Por Gema Martín Muñoz, profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 22/02/06):
La crisis que se ha generado en torno a las caricaturas del profeta Mahoma exige una reflexión que, en mi opinión, no puede quedar reducida a la cuestión de la libertad de expresión enfrentada a la asunción de una cultura de la sátira y la caricatura. Ante dicha dualidad no sería necesario plantearse ninguna compleja tesitura. Tampoco creo que el fundamento clave esté en la sacralidad o intocabilidad del hecho religioso (aunque existan dobles raseros, ya que el periódico danés rechazó hacer el mismo "experimento" con Jesucristo) porque también existe el derecho de los no creyentes a no verse constreñidos por creencias que no comparten. Pero lo que ha convertido en un polvorín indeseado la publicación del periódico danés Jyllands-Posten es el carácter islamofóbico y la incitación al odio en que fatalmente iba a derivar la representación del fundador del islam como terrorista. La naturaleza del mensaje es evidente: si el fundador de esa comunidad es un terrorista, todos sus miembros lo son.
Se transmite así un peligroso mensaje que estigmatiza y humilla a una parte muy importante de la humanidad. A partir de ahí la cuestión no es religiosa, es política, porque concierne a algo tan detestable como el racismo y la xenofobia. Y con respecto a esto sí que la libertad de expresión no puede ser un valor absoluto que, desprovisto de todo sentido de la responsabilidad, se convierta en el abuso de ese privilegio. Poco importa en esta cuestión si hay regímenes despóticos en el mundo musulmán donde no se respetan los derechos propios o de los otros, si un presidente en Irán no cesa de decir aberraciones, o si existen grupos terroristas que sólo representan a una minoría. La existencia de esas realidades no puede servir de argumento para justificar ningún racismo ni intolerancia porque su objetivo son civiles, individuos, seres humanos que además de tener que soportar esas situaciones de opresión e injusticia son objeto del insulto, la ofensa y la inferiorización.
Lo realmente sorprendente de toda esta cuestión es que, lejos de reparar y pensar en estos términos, haya prevalecido la fibra emocional que parece activarse automáticamente cada vez que el islam irrumpe en el debate europeo y que arrastra a actitudes de afirmación antes que nada antiislámicas. Y esa reacción llevó a una insensatez que arrojó más leña al fuego: la impresión de las caricaturas por otros medios de prensa europeos; lo cual indirectamente significó, cuando menos, no ponderar el alcance del discurso islamofóbico de las mismas. No dudo en absoluto de que esos medios respetables pensasen sinceramente que estaban defendiendo la libertad de expresión, pero hay que indicarles que han sufrido un espejismo y han dado implícitamente alas al pensamiento de una extrema derecha europea en auge que de ser genéricamente xenófoba está deviniendo en específicamente islamófoba. Véanse algunas actitudes y declaraciones de esos grupos, con la del ya ex ministro italiano Roberto Calderoli de la Liga Norte como guinda.
Desde que se desencadenó la crisis ha faltado un criterio que fuese tan claro en la defensa de la libertad de expresión como en la denuncia incontestable del mensaje islamofóbico que se transmitía, apelando a que la incitación al odio y la xenofobia no tienen cabida alguna en el sistema europeo de valores democráticos. Eso hubiese favorecido una reconciliación ética con todos los musulmanes ofendidos por esas caricaturas y podría haber contribuido a apaciguar los ánimos.
Sin embargo, lo que tengo por seguro es que la peor manera de afrontar esta situación es canalizarla en términos exclusivamente religiosos. Europa no necesita ninguna ley contra la blasfemia, ni claudicar ante instituciones religiosas musulmanas (o de cualquier otra religión) ultraconservadoras para blindar el derecho a la crítica y el librepensamiento en términos de religión. Europa necesita, en cambio, reconocer un problema creciente que se llama islamofobia y tomar las medidas necesarias, políticas y sociales, para atajar este nuevo racismo. Todas las llamadas de atención contenidas en los informes del Centro de la Unión Europea contra el Racismo y la Xenofobia, alertando y proponiendo toda una serie de iniciativas para atajar el constatado crecimiento de la islamofobia, han caído en saco roto. Con ello, se va permitiendo un sentimiento de desculpabilización social al respecto, de manera que la situación va pareciéndose a esa otra brutalidad racista que desembocó en el antisemitismo.
Las reacciones violentas que se han generado en algunas geografías del mundo musulmán son injustificables y condenables (y una gran mayoría de musulmanes así las ha considerado), si bien también hay que señalar que en la mayoría de los países musulmanes, y en Europa todas, han sido reacciones indignadas, pero pacíficas, con un uso correcto de la libertad de expresión y la utilización del derecho a la denuncia ante los tribunales. Esto no debe impedirnos valorar el contexto en el que se ubica esta crisis y el alcance irresponsable de la provocación. No es lo mismo echar gasolina sobre un suelo de cemento que sobre un fuego desatado. Y ésa es la situación que se vive en el Gran Oriente Medio: la violenta ocupación de Irak y Palestina, Guantánamo, Abu Ghraib, la justificación de la tortura y el secuestro, el apoyo occidental a las dictaduras y los regímenes autoritarios, la corrupción institucionalizada.... Hay muchos seres humanos en esa parte del mundo a quienes no se considera ni trata como tales, y además se les insulta y ofende colectivamente.
Y no deja de ser significativo ver también cómo en esa geografía se han empezado a quemar banderas europeas y a agredir algunas de sus embajadas, cuando era una realidad que hasta ahora sólo afectaba a EE UU. Es cierto que en algunos de esos casos la cuestión se ha manipulado claramente para "saldar cuentas" con la política europea, aunque no en todos. Pero en cualquier caso es signo de que, en efecto, Europa se está implicando más en esa región en términos políticos. Esto no sería en absoluto negativo si esa política europea fuese capaz de aportar racionalidad y sensatez a los conflictos que hay en la región, y no simplemente actuar como subsidiaria de la política estadounidense. Lo que tendría que traducirse en un apoyo estricto al Estado de derecho y en una oposición firme contra la violación de las convenciones internacionales (Guantánamo, torturas, cárceles clandestinas, secuestros, traslados en vuelos secretos).
En el caso de Palestina hay que dar una oportunidad al nuevo proceso en ciernes, que cuenta con muchas posibilidades de acabar con la estrategia de la violencia si a Israel también se le pide que contenga su propia violencia y acepte el principio de la negociación. Si se conoce la enorme influencia que ejerce la cuestión palestina en todo el mundo árabe y musulmán, se debería valorar el impacto tan positivo que significaría para todo el universo islamista ver que Hamas, el gran símbolo, acaba negociando con Israel. Es en lograr esto donde se deben hacer todos los esfuerzos con respecto a las dos partes. Y con respecto a Irán, se deberían desterrar todas las opciones militares, de resultados siempre tan catastróficos, y más aún cuando Irán no ha violado hasta ahora ninguna ley internacional. La historia nos muestra sobradamente que sucumbir a la aplicación de sanciones es por completo contraproducente e ineficaz. Las sanciones sólo refuerzan a los regímenes autoritarios y castigan de manera inhumana a las poblaciones aumentando su sentimiento antioccidental, de injusticia y humillación. Tres peligrosos componentes que hay que contribuir a hacer desaparecer en esta parte del mundo.