Nos habíamos olvidado de que la Unión Europea (UE) lo es también en su dimensión política, y de política de seguridad. No habíamos advertido que estaba “escondido” en el Tratado de la Unión Europea (TUE) un artículo, el 42.7 (proveniente de la Convención de 2003 sobre la Constitución Europea), que establece de forma directa y sin paliativos una verdadera alianza de defensa común:
“Si un Estado miembro es objeto de una agresión armada en su territorio, los demás Estados miembros le deberán ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance, de conformidad con el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas…”
De modo que la agresión armada a Francia en su territorio obliga (sí, obliga) a los demás países miembros de la UE a darle ayuda y asistencia “con todos los medios a su alcance”. Esto incluye la legítima defensa (artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas) que forma parte de la legalidad internacional, esgrimida por Hollande en su respuesta al ataque.
Lo anterior se ve complementado por el artículo 222 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), o Cláusula de Solidaridad ante un “ataque terrorista”. En este supuesto, no solo cada Estado está obligado a intervenir, sino también la propia UE como tal, movilizando “todos los instrumentos de que disponga, incluidos los medios militares”.
No hace falta invocar la contundencia de estos preceptos para entender que la naturaleza de la agresión terrorista en París no se circunscribe al territorio francés. Todos los países europeos están concernidos. Por eso resulta llamativa la actitud algo atentista de los demás países miembros de la Unión —incluido el Gobierno español, preocupado por no hacer recordar su responsabilidad en la guerra de Irak— a la hora de ponerse a disposición de Francia.
Hollande ha acudido a la UE, no a la OTAN. Ha formulado así un giro político para la Unión, la cual, junto a la gestión de crisis, deberá afrontar la defensa territorial europea de una forma autónoma, sin perjuicio del vínculo transatlántico.
Aquí está en juego no solo el presente de la seguridad de los europeos, sino también el futuro de un proyecto que mira mucho más allá en el tiempo.
La sensación de profunda inseguridad e impotencia que los brutales atentados de París han extendido por Europa pone de manifiesto que no es la economía la única base de la Unión. Lo es aún más la seguridad en sentido amplio y, por tanto, la solidaridad ante los ataques y agresiones armadas, en este caso obedientes a un poder político ya muy fuerte (Daesh) y a una estrategia de violencia extrema e implacable.
Como nos habíamos olvidado de la seguridad en la Unión —dejada al cuidado de la OTAN, esencialmente— no habíamos puesto en marcha la Cooperación Estructurada Permanente en 2010 como se señaló (artículo 42.6 TUE), ni habíamos creado un Cuartel General Operativo Europeo completo, ni habíamos desarrollado una verdadera política común de Seguridad y Defensa europea. Sin tales decisiones, es difícil forjar la alianza que propone el artículo 42.7.
Eso explica, entre otras cosas, que haya sido tan insuficiente y débil la estrategia occidental sobre Daesh; que no se haya construido una alianza con Rusia e Irán contra el enemigo principal; y que la doctrina nacida de la coalición internacional que lidera Estados Unidos sea aún confusa. Frente al laberinto que es hoy el “cinturón de inestabilidad” y de tragedia humanitaria que va desde el Sahel a Siria e Irak —origen este en buena medida del llamado Estado Islámico— se requiere una coalición supranacional aún más amplia, con respaldo de Naciones Unidas. En ella, el liderazgo político y el papel protagonista sobre el terreno lo deben ostentar los países árabes, desgarrados a su vez entre las ramas chií y suní, y víctimas principales del terrorismo yihadista.
La reunión de Viena –a la que desafortunadamente no fue invitada España, aunque sí la UE− ha sido un primer avance en la buena dirección, pero aún se mantienen las discrepancias de fondo entre EEUU y Rusia sobre el papel de Bachar el Asad. Eso impide concentrar los esfuerzos en combatir a Daesh, en cegar sus fuentes de financiación y de propaganda, y empezar a detener la peor sangría humanitaria desde la II Guerra Mundial, que exige igualmente una respuesta solidaria de la Unión, que si fracasa pondrá en cuestión el espacio Schengen.
Todo ello pasa, en fin, por la puesta en marcha, de una vez por todas, de una política común de Seguridad Europea y, de forma urgente, por dar a Francia, en coordinación con la política de Justicia e Interior (JAI), la ayuda preventiva que faltó entre los europeos para evitar que los terroristas de París organizaran la masacre en Bélgica, Alemania y quién sabe qué otros países de la Unión.
La unión económica y monetaria no basta para consolidar la construcción europea, que es más necesaria que nunca. Se requiere una dimensión de política exterior y de seguridad, cuya ausencia París ha puesto clamorosa y dramáticamente de relieve. Sería muy triste, y muy poco inteligente, que, como sucedió con la crisis económica, volviesen a predominar los sentimientos nacionalistas y chovinistas (palabra de raíz francesa), que solo sirven para retroceder en la historia, y para debilitarnos ante los desafíos globales. Entre ellos el terrorismo, que tanto hemos sufrido en España, y a cuya superación tanto nos ayudó Francia.
Diego López Garrido es diputado y vicepresidente de la Asamblea Parlamentaria de la OTAN. Fue miembro de la Convención que debatió el Tratado de la Constitución Europea. Francisco Aldecoa Luzárraga es catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid.