Europa y Antieuropa

La elección para el Parlamento Europeo ha puesto en marcha un doloroso proceso, en el que habrá que reconsiderar no solamente el modo en que funciona la Unión Europea, sino también cuál es su significado profundo. El resultado de la elección dejó en claro que ahora hay dos Europas: una donde la lógica de la integración está profundamente integrada al sistema político y otra que rechaza los supuestos básicos de la soberanía compartida.

La buena noticia es que la mayor parte de Europa entra en la primera categoría; la mala noticia es que las excepciones incluyen a dos países muy grandes y poderosos.

El debate acerca de Europa no es simplemente una discusión sobre los méritos de tal o cual solución institucional o técnica a un problema de coordinación política; es un debate acerca de cómo pueden las sociedades organizarse exitosamente en un mundo globalizado. En esto, se le viene prestando mucha atención al diseño institucional, pero muy poca al dinamismo social y la innovación.

Antes de la elección, los proeuropeos consideraban que la votación inminente sería una demostración del surgimiento de una nueva modalidad democrática abarcadora de toda la Unión. Europa se parecería más a un país, con partidos políticos paneuropeos que propondrían un candidato cabeza de lista (o Spitzenkandidat, como lo llaman los alemanes) para futuro presidente de la Comisión Europea.

Los euroescépticos replicaban que el nuevo orden político no funcionaría. Los votantes usarían las elecciones como ya lo hicieron otras veces: para protestar, no tanto contra Europa, sino contra sus propios gobiernos nacionales. Además, votarían contra las medidas de austeridad impuestas como parte de la estrategia de la Unión Europea para defender la unión monetaria.

Tanto los optimistas como los pesimistas se equivocaron. Los resultados de la elección no determinan un liderazgo claro para Europa, y es probable que las negociaciones políticas para la designación del próximo presidente de la Comisión sean prolongadas y tengan poco de democráticas. Pero al mismo tiempo, y aunque los titulares de los diarios sugieran lo contrario, no se ha visto surgir una ola uniforme de antieuropeísmo o de desilusión con el proyecto europeo.

De hecho, en muchos países, incluidos algunos de los más golpeados por la crisis financiera y económica, los votantes terminaron apoyando a sus gobiernos y al proyecto europeo. Este efecto fue discernible en España y, más dramáticamente, en Italia, donde el nuevo gobierno reformista de Matteo Renzi desmintió a los que creían que los italianos emitirían un nuevo voto masivo de protesta. En Europa del este, la Plataforma Cívica que gobierna a Polonia obtuvo más votos que la oposición nacionalista, mientras que en los estados bálticos, donde los efectos económicos de las medidas de austeridad han sido los más severos de toda la Unión Europea, los votantes apoyaron a candidatos centristas para el Parlamento Europeo.

La inesperada debilidad de la derecha populista en los Países Bajos y la estupenda elección del partido gobernante (la democracia cristiana) en Alemania son aspectos de un mismo fenómeno: la consolidación de un nuevo núcleo europeo políticamente estable y seguro de sí mismo.

Pero del otro lado del Rin y del Canal de la Mancha, el panorama es muy diferente. Tanto en Francia como en el Reino Unido, el éxito de los partidos populistas insurgentes sacudió la escena política: los partidos gobernantes (socialista en Francia y conservador en el Reino Unido) no solo perdieron la elección, sino que terminaron en tercer lugar.

El primer ministro galo, Manuel Valls, describió la victoria del ultraderechista Frente Nacional de Marine Le Pen como un “terremoto” político. Y aunque el caso francés se podría adjudicar a la falta de popularidad del presidente socialista François Hollande y su gobierno, el triunfo del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) no se puede explicar como un voto de protesta contra la coalición gobernante, que en este momento está dándole al país una recuperación económica. La sorprendente victoria del UKIP fue claramente un rechazo popular a Europa, y en particular a la inmigración procedente de la Unión Europea.

Los resultados de la elección en Francia y el Reino Unido son un reflejo de las profundas diferencias que hay entre ambos países y el resto de Europa. En primer lugar, sus pasados imperiales los condicionan a actuar como grandes potencias decimonónicas, no como integrantes del mundo globalizado e interconectado del siglo XXI. Esto se ve en sus modelos económicos. En el Reino Unido, hay una dependencia excesiva de los servicios financieros, reflejo de la idea de que las finanzas son la actividad coordinadora central de la vida económica, una idea que tenía más sentido en el siglo XIX que en la actualidad.

La debilidad equivalente en Francia es su propensión al gigantismo corporativista: su economía está formada por grandes empresas industriales muy exitosas, la mayoría de ellas bien conectadas políticamente, y minúsculos negocios familiares que son vestigios de un país que ya no existe. Pero falta casi por completo esa abundancia de pequeñas y medianas empresas que hacen posible el éxito empresarial y económico de Alemania y España.

Tanto en el Reino Unido como en Francia se discute acaloradamente sobre el modo de cambiar el modelo económico. Algunos reformistas en gobierno quieren más sistemas de pasantías profesionales como los de Alemania; también se habla de ofrecer exenciones impositivas a las pequeñas empresas y de simplificar el exceso de normas burocráticas agobiantes.

Ninguno de los dos países podrá sobrevivir a base de nostalgia. Es esencial que Francia y el Reino Unido encaren la tarea de reformarse, tanto como es esencial reformar el complejo y vacilante orden político de Europa. Y esto supone mucho más que retocar el gasto público y lanzar algún que otro proyecto de infraestructura de alta tecnología; de lo que se trata es de recrear las bases para una sociedad más dinámica.

La reforma interna de las dos ex grandes potencias imperiales de Europa también es un elemento esencial para que Europa funcione. En el caso del Reino Unido, el proyecto europeo tal vez podría sobrevivir sin él; pero una Europa unida sin Francia es impensable.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University, Professor of History at the European University Institute, Florence, and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union. Traducción: Esteban Flamini

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