Europa y la globalización: de amenaza a oportunidad

Resumen[1]

La UE –y en particular la zona euro– se encuentra actualmente sumidas en una “burbuja de pesimismo” que no se corresponde con los datos objetivos de su capacidad, presencia e influencia en los ámbitos económicos y políticos internacionales. Pero aun si supera su actual bache, necesitará acometer importantes reformas económicas e institucionales para poder adaptarse a la nueva realidad internacional, que se caracterizará por un mayor peso de las potencias emergentes y un entorno internacional mucho menos Occidental y cooperativo. Solo en la medida en la que logre ejercer su poder de forma no fragmentada y reinvente su modelo socio-económico (especialmente en los países del sur) estará en disposición de aprovechar las ventajas que ofrece la globalización y dejar de tener una postura defensiva ante la misma.

Introducción

Mientras la economía europea continúa hundiéndose en su propia crisis el mundo está experimentando un rapidísimo proceso de cambio. Las transformaciones estructurales a las que estamos asistiendo afectan a variables tan diversas como: la nueva geografía del comercio, las inversiones y la tecnología; el reparto del poder económico y político a escala global; el creciente papel del mercantilismo y la geoeconomía en las relaciones internacionales; la rivalidad por el acceso a los recursos naturales y energéticos; y el envejecimiento de la población mundial y la cada vez más desigual distribución de la renta dentro de los países.

La mayoría de estos cambios lleva muchos años en marcha, pero el brutal impacto que la Gran Recesión está teniendo en los países avanzados, que contrasta con la forma en la que la mayoría de los países emergentes están capeando el temporal, ha acelerado las transformaciones. Esto supone que la realidad económica y geopolítica mundial que Europa se encontrará cuando por fin supere su crisis interna tendrá poco que ver con la que existía hace tan solo una década. Esto obliga a una Europa que hoy está fragmentada, desmembrada y desorientada a repensar qué papel quiere jugar en el mundo, con qué activos cuenta y qué estrategias debe desarrollar para no quedar relegada a un plano secundario.

Analizar el papel de la UE en la globalización económica es el objetivo de este trabajo. Tras hacer un breve diagnóstico de las crisis (interna y externa) a las que se enfrenta Europa, se abordan los principales cambios económicos, políticos y sociales que el mundo está experimentando para después plantear qué papel le quedará a la UE en la globalización si es capaz de llevar adelante las reformas institucionales y económicas que le permitan mantenerse unida.

Las principales conclusiones de este estudio son dos. La primera, que la UE –y en particular la zona euro (ZE)– se encuentra actualmente sumidas en una “burbuja de pesimismo” que no se corresponde con los datos objetivos de su capacidad, presencia e influencia en los ámbitos económicos y políticos internacionales. La segunda es que, aun si supera su actual bache, necesitará acometer importantes reformas económicas e institucionales para poder adaptarse a la nueva realidad internacional, que se caracterizará por un mayor peso de las potencias emergentes y un entorno internacional mucho menos Occidental y cooperativo. Solo en la medida en la que logre ejercer su poder de forma no fragmentada y reinvente su modelo socio-económico (especialmente en los países del sur) estará en disposición de aprovechar las ventajas que ofrece la globalización y dejar de tener una postura defensiva ante la misma.

Europa: el nuevo enfermo del mundo

Durante la primera década del siglo XXI, Alemania era conocida como “el enfermo de Europa”. La reunificación le había generado importantes costes económicos que lastraron su crecimiento y que sólo fueron superados con una combinación de tiempo (para digerir la absorción de la economía de la República Democrática Alemana) e importantes reformas estructurales (para sentar las bases del crecimiento que observamos en la actualidad). Hoy, casi dos décadas más tarde, Europa (y más concretamente la ZE, especialmente su flanco sur) es el “enfermo del mundo”.[2] Desde 2010, su economía es la menos dinámica del planeta, además de ser la región que supone un mayor riesgo para la estabilidad de la economía mundial (FMI, 2012). Y lo que es peor, según muestra el Mapa 1, que recoge estimaciones del BBVA, la contribución de Europa Occidental al crecimiento mundial en la próxima década será sólo del 5,8%, por debajo de América del Norte, América Latina y el Este de Europa y muy por debajo del Asia emergente, cuyo crecimiento representará el 57,9% del total, la mitad generado por China.

Mapa 1. Contribución al crecimiento económico mundial por región, 2011-2021 (%). Fuente: BBVA Research.
Mapa 1. Contribución al crecimiento económico mundial por región, 2011-2021 (%). Fuente: BBVA Research.

Estas malas perspectivas llaman la atención cuando se tiene en cuenta que la ZE tiene mejores indicadores de deuda pública, déficit público, balanza de pagos, inflación e incluso empleo que EEUU, que, sin embargo, crece más. El problema es que, a día de hoy, Europa sufre una crisis de confianza porque nadie está seguro de si la ZE es un conjunto de economías “pequeñas” e independientes muy interconectadas comercial y financieramente y unidas por un tipo de cambio fijo o si, por el contrario, se trata de una Unión Monetaria irrevocable, clasificable por tanto como “economía grande” (de hecho, la segunda mayor del mundo) y con poder de mercado, que además emite una moneda de reserva global.

La diferencia es crucial. Si se trata de una Unión Monetaria irrevocable como EEUU tanto los problemas de endeudamiento de Grecia (que no son muy distintos a los de California) como las debilidades de algunas instituciones financieras sistémicas (que se parecen a las que tenían los bancos norteamericanos en 2008) podrían resolverse con cierta facilidad. En el primer caso mediante la creación de un sistema de transferencias financiadas mediante la emisión de títulos de deuda paneuropeos, que pueden llamarse presupuesto federal y eurobonos. En el segundo mediante la creación de un mecanismo de resolución bancaria al nivel de la ZE para que los países no tengan que hacer frente de forma individual al rescate de sus bancos cuando éstos son demasiado grandes para caer, algo que ya está en marcha pero que plantea importantes problemas de implementación.

Estas medidas de solidaridad requerirían como contrapartida un pacto fiscal creíble para asegurar la estabilidad presupuestaria a medio y largo plazo, así como duras reformas estructurales, que por otra parte son necesarias para que los países del sur no tengan déficit crónicos por cuenta corriente y sus empresas puedan desenvolverse de forma eficiente en la globalización. Sin embargo, por el momento, el ajuste en el sur se está produciendo sin que los países del norte pongan sobre la mesa la suficiente solidaridad como para dar seguridad de que el barco del euro se mantendrá a flote. Esta situación aumenta la desconfianza y se traducen en malas perspectivas, poca inversión, altas primas de riesgo en la periferia y poco crecimiento. Además, la obsesión con la austeridad y los objetivos fiscales nominales impuestos por Alemania y el miedo a una inflación por el momento inexistente por parte del BCE también contribuyen a explicar las malas expectativas y el decrecimiento.

En definitiva, la mala coyuntura económica que atraviesa Europa, así como sus malas perspectivas de futuro, se explican sobre todo porque no se ve claro que la ZE vaya a tomar la decisión de empezar a comportarse como una auténtica Unión Monetaria sostenida por instituciones políticas y no sólo como un sistema de tipos de cambio fijos cuya viabilidad económica está en cuestión por no tratarse de un área monetaria óptima. Y esta indecisión responde a que, en Europa, no está claro que un griego y un alemán pertenezcan a la misma comunidad política (los Estados Unidos de Europa) mientras que no hay ninguna duda de que un ciudadano de Ohio y otro de Florida sí (los Estados Unidos de América). Por tanto, la actual crisis puede ser tanto el final del euro (y tal vez de la UE) como su principio. Será el final si la moneda única no logra sobrevivir a este trance y se lleva por delante el proceso de integración europea (Roubini y Ferguson, 2012), pero será el principio si las actuales tensiones financieras sirven para establecer los pilares políticos que la hagan viable económicamente y que no pudieron crearse por falta de acuerdo cuando se lanzó el proyecto del euro. Y dichos pilares no son otros que: un Banco Central que actúe sin condiciones como prestamista de última instancia (reaccionando rápidamente ante los pánicos que caracterizan a los mercados financieros en momentos de incertidumbre); una auténtica política económica común respaldada por un presupuesto federal; una unión bancaria que incluya un fondo de garantía de depósitos común, un mecanismo de resolución de crisis bancarias paneuropeos y un supervisor único; y el aprovechamiento de las ventajas de emitir una moneda de reserva global (ingresos por señoriaje, bajo coste de financiación y capacidad de ejercer el “poder monetario”; es decir, retrasar el propio ajuste fiscal gracias a la voluntad de los ahorradores mundiales de financiar déficit en momentos puntuales, e incluso crear inflación para reducir el valor de la deuda, cosas que desde hace más de medio siglo viene haciendo periódicamente EEUU).

Un nuevo escenario internacional

Mientras se van sucediendo los episodios de la interminable crisis del euro, que además están amenazando con romper el admirado modelo social europeo caracterizado por la combinación de riqueza y cohesión social, Europa se está enfrentando a una crisis externa que precede tanto a la crisis financiera global que estalló en 2008 como a la propia crisis del euro que se inició en 2010: su declive relativo en relación al auge de las potencias emergentes y de un EEUU que, por el momento, está manteniendo mejor su presencia y poder que Europa ante la emergencia de nuevos poderes, especialmente asiáticos.[3]

Durante décadas, la economía mundial se analizó bajo el prisma centro-periferia: EEUU, la UE y Japón eran responsables de la mayor parte de la producción, el comercio y la inversión y el resto del mundo, aunque mucho más poblado, apenas tenía peso en las principales variables económicas (y menos aún en las estructuras de gobernanza económica mundial). Sin embargo, durante la última década estas categorías han quedado obsoletas. La economía mundial se asemeja cada vez más a una red donde persisten grandes nodos (los países ricos), pero donde cada vez tiene más peso otros polos que crecen a gran velocidad (China ya es la segunda economía del mundo y será la primera en 2016 en términos de paridad del poder de compra). Además, las relaciones comerciales y financieras entre estas potencias emergentes son cada vez más significativas.

Según datos del Banco Mundial (2011) la cuota de los países en desarrollo en el comercio mundial ha pasado del 30% en 1995 al 45% en 2010, sobre todo debido a la rápida expansión del comercio sur-sur entre las potencias emergentes. Un tercio de las inversiones directas en los países emergentes provienen de otros países emergentes, que también están realizando importantes adquisiciones en los países avanzados. Además, los países emergentes y en desarrollo tiene más de dos tercios de las reservas mundiales de divisas (hace 10 años tenían sólo un tercio) y hoy países como Brasil, Chile y Turquía tiene un riesgo país más bajo que algunos países europeos. Todo ello se completa con el auge de una nueva clase media (sobre todo en América Latina y algunos países asiáticos) que, en algunos casos, ha ayudado a consolidar la democracia y está actuando como una fuente de estabilidad económica al potenciar la demanda interna. Por ello, no resulta sorprendente que durante los últimos cinco años los países emergentes hayan sido responsables de cuatro quintos del crecimiento mundial y que se espere que esta tendencia se mantenga en el futuro. Estos cambios no implican que la renta per cápita en estos países se haya acercado todavía al nivel que tienen los países ricos, ni tampoco que los problemas de pobreza y desigualdad no sigan siendo importantes. Sin embargo, muchos de los ciudadanos de los países emergentes tienen la certeza de que sus hijos vivirán mejor que ellos, algo de lo que los europeos y los estadounidenses ya no están tan seguros.

Todo esto supone que, a lo largo de las próximas décadas, Asia volverá a recuperar lentamente el enorme peso económico que tuvo hasta la revolución industrial y no puede descartarse que muchos países de América Latina también ganen peso relativo en detrimento de los países europeos, Japón y, en menor medida, EEUU. Además, como la crisis financiera ha afectado mucho más a los países avanzados que a los emergentes, esta lenta tendencia de convergencia económica entre el viejo centro y la vieja periferia se acelerará. De hecho, hasta que los países avanzados no logren reducir sus elevados niveles de deuda (pública y privada) será difícil que comiencen a crecer de forma sostenida. Y eso, como muestra el trabajo de Reinhart y Rogoff (2010) sobre crisis financieras, podría durar todavía varios años, especialmente si no se produce inflación o reestructuración de las deudas.

Algunos de los símbolos de este nuevo orden económico mundial son las compras de empresas occidentales por parte de los fondos soberanos de los países emergentes, que cada vez más avances tecnológicos proceden de empresas multinacionales con origen en los países emergentes o que, por primera vez, la mayoría de los préstamos del FMI se concentran en Europa. Asimismo, la tendencia al alza de los precios energéticos y alimentarios, que con altibajos se han vivido durante la mayor parte de la última década, responde al aumento estructural de la demanda por parte de los países emergentes, especialmente China y la India.

¿Burbuja de pesimismo?

A pesar de este declive relativo de Occidente en general y de Europa en particular, no conviene perder de vista que la desoccidentalización de la economía mundial es un proceso gradual que todavía no se ha completado (y podría no llegar a hacerlo nunca). De hecho, según muestra el Índice Elcano de Presencia Global (IEPG) del Real Instituto Elcano, la presencia de los países emergentes, aunque destacada en el ámbito económico, es todavía limitada en los campos militar, científico, social y cultural (Gráficos 1 y 2).[4] EEUU sigue teniendo una enorme presencia global y los países de la UE (que sumados superarían a EEUU en  muchos de los indicadores si se tomaran como un todo) también mantienen posiciones destacadas en prácticamente todos los ámbitos. Esto implica que, como indica Olivié (2012), autora de este índice, se puede hablar de países “emergentes pero no emergidos” y “decadentes pero no caídos”. De hecho, entre los 12 primeros puestos del ranking sólo aparecen dos emergentes (China en el quinto lugar y Rusia en el séptimo).

Gráfico 1. Índice Elcano de Presencia Global (2011). Fuente: Real Instituto Elcano.
Gráfico 1. Índice Elcano de Presencia Global (2011). Fuente: Real Instituto Elcano.
Gráfico 2. Evolución del Índice Elcano de Presencia Global (1990-2011)
Gráfico 2. Evolución del Índice Elcano de Presencia Global (1990-2011)

En particular, en el índice países como la India y Brasil aparecen con menor presencia global que pequeños países europeos como Bélgica y los Países Bajos. Ello se explica porque se trata de países grandes y con un gran mercado interior, pero que todavía no cuentan con una gran vocación de presencia exterior. En todo caso, lo que sí subraya el IEPG es que la tendencia apunta claramente hacia un aumento de la presencia de los principales países emergentes en todas las áreas, como ilustra el Gráfico 3, que muestra la evolución de los BRICS entre 1990 y 2011. En particular, destacan el espectacular crecimiento de China, así como la reemergencia de Rusia, que tras la Guerra Fría perdió presencia y durante la última década ha comenzado a recuperarla.

Gráfico 3. Índice Elcano de Presencia Global para los BRICS (1990-2011). Fuente: Real Instituto Elcano.
Gráfico 3. Índice Elcano de Presencia Global para los BRICS (1990-2011). Fuente: Real Instituto Elcano.

En suma, aunque la economía mundial es cada vez más multipolar, los países emergentes aún no son capaces de transformar su mayor presencia económica en poder e influencia política. Están lejos de tener una posición dominante en los organismos internacionales y sus esfuerzos por reformar el sistema monetario internacional y reducir la dependencia en el dólar como moneda de reserva están resultando infructuosos. Por lo tanto, pueden dejar oír su voz y mostrar su frustración con el actual orden internacional, pero todavía no tienen poder suficiente para modificarlo, algo que podría ir cambiando lentamente en la próxima década.

Por todo ello, cabe señalar que Europa, a pesar de encontrarse en una importante crisis económica y estar perdiendo peso relativo en el escenario internacional, todavía cuenta con unos activos objetivos muy importantes, que tienden a quedar desdibujados por la severidad que está teniendo la crisis del euro y la lentitud con la que se están tomando medidas para atajarla. En este sentido podría hablarse de que Europa sufre de una burbuja de pesimismo que, seguramente, al igual que les ocurre a las burbujas financieras, terminará pinchándose, mostrando entonces que la capacidad objetiva de Europa para jugar un papel activo en la globalización (e incluso llegar a moldearla) es mayor que la que se percibe en la actualidad.

Grandes tendencias de futuro

Como se ha señalado, el contexto internacional continuará experimentando rápidos cambios en los próximos años y la UE deberá adaptarse a los mismos y repensar su papel en la globalización. A continuación analizamos las principales tendencias globales que se observan en los campos económico, político y social.

En lo económico: multipolaridad y auge de la geoeconomía

Aunque EEUU continuará durante mucho tiempo siendo la única superpotencia militar del mundo (en 2011 su gasto militar casi duplicó al del resto de países), la economía mundial se volverá cada vez más multipolar. Incluso en el caso de que la economía China experimente una crisis o una desaceleración en la próxima década (algo que cada vez parece más probable) o que otros países emergentes tengan dificultades para continuar creciendo tan rápido como en el período 2002-2008 por el letargo económico de Europa, Japón y en menor medida EEUU, será prácticamente inevitable que el proceso de multipolarización y desoccidentalización de la económica mundial continúe.

Este proceso de convergencia económica, que como señala Zakaria (2008) no es tanto caída de Occidente sino auge “del resto”, está desencadenando una nueva lógica de competición y rivalidad entre estados que lentamente va sustituyendo al entorno cooperativo y basado en reglas comunes que dominó las relaciones económicas internacionales en la segunda mitad del siglo XX. En esta nueva realidad, caracterizada por el auge de la rivalidad geoeconómica (Fride, 2012), los países utilizan sus potencialidades económicas como instrumentos de poder, de forma similar a como sucedía a finales del siglo XIX, que fue el anterior momento de multipolaridad económica mundial. Esto supone que la lógica liberal cooperativa está siendo reemplazada por un renacer del mercantilismo clásico, donde los países vinculan cada vez más el poder económico al poder político y a la seguridad nacional.

El “campo de juego” de la geoeconomía es variado. Es claro en la competencia por los recursos naturales, minerales, energéticos, alimentarios o hídricos, donde los países buscan control y acceso al no confiar ya en que el mercado pueda proveerles con seguridad de estos elementos estratégicos, y están dispuestos a utilizar sus recursos diplomáticos (e incluso militares) para asegurarse los suministros. Pero en otras áreas, como el comercio y las finanzas, también se observa esta rivalidad, como demuestran las crecientes presiones proteccionistas y la imposibilidad de cerrar la Ronda de Doha de la OMC, el nuevo nacionalismo financiero asociado a los rescates bancarios, la manipulación de los tipos de cambio y los controles de capital (también llamada “guerra de divisas”) para promover el crecimiento propio a expensas del crecimiento del vecino, y la preocupación en Occidente ante el creciente papel de los fondos soberanos.

De hecho, llama la atención que en este nuevo juego de la geoeconomía, donde el capitalismo de Estado va cobrando cada vez más fuerza como modelo, no solo participan los países emergentes, que muchas veces se aprovechan de los “grises” de la regulación económica internacional para actuar como free riders y obtener ganancias a corto plazo. Países avanzados como Alemania, Francia y el propio EEUU también utilizan su influencia para asegurar contratos, financiarse a bajo coste o preservar su posición de privilegio en los organismos internacionales.

El paso del liberalismo cooperativo a la rivalidad geoeconómica no significa necesariamente que el conflicto bélico entre Estados sea más probable, pero sí alerta sobre la necesidad de avanzar en nuevas reglas globales para asegurar que los cambios en el equilibrio de poder mundial puedan ser gestionados de un modo relativamente ordenado para evitar situaciones de conflicto directo, que serían profundamente desestabilizadoras para el sistema internacional. Cómo hacerlo es el tema que pasamos a analizar a continuación.

En lo político: rivalidad geopolítica y problemas de gobernanza

En un contexto de elevada interdependencia económica, bajo crecimiento, cambios estructurales en la economía mundial y auge de la geoeconomía sería deseable contar con estructuras de gobernanza global sólidas que redujeran los potenciales conflictos internacionales. Ello se debe a que el mantenimiento de un sistema económico abierto, ordenado y bien regulado, la estabilidad económica internacional, la lucha contra el cambio climático o la eliminación de la pobreza son bienes públicos globales porque beneficia a todos los ciudadanos del mundo. Pero, como sucede con todos los bienes públicos internacionales, en ausencia de una potencia hegemónica, su provisión requiere de la cooperación entre Estados. Además, en el caso de la gobernanza de la globalización, entendida no como gobierno mundial sino como procedimiento de toma de decisiones basado en la negociación permanente y el respeto a la ley, se introducen consideraciones de legitimidad internacional, e incluso de justicia distributiva. Sólo si las reglas de la economía global son percibidas como legítimas, inclusivas y razonablemente democráticas por la opinión pública de los principales países serán efectivas y duraderas porque permitirán a los ciudadanos recuperar a nivel supranacional parte de la soberanía económica perdida a nivel nacional con la globalización (Rodrik, 2011). Este elemento de legitimidad se ha vuelto especialmente importante tras la crisis financiera internacional, cuyos devastadores efectos han generado un creciente rechazo por la globalización.

Sin embargo, como señalan Frieden et al. (2012) lo esperable es que en los próximos años nos encontremos precisamente con lo contrario, menos gobernanza y menos cooperación. Los problemas internos de la mayoría de las grandes potencias, los elevados niveles de deuda (en los países ricos), que lastrarán el crecimiento, y la sensación generalizada de que la economía mundial no está ya al borde de un colapso sistémico como ocurrió en 2008-2009, llevarán a que se haga un menor esfuerzo por promover la coordinación de políticas nacionales y reforzar las estructuras institucionales de gestión internacional de crisis, tanto en el ámbito económico como en el político. Y es en ese contexto donde existe el riesgo de que se produzcan “errores de cálculo” que lleven a conflictos comerciales o cambiarios que puedan derivar en problemas políticos (o incluso militares) de mayor envergadura. No se trata tanto de que los gobiernos pongan en práctica políticas que tengan como objetivo perjudicar a otros países, sino que, sencillamente, no presten atención suficiente a las implicaciones internacionales (lo que los economistas llaman externalidades negativas) de las políticas que ponen en marcha para conseguir objetivos internos. Asimismo, como el poder es un juego de suma cero, el hecho de que los países avanzados intenten mantener sus cuotas de influencia en los organismos de gobernanza internacional mientras los emergentes exigen aumentar su peso en los mismos puede llevar a una parálisis de estas organizaciones, que termine por volverlas inefectivas e irrelevantes, dejando a la comunidad internacional sin foros para solucionar los conflictos que surjan en el ámbito comercial, financiero o energético.

Esto no quiere decir que no puedan producirse avances en la cooperación, que en el ámbito económico son especialmente necesarios en la contención del proteccionismo, la reducción de los desequilibrios macroeconómicos globales, la mejora del funcionamiento del Sistema Monetario Internacional y la lucha contra el cambio climático. De hecho, hoy la economía mundial cuenta con el G20, que es un foro de diálogo flexible y más legítimo que otros, donde además, por primera vez, los países emergentes están bien representados. Esta joven institución tiene el potencial para ser el embrión adecuado para fraguar acuerdos internacionales, que luego puedan tomar forma jurídica a través de las organizaciones internacionales existentes. Sin embargo, como muestra la propia experiencia reciente del G20, que adquirió un gran protagonismo tras la quiebra de Lehman Brothers en 2008 pero que después se ha ido desinflando y vaciando de contenido, no es fácil sostener la cooperación económica internacional durante mucho tiempo, especialmente cuando los compromisos externos chochan con las prioridades nacionales.

Por ello, aunque no pueden descartarse que se produzcan avances en la gobernanza internacional, es probable que los próximos años vengan más marcados por la rivalidad y los conflictos económicos, aunque estos sean puntuales y puedan ir resolviéndose.

En lo social: envejecimiento, desigualdad y nuevas clases medias

Como hemos señalado, uno de los principales impedimentos para la consecución de una mayor cooperación económica internacional y una mejor gobernanza serán las restricciones políticas internas que enfrenten los gobiernos de las principales potencias. Por ello, es importante detenerse brevemente en las grandes tendencias sociales que se producirán (o reforzarán) en los próximos años porque de ellas dependerá en gran medida el margen de maniobra que tendrán los gobiernos para atender a los asuntos internacionales.

La primera de estas tendencias es el rápido envejecimiento de la población (véase el Gráfico 4), especialmente en los países avanzados pero también en China, cuya población envejecerá muy rápidamente a partir de 2030 como consecuencia de la política del “hijo único” establecida a finales de los años 70.

Gráfico 4. El envejecimiento de la población en el mundo: porcentaje de la población por encima de los 65 años. Fuente: UN.
Gráfico 4. El envejecimiento de la población en el mundo: porcentaje de la población por encima de los 65 años. Fuente: UN.

Aunque el envejecimiento de la población es una buena noticia en la medida en que es el resultado del aumento de la esperanza de vida, supondrá importantes retos económicos y sociales para los países. En el mundo desarrollado obligará a los estados a aumentar su endeudamiento para hacer frente a los gastos de sanidad y pensiones, lo que redoblará las presiones que ya se derivan de la actual crisis sobre el Estado del Bienestar. Para China, que posiblemente llegará a ser un país envejecido antes que un país rico, supondrá importantes retos sociales, ya que las débiles redes públicas de protección social se verán completamente superadas. Asimismo, el envejecimiento poblacional modificará las pautas de consumo, volverá a las sociedades más conservadoras, defensivas, estáticas, proteccionistas y aversas al riesgo, con la consiguiente pérdida de dinamismo e innovación, lo que puede afectar adversamente al crecimiento económico.

La segunda gran tendencia social de los próximos años será el aumento en la desigualdad. Este fenómeno no es nuevo. Como muestra el Gráfico 5, que muestra los cambios en la distribución de la renta en los países del G20 en las dos últimas décadas, la diferencia de renta entre ricos y pobres ha aumentado en todos los países, y posiblemente lo hará aún más durante la próxima década.

Gráfico 5. La desigualdad aumenta
Gráfico 5. La desigualdad aumenta

En el mundo desarrollado las causas del aumento de la desigualdad son la propia globalización (que aumenta las oportunidades para los factores productivos más móviles y el trabajo más cualificado y las reduce para los trabajadores poco cualificados, que no pueden competir con las importaciones baratas) y las bajadas de impuestos a las clases medias y altas (que redujeron la capacidad de redistribución del Estado, y que fueron especialmente acusadas en los países anglosajones). Por su parte, en los países en desarrollo, el aumento de la desigualdad responde esencialmente al fuerte crecimiento económico de las últimas décadas. Como indica la llamada curva de Kuznets, los procesos acelerados de desarrollo tienden a aumentar la renta de determinados grupos de población en un primer momento, dando lugar a mayor desigualdad. Solo en una segunda etapa la desigualdad se reduce, siempre y cuando el crecimiento termine permeando a las clases medias y bajas.

En todo caso, la Gran Recesión ha acentuado esta tendencia, especialmente en los países desarrollados. La crisis ha generado un fuerte aumento del desempleo estructural, especialmente en los países del sur de Europa pero también en EEUU y una reducción del Estado del Bienestar (elemento esencial tanto para reducir las desigualdades de renta como para asegurar la igualdad de oportunidades). Pero como las rentas más altas no se han visto tan afectadas por la crisis (y en ocasiones incluso han mejorado), el resultado es una desigualdad creciente.

Esta nueva situación es peligrosa en la medida en la que puede reducir la cohesión social y generar tensiones políticas. En particular, existe el riesgo de que se rompa el contrato social que ha asegurado la estabilidad en Occidente desde la Segunda Guerra Mundial. Además, como demuestra Stiglitz (2012), la desigualdad reduce el crecimiento económico a largo plazo, tiene un alto coste social y puede deslegitimar la democracia y el imperio de la ley. Por lo tanto, sería importante instrumentar políticas que redujeran su crecimiento.

Mientras que el aumento de la desigualdad en los países avanzados es problemático, la tercera gran tendencia social en marcha, que también tiene que ver con la distribución de la renta, es positiva: se trata del auge de las nuevas clases medias en los países en desarrollo. El rápido proceso de crecimiento económico que están experimentando estos países está generando que millones de personas (sobre todo en Asia, pero también en América Latina y algunos países africanos), superen los 10.000 dólares de renta per cápita (véase el Gráfico 6). Así, por ejemplo, se espera que en China la clase media crezca en cerca de 200 millones de personas en los próximos años y que en países como la India, Indonesia, Brasil, Rusia y México, también se den aumentos muy significativos (por el contrario, la clases media se estancará o incluso descenderá en casi todos los países avanzados).

Gráfico 6. El auge de las nuevas clases medias
Gráfico 6. El auge de las nuevas clases medias

El impacto económico de esta nueva clase media global es significativo. Estas personas pasan de la economía de subsistencia al consumo de masas. Primero adquieren bienes de consumo duraderos (electrodomésticos, teléfonos móviles, etc.), luego coches, y, en una última etapa, viviendas. Además, comienzan a gastar en servicios (educación, salud y entretenimiento). Por ello, aumentan la demanda interna de sus economías y pueden convertirse en polos de crecimiento para otros países. Asimismo, son el consumidor objetivo para las grandes empresas multinacionales que, ante la saturación de los mercados de los países avanzados, encuentran grandes oportunidades en la clase media de los emergentes.

Conclusión: activos de Europa y asignaturas pendientes

Como se ha puesto de manifiesto en las páginas anteriores, Europa se encuentra actualmente sumida en una burbuja de pesimismo que no le permite apreciar con claridad la magnitud de los cambios que se están produciendo en el mundo; y menos todavía, diseñar e implementa una estrategia para afrontarlos.

Sin embargo, la UE cuenta con numerosos activos que podría poner en valor, especialmente si lograra superar su crisis interna, asegurara la supervivencia del euro y consiguiera hablar con una sola voz en la esfera internacional. Si bien es poco realista pensar que la UE estará capacitada para exportar su modelo de integración, soberanía compartida y gobierno multinivel (algo con lo que los más europeístas soñaban hace unos años –Rifkin 2004–), sí que está plenamente capacitada para ser, junto a EEUU y China, uno de los tres ejes de un mundo multipolar.

De hecho, en los campos en los que logra comportarse como un bloque compacto, especialmente comercio internacional, su poder es mucho mayor al de la suma del sus estados miembros, lo que se traduce en una influencia tan importante que hace ningún acuerdo salga adelante sin su apoyo. Sin embargo, donde está dividida y no puede articular una posición común, como en energía, política exterior y de seguridad o migraciones, tiene una influencia limitada.

Aunque algunas potencias europeas, especialmente el Reino Unido y Francia, son potencias militares de primer orden, los principales activos de la UE residen en los elementos de poder blando. La UE es el primer bloque comercial mundial de bienes y servicios, con una cuota superior al 40% mundial si se contabiliza el comercio intracomunitario (y algo menos del 25% si se excluye). Pero lo que otorga a la UE una mayor influencia es que la política comercial está transferida a Bruselas, por lo que los países de la UE, a pesar de sus distintas preferencias, hablan con una sola voz. Otro campo en el que la UE es capaz de definir la agenda internacional es la cooperación al desarrollo. Aunque esta política no está transferida a Bruselas, la suma de la ayuda oficial al desarrollo de los países de la UE (más lo que dedica la Comisión Europea) hacen de Europa el primer donante mundial, a gran distancia de EEUU. En la medida en que los países logran coordinar sus posiciones (algo que ocurre con cierta frecuencia pero no siempre), la UE la utiliza como una herramienta de política exterior para proyectarse más allá de sus fronteras. De hecho, ni los poderes Europa en los ámbitos comercial y de cooperación se han reducido con la crisis, simplemente han dejado de ocupar titulares.

El otro gran activo económico de la UE en la esfera internacional es el propio euro. Asumiendo que los países de la Unión harán lo que sea necesario para salvar la moneda única, podrán aprovechar los privilegios y la influencia asociados a la emisión de una moneda de reserva global. Como muestran Otero-Iglesias y Steinberg (2012), la hegemonía del dólar está dando lugar a un mundo multi-divisas, donde, a largo plazo, el dólar, el euro y el yuan formarán un oligopolio de monedas de reserva. Más allá de que los inversores privados escojan el euro como una de las monedas internacionales de referencia, si los países de la zona euro logran dotar a la moneda común de una voz única en el FMI o el G20 (algo que, por cierto, está previsto en el artículo 138 del Tratado de Lisboa), su influencia en la definición de la gobernanza financiera mundial y en las reglas del sistema monetario internacional aumentará.

Más allá de los temas económicos, la UE sigue teniendo un importante atractivo derivado de sus potencialidades culturales y científicas, así como de su modelo socio-económico, observado con sumo interés por los países asiáticos y latinoamericanos a los que no seduce el modelo liberal anglosajón. Aunque los países europeos tendrán que reformar sus Estados del Bienestar para hacerlos sostenibles, el magnetismo que ejerce un modelo que combina un buen equilibrio entre libertad, equidad y seguridad, que por el momento es único en el mundo, continuará resultando atractivo. Por último, a pesar del auge de las potencias emergentes, Europa sigue teniendo una notable influencia a través de sus lenguas, sus universidades y centros de investigación, sus deportistas y su cultura en general. Cosa bien distinta es que consiga rentabilizar esos activos, que en su mayoría son intangibles.

En todo caso, los actuales activos (reales y potenciales) con los que cuenta la UE podrían desvanecerse a medio y largo plazo si no se presta atención al principal problema estructural que padece Europa desde hace años: sus dificultades para generar un crecimiento económico sostenible y basado en el conocimiento y el crecimiento de la productividad. Sin afrontar este reto, la UE tendrá cada vez más dificultades para mantener su actual modelo de cohesión social e irá perdiendo puestos en todos los rankings a favor de las potencias emergentes y de EEUU, que tiene tanto una economía como un sistema político más flexible y mejor adaptado a las necesidades de la globalización.

Europa ya detectó este déficit en el año 2000, cuando lanzó la (fallida) Estrategia de Lisboa, que tenía como objetivo que la UE fuera la economía más dinámica y competitiva para el año 2010. Pero las resistencias políticas a las reformas en el interior de los Estados miembros, así como el débil método de supervisión que se estableció para incentivar los avances (el método abierto de coordinación), hicieron que tan solo algunos países del norte mejoraran en sus indicadores de empleo, innovación, productividad o sostenibilidad.

Recientemente, la UE ha lanzado una nueva estrategia de crecimiento a largo plazo (UE 2020), que fija para los países objetivos cuantificables en las áreas de inversión en I+D, tasas de empleo y actividad (en especial de mujeres e inmigrantes), educación (tanto de lucha contra el abandono escolar como de mejora en el acceso y la calidad de la educación terciaria), pobreza y exclusión social, y reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, sobre todo a través de un nuevo modelo energético.[5] Sin embargo, la estructura de gobernanza de esta estrategia tiene las mismas debilidades que la de la Estrategia de Lisboa, ya que las instituciones europeas no pueden obligar a los países a realizar las reformas necesarias. Sin embargo, cabe pensar que será la propia severidad de la crisis económica, especialmente en los países del sur, la que obligará a introducir cambios que permitan dinamizar la economía europea, lo que, combinado con la reforma de la gobernanza del euro, podría permitir que se cumplieran los objetivos marcados para 2020.

Federico Steinberg, investigador del Real Instituto Elcano y Profesor del Departamento de Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Madrid

Referencias bibliográficas

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Notas:

[1] Este trabajo ha sido publicado también como capítulo del Informe “España: Crecer en una economía global”, publicado en el número 50 de los Papeles de la Fundación de Estudios Financieros..

[2] Aunque es cierto que Alemania, Francia y otros países “del norte” están creciendo sus economías ya se están desacelerando y parece claro que, tarde o temprano, la crisis del “sur del euro” terminará por afectarles.

[3] Para un análisis más amplio de las distintas dimensiones del declive relativo de Europa en un mundo en transformación, véase González (2010), Lamo de Espinosa (2010) y Torreblanca (2010).

[4] El IEPG es un índice sintético que ordena, cuantifica y agrega la proyección exterior de diferentes países. La presencia global se divide en tres áreas: economía, defensa y presencia “blanda”. Para un análisis detallado de la metodología y las variables que incluye este índice, véase http://www.iepg.es/?lang=es.

[5] Un excelente y actualizado análisis de la capacidad de la UE para cumplir con la estrategia UE 2020 puede encontrarse en Gros y Roth (2012.)

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