes de la pandemia y que siguen ahí, esperándonos más allá del corto plazo? No resulta demasiado aventurado pensar que de la respuesta a estas preguntas dependerá, en buena medida, la estabilidad política y democrática y el futuro de nuestras sociedades. Es histórica la trascendencia de las decisiones que las instituciones europeas y los Gobiernos nacionales adopten en los próximos meses.

Desde el punto de vista del análisis del quién es quién en esas decisiones, conviene no olvidar que, en estos años, hemos convertido demasiadas veces a un ente llamado “Bruselas” en la bruja mala del cuento. Es a ella a quien, normalmente, se atribuye la responsabilidad de no querer o no saber aplicar políticas coordinadas, justas y eficientes como, por ejemplo, en esta década de crisis financiera. Sin embargo, la responsabilidad de las políticas de ultraausteridad que tanto daño han hecho en algunos países no fue de ese ente llamado “Bruselas”. Fue de algunos Gobiernos nacionales. Gobiernos con nombre y apellidos.

Europa tras la pandemiaSería bueno no cometer esta vez el mismo error. Especialmente ahora, cuando tan triste ha resultado ver a los distintos dirigentes nacionales incapaces de ordenar medidas conjuntas en la lucha sanitaria contra la covid-19. Gobiernos cerrando y abriendo fronteras desordenadamente, compitiendo entre sí por la adquisición de materiales en mercados internacionales plagados de proveedores sin reglas ni garantías. Administraciones negociando bilateralmente con China para acceder a ellos, entrando en dinámicas de acción-reacción unas contra otras, en todo momento lejos de una respuesta común en la fase sanitaria de una pandemia que se está llevando decenas de miles de vidas. Ha sido desolador.

Tras este capítulo, ha llegado la hora de las políticas para la superación de la crisis económica en la que ya estamos metidos. Sería, además, enormemente positivo que, en esta tarea, se mirara más allá del corto plazo para elevar la mirada ante los desajustes y debilidades que ya estaban aquí antes de la llegada del virus. Desde esa perspectiva, es un gran acierto la apuesta verde por un cambio sustancial en nuestros usos energéticos y de movilidad para luchar contra la crisis climática que han generado. El acierto será mayor si, además, la Unión Europea decide acelerar en la adaptación de nuestro aparato productivo a la revolución tecnológica en la que estamos inmersos, quizá la más importante de la historia de la humanidad. Si además incorpora como prioridad absoluta el objetivo de la competitividad por valor añadido de nuestra economía en un marco global plenamente interdependiente, el acierto podría ser pleno.

No hay tiempo que perder en este contexto de dos grandes superpotencias, EE UU y China, que han desplazado los centros geopolíticos, productivos y comerciales del mundo al océano Pacífico, en cuyas lejanas orillas se configuran las principales tensiones de nuestra era como caja de resonancia global.

En ese sentido, resulta plenamente oportuna la señalización y prevención constante que tantas veces hacemos con Donald Trump y con los desvaríos, errores y amenazas de una Administración impropia de un país como EE UU. Pero a la vez, convendría no olvidar que Europa ha desarrollado vulnerabilidades por exceso de dependencias en producción y suministros con China, un país cuyo modelo de sociedad y de relación con los derechos humanos es completamente contrario al nuestro. Sería bueno no engañarse, nuestros niveles de exigencia han decrecido mientras crecían nuestras dependencias con ella. Y esa endiablada dinámica ha resultado evidente en esta pandemia. Es una vulnerabilidad que debe ser corregida.

Por tanto, ojalá la Unión Europea apueste por hacerle frente, diseñando políticas que faciliten la relocalización europea de la producción de aspectos relevantes y estratégicos de nuestra cadena productiva. Necesitamos una estructura económica más sólida y competitiva, es cierto. Pero también necesitamos que reduzca dependencias con actores cuyo modelo es tan radicalmente contrario al nuestro.

La anterior crisis económica, por distinta que fuera a esta, nos enseñó que, tras su estela, llegó un terremoto político que cambió profundamente el escenario europeo. Todas las inestabilidades de esta década han venido de allí. No es difícil concluir que de cómo lo resolvamos esta vez dependerá en parte importante la estabilidad futura de nuestras democracias. Este desafío no nos llega, precisamente, con los mejores precedentes en términos de exigencia democrática. En Hungría y Polonia hay un espejo en el que se puede ver todo lo que hemos bajado la guardia. De la mano de Viktor Orbán y Andrzej Duda, los dos países sufren comportamientos que han entrado en colisión frontal con los principios y valores de la Unión Europea. Pero, por alguna extraña razón, no ha habido ni una sola reacción sustancial de los demás Gobiernos en términos de advertencias y de sanciones.

Es necesario que, ante las tendencias que se intuyen, los dirigentes europeos sepan corregir la nula reacción democrática que han mostrado ante dinámicas autoritarias que ya existen dentro de nuestras fronteras.

Con todo, ya sabemos que el futuro de Europa se juega, en toda su extensión, en las decisiones que se tomen en los próximos meses. Ojalá veamos una apuesta decidida para la adaptación y el liderazgo europeo en la revolución tecnológica. Ojalá la Unión Europea quiera, asimismo, proyectarse hacia el largo plazo como una economía altamente competitiva por valor añadido y como un continente avanzado en sostenibilidad medioambiental.

Ojalá quiera recuperar conciencia de la importancia de la cohesión social, nuestro principal rasgo civilizatorio desde 1945, y actuara blindando el modelo social europeo. Y finalmente, ojalá se plante frente a las tendencias autoritarias que ya se ven venir y no permita ni un solo milímetro de retroceso en la defensa de la democracia liberal.

Seguramente, son muchos los espejos en los que se puede observar la trascendencia del viaje iniciado en nuestro continente en 1951, pero, entre todos ellos, hay uno que la detecta muy bien: la evolución del lenguaje europeo. Atrás fueron quedando los innombrables sustantivos de la primera mitad del siglo XX para dar paso a otros bien distintos. Palabras como paz, libertad y solidaridad, como pluralidad y democracia, como Estados sociales y de derecho y Estados de bienestar. Tras las gráficas y las cifras, tras los números y los datos, y todo el ruido de estos días, quizá sea eso lo que nos estemos jugando. Que, en el futuro, esas sigan siendo nuestras palabras.

Eduardo Madina es director de Kreab Research Unit; unidad de análisis y estudios de la consultora Kreab en su división en España.

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