Europa, vamos a querernos

Tal vez tenga algo de razón la oleada nacionalista y eurófoba que recorre el continente sobre el rechazo al proceso de construcción europea en el que se ha comprometido el continente en los últimos años. Tal vez. Y solo algo. Esto no significa que la axterizaciónfrente a las legiones de Bruselas, tan de moda desde los extremos de Polonia hasta las costas de Andalucía pasando por el canal de Sicilia o los acantilados de Dover, acierte en su rechazo global a lo que ocurrió hace poco más de 60 años, cuando, de la mano de Robert Schumann y Konrad Adenauer, Francia y Alemania decidieron dejar de hacerse la guerra para, si no hacer el amor, al menos empezar a tomar café e ir al cine juntos.

El problema es que más de seis décadas después esa relación se ha consolidado estupendamente en lo formal —Francia y Alemania tienen un gran grupo de amigos, incluso entre todos se han comprado no ya una cafetera, sino una cafetería y hasta un cine—, pero sigue fallando en lo íntimo.

Esta tendencia se ha agudizado, sobre todo en las dos últimas décadas. Y ya se sabe: lo que no avanza, retrocede. La percepción para el ciudadano medio es que tener una cita con Europa es de todo menos romántico. Se trata de una pareja que se pasa la velada hablando un lenguaje frío y exigente sobre las reformas que es necesario hacer o de lo bien que han quedado las ya realizadas. Una de esas parejas que, muy amablemente, hace sentir a la otra persona que hay que esforzarse mucho para estar a su altura y que ya es una suerte sentarse a la mesa con ella. Y al final, un apretón de manos y la promesa de más cafés si todo marcha bien. Y, claro, una vez está bien. Quizá dos o tres. Pero llega un momento en que es inevitable que surja el pensamiento de que aquello no es para tanto.

¿Hay algo peor que este desamor? Sí, claro. Que además no nos permitan ser nosotros mismos. Que sintamos que no nos dejan llevar a la cita —que a estas alturas se ha convertido en un dolor de muelas— nuestro abrigo, nuestros pendientes, nuestra falda o nuestra corbata. De modo que, ahora, a la mesa de Europa se sienta un grupo de amigos que se conoce desde hace mucho tiempo y empieza a llegar a la conclusión no solo de que aquello no va de amor, sino de que, a cambio de la cena, cada uno está renunciando más que el otro a cosas que afectan a su propia identidad y su historia personal. Y este creciente sentimiento de intrusión a cambio de nada —o en el mejor de los casos, y no siempre, de dinero— es el que está siendo aprovechado por el discurso eurófobo.

En algún momento de la construcción de la Comunidad-Unión Europea sucedió —porque alguien lo decidió o simplemente surgió así y nadie quiso o pudo modificarlo— que lo racional no solo estaba por encima de lo sentimental, sino que lo sentimental era innecesario y hasta peligroso. ¿No es acaso la irracionalidad sentimental causante de tantas desgracias y desencuentros constantes en esta parte del mundo?

Es posible que este no fuera el planteamiento de los padres fundadores, quienes aspiraban por encima de todo a la paz y, probablemente, tampoco el de los actuales gestores que aspiran... ¿a qué aspiran? Lo cierto es que existe una creciente percepción ciudadana de que Europa es una maquinaria burocrática sin alma, que maneja una jerga incomprensible centrada exclusivamente en la economía que aplica a rajatabla —a los pobres, sean estos países o personas— el principio de “quien paga, manda” y que además pasa por encima de las identidades nacionales sin miramientos como si estas fueran unas exóticas costumbres que es posible modificar en aras del progreso. Progreso económico, claro.

Para complicar más las cosas, esto se combina con otra percepción —que además comparten con resignación hasta los euroentusiastas—, la de que Europa es un continente en decadencia cuyo tren en la historia mundial ya ha pasado y que debe prepararse para un largo, y quién sabe si definitivo, invierno.

No, no suena muy atractivo, casi como recibir una invitación a una fiesta en una hoja de Excel. Frente a ello, el discurso eurófobo y populista se ha apropiado del concepto identitario y de resistencia. Es paradójico porque se trata dos ideas profundamente europeas. O mejor dicho, le han dejado apropiarse de ellas porque los responsables de defender la idea de Europa se han centrado casi exclusivamente en la cartera, lo cual durante las vacas gordas ha funcionado, pero con las vacas flacas ha dejado al descubierto el tiempo perdido en formar una identidad.

¿Y ahora qué? Ahora vienen unas elecciones donde lo más probable es que el Parlamento Europeo se convierta en el escaparate de ese discurso que cala entre quienes se sienten traicionados por Europa. Cuando se contraponen sentimientos y percepciones a números y razones siempre ganan las primeras. Es mejor quererse que auditarse. Europa también debería ser lo primero y no parecer solo lo segundo.

Jorge Marirrodriga

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