Europa y sus museos

Mi querido amigo Martin Roth, hasta el pasado octubre director del V&A de Londres, escribió un reciente artículo en «The Financial Times» (Museums have a vital ethical role to play) sobre la necesidad de mostrar, desde los museos y desde las principales instituciones culturales europeas, una posición ética más firme frente a los desafíos actuales que plantea el mundo global y, particularmente, frente a los brotes de nacionalismo que asolan la política europea en distintos países, incluido el Brexit.

Aparte del desahogo de este europeísta convencido, la reflexión de fondo es si los museos públicos occidentales tienen que seguir comportándose como ensimismadas y orgullosas galerías nacionales o deben entender su responsabilidad con una visión más universal, más comprometida con la construcción europea y, en definitiva, con las inquietudes y aspiraciones contemporáneas de la sociedad.

Cierto es que los museos no han dejado de ganar importancia ante la opinión pública en las últimas décadas, y su actual prestigio ofrece una inédita influencia ante la sociedad y la política. Pero no es menos cierto que su fulgurante éxito popular y mediático se ha relacionado más con la irrupción del fenómeno masivo del turismo y por el atractivo de las fascinantes adaptaciones arquitectónicas de sus vetustos edificios, que han permitido dar respuesta a la demanda de un público creciente y cosmopolita.

El éxito es contagioso, y el de los museos ha generado un deseo de emulación extraordinario por parte de regiones y países emergentes de todo el mundo, en la mayor parte de los casos ajenos hasta ahora a los valores de la cultura occidental y de la democracia. Sin ir más lejos, el museo del Louvre, el padre de todos los museos occidentales, tiene prevista la apertura de una sede en Abu Dabi. Todos los museos se han visto comprometidos en la última década por un inédito rol en pos de la internacionalización de sus instituciones que hemos denominado «diplomacia cultural».

Pero el aparente éxito se puede volver inopinadamente en un rotundo fracaso. Da la sensación, efectivamente, de que en los últimos años han cambiado espectacularmente las formas externas de los museos, pero no tanto el fondo de nuestras instituciones, su misión pública de conservación y educación, su identidad cultural como razón de ser. Yo me apresuro a decir que afortunadamente.

Los museos que, desde mi punto de vista, se encuentran en mejor estado de forma son los que han sabido conservar en el centro de su misión la relevancia cultural de sus instituciones, que no han descuidado en este proceso de banalización vivida la atención a su calidad técnico-científica, en definitiva, su autoridad intelectual a la hora de cuidar, bello verbo, los objetos de arte que conserva y entender su relevancia tanto para interpretar el pasado como para reclamar el papel, este sí, crucial de «la historia» en nuestra contemporaneidad y, más relevante aún, en nuestro porvenir.

¿Cómo puede un museo desentenderse de los grandes retos de nuestro mundo global? La guerra, el hambre, la pobreza, las migraciones, la desertización y el cambio climático, la desigualdad social, económica y tecnológica… El público que accede a nuestros museos lo conforman ciudadanos del mundo con curiosidad por el arte y la historia, por supuesto, pero también pretenden, a través del conocimiento de los objetos de arte o culturales que mostramos, entender el mundo en el que viven. Y, a pesar de nuestra decadencia, Europa sigue siendo un buen punto de vista para observar el mundo.

Las galerías nacionales europeas fueron creadas en los albores de nuestra edad contemporánea como depósitos privilegiados de la memoria colectiva de los diferentes estados modernos, formados por los retazos de lo más excelente de la creación del hombre occidental en la historia. En ellos se representan la tradición coleccionista culta de cada uno de nuestros países y la revisión académica que cada institución ha propuesto de la historia particular y universal del arte que conservan.

Por ejemplo, lo mires por donde lo mires, el Museo del Prado, fundado como depósito único del mejor coleccionismo histórico de la Corona española, es uno de esos grandes espejos donde, desde nuestra contemporaneidad, poder mirarnos en el pasado, en nuestra historia y en la de Europa. Y, si políticamente este es un relato concluyente, no lo es menos en el orden cultural y artístico. Solo hace falta darse una vuelta por las galerías del Prado para advertir la impronta cosmopolita de su colección de pintura y escultura, una de las más excepcionales, intensas e irrepetibles del Renacimiento y del Barroco europeo.

Una derivada decisiva de esta visión privilegiada de la cultura europea desde la perspectiva española no es otra que la profunda huella que ese prestigio cosmopolita dejó en la construcción de la identidad artística propia. España, su arte y sus artistas formaron parte, desde la antigüedad y su renacimiento moderno, del gran fenómeno internacional del arte europeo. Una cadena común de acontecimientos que unen en ejemplos, tendencias e influencias las distintas experiencias locales del arte en toda Europa, sin tampoco olvidar el fundamental papel de España en la irradiación de estas formas del arte europeo al mundo iberoamericano.

Si históricamente formamos parte de ese gran mosaico de cultura y arte que es Europa, en este momento de crisis e incertidumbre debemos afianzar muestra memoria común convirtiéndola en una moneda única de intercambio de experiencias culturales diversas, una tupida red de influencias donde lo particular se articula formando una identidad más compleja y rica, sabiendo liberar, a la postre, todo el potencial de ilustración y progreso de nuestra civilización.

¿En qué medida los museos europeos podemos contribuir a ese fin? Se trata de saber unir con generosidad las perspectivas históricas que cada museo, pequeño o grande, ha heredado para construir un relato mayor en el que se puedan identificar todos los ciudadanos europeos. Mostrar, además de la calidad y singularidad de las obras de arte que conservamos, la grandeza del espíritu y el pensamiento universal, el humanismo que en cada época ha modelado una forma de arte propio hasta nuestros días.

Proponer una visión contemporánea e integradora de nuestra memoria común ofrece a la vieja Europa una alternativa excepcional, ya no para dominar sino para entender mejor el mundo actual y saber actuar con más solvencia ante el insólito fenómeno de la globalización. Junto a la melancólica meditación sobre nuestra decadencia, cuestión que también forma parte ya de nuestra identidad cultural común, nos quedaría, eso, una alternativa para afrontar nuestro futuro, tan incierto como ilusionante.

Miguel Zugaza, director del Museo del Prado.

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