Europa, un oasis

Parece que el pesimismo acerca de Europa es mucho mayor dentro que fuera del continente. ¿Será que la distancia es condición indispensable para tener una visión más equilibrada respecto de la difícil situación que atraviesa Europa?

En una entrevista que le hicieron hace algunos meses, el presidente del Banco Chino de la Construcción, Wang Hongzhang, expresó en forma indirecta su (moderado) entusiasmo respecto de Europa. Tras citar un proverbio chino que dice “Un camello flaco es más grande que un caballo”, añadió que las economías de Europa son mucho más fuertes que lo que mucha gente cree. Y aunque no lo dijo tan explícitamente, insinuó que es buen momento para invertir en activos europeos a buen precio.

Por supuesto, es una visión optimista que no todos comparten. Del otro lado del Canal de la Mancha, los euroescépticos británicos se alegran de haber mantenido distancia respecto del “barco que se hunde”. Pero aunque hace poco The Economist describió a Francia como un país obstinado en negar sus problemas, lo mismo podría decirse del Reino Unido. Cierto es que este año los franceses no tuvieron ni unas Olimpíadas ni una celebración monárquica, pero en lo que atañe al estado de sus economías, ambos están básicamente en el mismo barco.

Si uno viaja a Estados Unidos o a Asia, como hice este otoño [boreal], la imagen de Europa se hace más brillante, aunque selectivamente: se la sigue viendo como un modelo positivo, pero ya no se la considera un actor global. Vista desde Estados Unidos, Europa tal vez ya no sea un problema, pero tampoco se la considera parte de la solución de ninguno de los problemas del mundo (a no ser, tal vez, aquellos que la afectan directamente, e incluso en esos casos quedan dudas).

Sin embargo, para muchos inversores internacionales, Europa sigue siendo o ha vuelto a ser un riesgo que vale la pena correr; incluso hay quienes, como Wang, la consideran una oportunidad excelente. En momentos de creciente complejidad (y por consiguiente, incertidumbre), los inversores quieren ir sobre seguro. Las economías de los países del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) parecen, al menos en algunos casos, estar perdiendo empuje; y aunque las nuevas potencias emergentes, como México, sean tentadoras, puede ser que resulten más frágiles de lo que parecen.

En este contexto, Europa puede ser un continente cansado, envejecido y deprimido, pero todavía es demasiado pronto para llamar a los enterradores (y como prueba de ello, basta observar la situación de dos sectores, el aeronáutico y el de los artículos de lujo). Es cierto que hay una evidente declinación relativa: mientras que a principios del siglo XVIII, Europa contaba con el 20% de la población del mundo, en la actualidad esa cifra se redujo a un 7% aproximado, y se prevé que en 2050 será aún menos. Pero demografía no es destino: basta ver el ejemplo de Singapur, país que a pesar de tener poca población pudo sostener una economía hipercompetitiva.

Tal vez Europa no sea fuente de inspiración en lo económico, pero todavía estimula los sueños de la gente. Se la ve como modelo de “civismo”. Los chinos y los japoneses podrán tener sus diferencias, pero hay algo en lo que coinciden: si hoy el aumento de las tensiones nacionalistas en Asia nos recuerda la situación de Europa en la primera mitad del siglo XX, es precisamente porque Asia no inició un proceso de reconciliación como el que permitió a Francia y Alemania superar su rivalidad histórica.

Del mismo modo, el presidente de Rusia, Vladímir Putin, podrá insistir en la especificidad de la “civilización rusa” (en un modo que recuerda a los pensadores antioccidentales decimonónicos), pero muchos integrantes de la élite rusa todavía consideran que la Unión Europea, a pesar de sus muchas debilidades, es el modelo de gobernanza más civilizado que existe. Cuando los chinos buscan un modelo de protección social con el cual compararse, van a Escandinavia en viaje de estudio.

Pero ¿puede Europa seguir siendo un modelo si ya no es un actor geopolítico importante? Cuando los funcionarios estadounidenses les dicen a los europeos “los necesitamos”, en realidad les están pidiendo muy poca cosa: “Por favor, no se caigan, porque si se caen, la economía mundial se viene abajo con ustedes”. Tal vez los europeos se hayan convertido en los japoneses de Occidente: aportantes financieros que, como mucho, desempeñan un papel auxiliar en los asuntos estratégicos globales.

Por ejemplo, si el conflicto entre Israel y Palestina aún admite una solución, solamente será posible con una intensa participación de Estados Unidos. Ya con que Barack Obama, quien quiere ser un presidente transformador como su modelo Abraham Lincoln, facilitara un acuerdo de paz integral para Oriente Próximo, haría méritos más que suficientes para ganar el Premio Nobel de la Paz que recibió prematuramente. Claro que pocos esperan que logre semejante hazaña, pero son muchos menos los que esperarían algo remotamente similar de Catherine Ashton, la zarina de la política exterior de la Unión Europea, o de cualquier otro dirigente europeo.

Europa sigue siendo un actor económico y comercial importante, y ahora que (al menos en parte) superó su crisis sistémica, puede tener una recuperación en cualquier momento. Además, y a pesar de sus niveles inaceptablemente altos de desempleo (especialmente entre los jóvenes), sigue siendo un modelo de reconciliación capaz de inspirar los sueños de la gente.

Pero ya no se la ve como un actor global, y esta percepción no es errada. Es un oasis de paz, tal vez no un centro de dinamismo. La pregunta que hoy deben hacerse los europeos es si pueden (y, más importante aún, si deben) conformarse con que sea así.

Dominique Moisi is the founder of the French Institute of International Affairs (IFRI) and a professor at Institut d’études politiques de Paris (Sciences Po). Traducción: Esteban Flamini.

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