Europa: una nueva frustración

Los ciudadanos irlandeses han dicho 'no' al Tratado de Lisboa el pasado jueves. La verdad, no creo que haya sido muy inteligente por parte del Gobierno irlandés hacer el recuento de votos al día siguiente, viernes 13 de junio. No soy nada supersticioso, pero los aficionados al cine de terror ya saben a qué me refiero. Y, desde luego, para el futuro del proceso de integración europea, no podía esperarse un resultado más terrorífico. Algunos, los radicales de uno y otro lado, los que tienen como todo programa político decir 'no' al progreso y a las soluciones razonables, aquí y en Dublín, estarán brindando con champán (los de la derecha) o con cava de supermercado (los de la izquierda).

Y es que, de nuevo en Irlanda, como antes en Francia y -quizá menos- en Holanda, en el caso de la fenecida Constitución europea, se ha producido ese extraño maridaje entre la extrema derecha, alentada y financiada por un reducido grupo de millonarios, temerosos de la subida del impuesto de sociedades, y la extrema izquierda, que, abandonado en el baúl de los recuerdos lo de 'proletarios del mundo, uníos', se entrega ahora a los brazos de los más rancios nacionalismos, frente a la mera idea de la solidaridad entre los pueblos de Europa, o la libre circulación de trabajadores y la mítica invasión de fontaneros polacos o albañiles rumanos.

Claro que, como es bien conocido, Europa es la culpable de todos nuestros males. ¿Qué harían nuestros gobiernos si no pudiesen echar la culpa a Bruselas de todos sus fracasos políticos y económicos? Según parece, nada bueno viene de allí, ni desarrollo económico, ni libertad, ni democracia, ni derechos, ni cooperación y ayuda internacional, ni operaciones para la solución de conflictos y el mantenimiento de la paz en zonas de guerra... Y, lo que es peor, hay allí, en Luxemburgo, un Tribunal de Justicia que se dedica a reprocharle a nuestros gobiernos sus incumplimientos legales e, incluso, a sancionarles con graves multas cuando no aplican la normativa europea y vulneran con ello gravemente los intereses y derechos de los ciudadanos. ¡Ah! Se me olvidaba: esta Europa del gran capital, también defiende la pena de muerte, quiere imponer -o prohibir, depende de la perspectiva- el aborto, la eutanasia, la segregación social, echar a todos los inmigrantes, imponer la jornada de 12 horas y, además, es etnocéntrica, judeo-cristiana y quiere -con mentalidad neocolonialista- imponer sus decadentes principios democráticos y el individualista concepto de la dignidad del ser humano a todos los pueblos en vías de desarrollo. El presidente de la República Checa -que no es un lidercillo cualquiera- ha llegado a comparar la Unión Europea con el Comecon (ya saben, el viejo mercado común que unía a la fenecida Unión Soviética con sus Estados satélites, que ni era mercado, ni era común y unía por la fuerza). ¡Qué horror!

¿Qué dirían los padres fundadores de las Comunidades Europeas si vieran y escucharan todo esto? Pues no crea mi atento lector que estoy exagerando. Todos y cada uno de estos argumentos han sido utilizados, de viva voz y por escrito, en los debates sobre el futuro de Europa de los últimos años y, sobre todo, en los debates que han tenido lugar con motivo de los referéndums de España, Francia, Países Bajos y Luxemburgo, sobre la Constitución europea, y ahora, en el referéndum sobre el Tratado de Lisboa en Irlanda.
El proyecto político europeo, que con tanta dificultad se inicia a mediados del siglo pasado, es todavía un proyecto en curso y, sobre todo, es un ideal de gobierno supranacional, de integración política y económica, de democracia, derechos, solidaridad y paz. Un gobierno establecido sobre una serie de valores que recogían incipientemente los Tratados fundadores, que desarrolló un poco más el Tratado de la Unión Europea, que crea -entre otras cosas- la ciudadanía europea, y que desarrollaban con extensión la fracasada Constitución europea y el ahora herido de muerte Tratado de Lisboa.

En este proceso, la Constitución europea fue elaborada a través de un larguísimo proceso de debate público que se inicia en el año 2001, tras la aprobación del Tratado de Niza, y tras haber pasado por una Convención redactora -formada mayoritariamente por representantes de los parlamentos nacionales y del Parlamento Europeo- y una Conferencia Intergubernamental, formada por representantes de los gobiernos de los Estados, se culmina en el año 2004, con su firma en Roma por todos los jefes de Estado y de Gobierno el 29 de octubre de aquel año. Tras su fracaso en los referéndums de Francia y Países Bajos, en mayo y junio de 2005, hubo que buscar una fórmula sustitutoria que permitiese seguir adelante con el proceso de integración y sacase a la Unión Europea del impasse en el que se había metido. El Tratado de Lisboa fue el resultado genial de la presidencia alemana, pergeñado por la canciller Angela Merkel: la cuestión era elaborar un tratado que, sin ser -ni parecer- una constitución, mantuviese el contenido sustancial de la fenecida Constitución europea y lo introdujese, mediante un proceso ordinario de reforma, en el texto de los tres tratados vigentes. Pero, llegar a esta solución no fue nada fácil. Se necesitó un nuevo y largo proceso de reflexión y debate de tres años, que, tras superar enormes dificultades de última hora -unas muy serias y otras verdaderamente absurdas- se culminó felizmente con el acuerdo de Lisboa, en octubre de 2007.

El Tratado de Lisboa, pues, no es -no era- una salida exótica ni extemporánea. Era la solución final, el acuerdo de mínimos necesario para permitir a la UE funcionar con la mínima coherencia y agilidad posible, con 27 Estados miembros, muchos de los cuales no parecen creer en el proyecto político y económico en el que se han integrado. Y, si es así, ¿por qué han querido entrar en este proyecto?, ¿por qué permanecen en él?, ¿es, quizá, que no es tan malo como dicen sus líderes, con la mezquina intención de ganar elecciones, removiendo estímulos nacionalistas de corto vuelo, diciendo y aprobando en Bruselas cosas que luego se critican en la capital respectiva? Porque, mi querido lector, no te dejes engañar, la inmensa mayoría de las decisiones de la Unión Europea no son adoptadas por los 'oscuros burócratas' de Bruselas, sino por los ministros de los gobiernos de los Estados miembros, reunidos en el Consejo de la UE, en buena parte de los casos en contra de la opinión de la Comisión Europea y del propio Parlamento Europeo, que luego son ferozmente atacados por esos mismos ministros.

Quizá ha llegado la hora de replantearse el proyecto europeo en su conjunto y de unir de verdad a los Estados que crean en el mismo, sin cinismo ni complejos, dejando para los demás otra forma de asociación que no impida avanzar en este proceso. Lo que no podemos ni debemos, por el interés común, es dejar que la mentira, el cinismo político y el oportunismo de determinados líderes políticos y sociales sin escrúpulos lo entierren aún en vida.

Antonio Bar Cendón, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia. Catedrático Jean Monnet de Derecho Constitucional de la UE.