Europa y las salchichas

Con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver como se hacen». Tal afirmación, atribuida al canciller prusiano Otto von Bismarck (1815-1898), bien podría trasladarse en la actualidad al terreno de la construcción europea, con el agravante de que tendría pleno acomodo no ya en el nivel legislativo de la Unión, sino en su propio nivel constitucional. Con otras palabras, no sólo resulta saludable para el buen dormir no profundizar en las maneras conforme a las cuales Europa legisla sin cesar en cuestiones de lo más variopintas (que abarcan desde el IVA aplicable a pañales y preservativos hasta cuestiones de lucha antiterrorista), sino que tal receta se extiende a las maneras conforme a las cuales aborda periódicamente, desde los 90, las sucesivas reformas de sus Tratados constitutivos.

La última, la del Tratado de Lisboa, es previsible que entre en vigor el mes que viene, tras la inadmisión por el Tribunal Constitucional checo del recurso de inconstitucionalidad contra el texto interpuesto en septiembre por 17 senadores, miembros del ala euroescéptica del Partido Cívico Democrático, fundado por el actual presidente de la República, Vaclav Klaus.

La reforma de Lisboa nos sitúa, una vez más (como antes las de Maastricht, Amsterdam y Niza), ante un texto de enorme complejidad, incluso para los más avezados en la materia. Dejando a un lado sus aspectos sustanciales, y tomando no ya como referencia la reforma en sí, sino los textos consolidados resultantes de la misma, nos encontramos ante un documento múltiple integrado por dos Tratados (el de la UE y del Funcionamiento de la Unión) y 37 Protocolos anejos, dotados todos ellos del mismo valor jurídico. La suma de ambos Tratados asciende a 413 artículos, a los que habría que sumar otros 54 procedentes de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, incorporada a aquéllos, como veremos, por la puerta de atrás, más todos los artículos de los referidos Protocolos (algunos de los cuales rondan o superan los 50 preceptos…).

Tal es la presentación de la salchicha en su escala constitucional. Pero centrémonos en cómo se ha elaborado. El proceso se remonta a la Declaración relativa al futuro de la Unión, adoptada en la misma Conferencia Intergubernamental que cerró las negociaciones de la reforma de Niza en diciembre de 2000. En dicha Declaración, se reconoció «la necesidad de mejorar y supervisar permanentemente la legitimidad democrática y la transparencia de la Unión y de sus instituciones, con el fin de aproximar éstas a sus ciudadanos». Cuatro años más tarde, se firmaba en Roma el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa.

Muy felices se las prometían los Estados signatarios cuando en diciembre de 2004 se publicaron los datos del último Eurobarómetro realizado en octubre y noviembre: los resultados de las encuestas mostraban el apoyo a la Constitución Europea del 68% de los ciudadanos participantes. Pero lo cierto es que al éxito del referéndum español celebrado el 25 de febrero de 2005 (76% de síes, pero con un índice de participación que apenas superó el 42%), siguió la debacle de los celebrados en Francia primero (mayo de 2005) y, poco días después (junio), en los Países Bajos.

Descartada la posibilidad de continuar, tal cual, con un proceso que exigía la ratificación de todos y cada uno de los Estados signatarios, se abrió un nuevo proceso cuyo producto resultante sería el Tratado de Lisboa, firmado el 27 de diciembre de 2007, y cuya entrada en vigor, como adelanté, se prevé para diciembre de 2009 o enero de 2010, salvado el último escollo, el checo, de las ratificaciones nacionales.

Veamos cómo se superó el derrumbe de la Constitución Europea con el Tratado de Lisboa y las dificultades que en su proceso de ratificación encontró este último, procedentes fundamentalmente de Irlanda y República Checa. Por decirlo brevemente, la operación de Lisboa consistió en meter por la puerta de atrás lo que no pudo entrar por la de delante. Esto es, se mantuvo prácticamente intacto el cuerpo de la Constitución Europea, la cual fue desnudada, eso sí, de revestimiento constitucional (en esencia, de toda simbología -himno, bandera, etc., pese a lo cual, tenemos himno, bandera, etc.- y terminología -leyes europeas, Ministro de Asuntos Exteriores- que pudieran llevar a la ciudadanía a sospechar la creación de una suerte de macro Estado).

Así lo entendió no sólo la práctica generalidad del mundo académico, sino alguien tan cualificado como Jean-Paul Jacqué, director del Servicio Jurídico del Consejo de la Unión, quien ha ejemplificado la operación en los siguientes términos: cuando un fabricante de automóviles no está satisfecho con las ventas de uno de sus novedosos modelos (i.e., la Constitución Europea), puede bien abandonar la producción y concebir un vehículo completamente nuevo, lo que conllevaría una importante inversión, bien, al precio de algunas modificaciones de diseño, volver a introducir el antiguo vehículo en el mercado presentándolo como totalmente nuevo (que es lo que el constituyente europeo hizo con Lisboa).

Prueba evidente de ello es la mencionada Carta de Derechos Fundamentales, desde 2000 solemnemente proclamada, pero sin eficacia jurídica vinculante. La Constitución Europea optó por incorporarla al texto del propio Tratado, aportando una mayor clarificación y legitimación de los límites del poder público frente al individuo, y reforzando su contenido constitucional en términos del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, según el cual «toda sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos […] no tiene Constitución»). Lisboa, en cambio, optó por incorporarla por la vía de la remisión: se limita a declarar que la Unión reconoce la Carta, «la cual tendrá el mismo valor jurídico que los Tratados»).

¿Qué ha sucedido con el de Lisboa? Desnuda la nueva reforma del revestimiento constitucional, muchos Gobiernos suspiraron aliviados por poder evitar el referéndum interno a la hora de proceder a su ratificación. No fue el caso del Gobierno irlandés, que, por imperativo constitucional, tenía que proceder a su convocatoria. Lo hizo en junio de 2008, con resultado contrario a la ratificación.

La solución a esta nueva crisis tardaría un año en llegar. Y, una vez más, por la puerta de atrás. El Consejo Europeo de julio de este año, «con objeto de devolver la confianza y responder a las preocupaciones del pueblo irlandés» (concernientes a su autonomía fiscal, su neutralidad militar y su soberanía sobre cuestiones sociales como el aborto), decidió abordar dichas preocupaciones en una Decisión que no tiene desperdicio: los altos mandatarios de los Estados de la Unión declaran primero que «su contenido es plenamente compatible con el Tratado de Lisboa y no requerirá una nueva ratificación de dicho Tratado», y añaden que «enunciarán después, cuando se celebre el próximo Tratado de Adhesión, las disposiciones de la Decisión en un Protocolo que se anexará, de conformidad con sus respectivas normas constitucionales, al Tratado de la UE y al Tratado de Funcionamiento de la UE».

No hace falta ser experto en la materia, ni siquiera jurista, para advertir que algo huele mal en esta operación: 1) si la Decisión, que es un acto jurídico y no simplemente político, ni quita ni añade nada a Lisboa, ¿cuál es su sentido? 2) si, supuestamente, ni quita ni añade nada a Lisboa y, por ello mismo, no exige ratificación por todos los Estados miembros de la Unión (lo que implicaría abrir de nuevo el melón de las ratificaciones nacionales de la reforma de Lisboa), ¿a qué responde la necesidad de su ulterior incorporación a un Protocolo, que sí requiere la ratificación de todos los miembros de la Unión, anexo, además, a un Tratado que nada tiene que ver con el de Lisboa, como es el de adhesión de un futuro miembro (léase Croacia o Islandia)? Una de dos: o se ha tomado el pelo a los ciudadanos irlandeses, que el pasado 2 de octubre refrendaron en nueva convocatoria el Tratado de Lisboa sin ninguna alteración real del texto rechazado un año antes, o se ha tomado el pelo al resto de ciudadanos europeos, que han ratificado a través de sus respectivos Parlamentos un texto que con posterioridad ha sufrido alteraciones favorables a las pretensiones de Irlanda.

Por si fuera poco, el Consejo Europeo de finales de octubre ha repetido la operación ante las exigencias del Presidente checo, que había amenazado con retrasar su firma a la ley de ratificación hasta la celebración de las elecciones británicas, en las que una victoria del conservador y euroescéptico David Cameron podría degenerar en una nueva situación de crisis reformadora sin precedentes. Y, llegados a este punto de surrealismo diplomático y jurídico, no debería extrañar que la salida que se ha dado a la República Checa haya sido precisamente uno de los motivos de inconstitucionalidad esgrimidos por los senadores del Partido Cívico Democrático contra el Tratado de Lisboa. A saber, que la solución irlandesa suponía un añadido al Tratado de Lisboa que exigía, al igual que éste, la ratificación por el Parlamento checo.

La preocupación checa (o del presidente checo) era que la plena aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE en la República Checa pudiera desembocar en una reivindicación de los bienes confiscados a ciudadanos alemanes tras su expulsión de los Sudetes finalizada la II Guerra Mundial. La solución a tal preocupación: otro acuerdo de los Jefes de Estado o de Gobierno de los Estados miembros de la Unión por el que se comprometen, en el momento de la celebración del próximo Tratado de Adhesión y de conformidad con sus respectivos requisitos constitucionales, a anexar un Protocolo al Tratado de la Unión y al de su Funcionamiento por el que se extiende el régimen de excepción a la Carta que ya había previsto Lisboa para Reino Unido y Polonia.

Con lo cual, tendremos una Carta a la carta, ampliado el abanico de gustos bajo la sombra de un futuro Tratado de Adhesión que ya veremos en qué termina, pues el jefe de la diplomacia eslovaca, Miroslav Lajcák, se ha apresurado a adelantar que su país -con temores similares en relación con el abandono de tierras y hogares por la población húngara de la actual Eslovaquia- no podría aprobar la excepción para la República Checa en caso de no recibir la misma garantía por parte de la UE).

Buen apetito con la salchicha… y no tan felices sueños.

Ricardo Alonso García, catedrático de la Universidad Complutense y Director del Instituto de Derecho Europeo e Integración Regional.