Europeos, y no morir en el intento

Un niño refugiado toma agua de una tubería en Idomeni, cerca la frontera de Grecia con Macedonia, el 20 de abril de 2016. KOSTAS TSIRONIS EFE
Un niño refugiado toma agua de una tubería en Idomeni, cerca la frontera de Grecia con Macedonia, el 20 de abril de 2016. KOSTAS TSIRONIS EFE

Allá por 2011 publiqué un ensayo sobre una UE confrontada ya entonces a la peor crisis de su historia. Su título, El suicidio de Europa, parecía exagerado más que anticipador. Hoy son muchos los analistas que advierten abiertamente de esa autodestrucción en la cronificación de aquella Gran Recesión que, desde 2008, ha enlazado episodios secuenciados de glaciación europea: euro, deuda soberana, Grexit, Brexit, Ucrania, seguridad/yihadismo, Schengen missing in action, guerra en Siria y gran éxodo.

Sí, la UE se halla sumida en su hora más baja desde su fundación. "¡Vergüenza!", "¡Indignación!" son gritos que afean su impotencia en manifestaciones que, como la del pasado 16 de marzo en Bruselas, protestan contra la abyecta gestión de la mal llamada "crisis de los refugiados"; encubridora, a su vez,  de una profunda crisis de identidad de esta Europa a duras penas reconocible, muy lejos de lo que un día nos prometió que sería.

Tras años de marejada, ya difícilmente nadie en la globalización parece tomar en serio a una UE tan maltrecha: ni América Latina, ni Rusia, ni China, ni Estados Unidos (que mira al gigante asiático)... ¡ni sus Estados Miembros!, varios —Hungría, Polonia— escorados al repliegue nacional y a la tentación de abrazar banderas de extrema derecha so pretexto de "frenarla".

El Consejo —reunión de los Gobiernos nacionales— incumple sistemáticamente sus propios acuerdos y conclusiones, atrapado en una red de resentimientos y miedos, trufados de ajustes de cuentas a menudo irracionales: Resulta irónico que algunos Estados Miembros severamente dañados por la austeridad recesiva que tanto los ha empobrecido traspasen sus facturas "a Merkel", ante la penosa evidencia de que miles de personas huyendo del terror y la guerra en nuestra vecindad invoquen a la canciller buscando "llegar a Alemania" en vez de soñar con Europa.

Desoyendo el mandato de solidaridad (artículo 80 TFUE), la Comisión y el Consejo abonan las malas prácticas de gratificar a los díscolos sin compensar a quien se esfuerza por cumplir con el Derecho europeo en vigor. No obstante, contradiciendo prejuicios muy extendidos, la respuesta positiva de la ciudadanía, solidaria y exigente, se ha situado por delante de sus acobardados gobernantes, cómplices de esta catástrofe o instalados en el pánico.

Hace demasiado tiempo que esta UE despacha con una mirada negativa, indiscriminadamente, tanto la extranjería como la inmigración y la demanda de asilo. Y ello aunque asilo y refugio se hallen a cubierto no solo del Derecho Internacional Humanitario y la Convención de Ginebra sobre los Refugiados (1951), sino de la propia Carta de Derechos Fundamentales de la UE. Todo lo que "desde fuera" toca a la puerta de nuestras fronteras exteriores resulta asimilado sin más a una "amenaza contra la estabilidad y seguridad europea", ignorando el potencial demográfico, económico y social que podría derivarse de una gestión inteligente de los flujos migratorios, que sólo tendría sentido a escala paneuropea.

Ello impide distinguir inmigrantes (económicos) de refugiados (políticos) en riesgo de persecución, puesto que unos y otros son igualmente condenados a entrar en la UE irregularmente ¡por la sencilla razón de que no existen vías legales para hacerlo de otro modo! Para demandar asilo, los refugiados que huyen de la desesperanza son compelidos a arriesgar su vida y la de sus familias —niños, cientos de miles—, poniéndose en manos de redes de explotación de personas: se trata de llegar a Europa... o morir en el intento.

Tamaña desesperación, abandonada al tráfico ilícito de seres humanos, exige una respuesta europea: establecer cuanto antes alguna ventana legal para la inmigración regular. Debe abrirse cuanto antes algún modo de acceder a lo que ha sido nuestro espacio de libre circulación sin desmantelar lo que aún queda en pie de Schengen, sin duda el más preciado acervo entre los europeos, bonito mientras duró; ni vaciar de dignidad la ciudadanía europea. La introducción de un sistema de visado humanitario en el Código de Visas, en el que soy ponente, recientemente aprobado por la Comisión de Libertades del Parlamento Europeo (PE), debe ser un componente de esa respuesta común largamente esperada. Responde a una reivindicación de ACNUR, CEAR y ONGs humanitarias, asociaciones de juristas y Colegios de Abogados... Se trata de facilitar que un demandante de asilo obtenga en cualquier embajada o consulado de un Estado de la UE un permiso de entrada para poder solicitar, una vez en su suelo, la protección reconocida en el Convenio de Ginebra: se evita así el siniestro vínculo que hoy le obliga a intentarlo ilegalmente, confiándose a las mafias, o a perder la vida en ello.

En el procedimiento legislativo de codecisión del nuevo Código de Visas y del Derecho de Asilo, la batalla se sitúa ahora en el Consejo. Y este debe cambiar su rumbo para aspirar de una vez a una estrategia europea. El trílogo (la discusión entre el Parlamento Europeo y el Consejo junto a la Comisión) debe superar sus bloqueos y frecuentes vetos cruzados contra todos los avances que promueve la Eurocámara. Y toca a la Comisión remover los obstáculos que la reducen a su actual estadio declarativo, resignada a "non decidere".

Pero es sobre todo la UE quien debería recuperar su razón de ser. Asemejarse al menos a lo que proclama ser. Garantizando vías legales, razonables y seguras para que los desterrados del gran éxodo que aún sueñan con este territorio libre de pena de muerte —y todavía refractario, a base de cicatrices, al conflicto por las armas— lleguen un día a ser europeos sin morir en el intento.

Juan F. López Aguilar, eurodiputado socialista, ponente del Código de Visados, fue presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior (2009-2014).

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