Eurovisión: fenómeno mediático y político

El Festival de Eurovisión vuelve a celebrarse esta semana, tras la cancelación que el año pasado provocó la pandemia del Covid-19, lo que supuso la única interrupción sufrida en sus más de 65 años de historia. Como un homenaje a la canción de Conchita Wurst, ganadora en 2014, Eurovisión sobrevive y renace casi con su robustez habitual. No en vano, se trata de uno de los programas de televisión más longevos del mundo, que alcanza audiencias multimillonarias, con cuotas de pantalla sin parangón, una repercusión en redes sociales extraordinaria, una gran penetración en los sectores más dinámicos de la sociedad y una particular popularidad entre las personas jóvenes, franja de edad donde se concentra, curiosamente, la mayor parte de los televidentes del Festival.

El armario eurovisivo hace tiempo que rebosó y abarrota auditorios y estadios, porque Eurovisión no sólo se ve, sino que se consume. El cuestionamiento de su vigencia por algunos sectores que, anclados en prejuicios, transitan lugares comunes y lo motejan de extravagante y desfasado, no resiste el más mínimo análisis empírico. Como espectáculo mediático, Eurovisión es irrefutablemente, en la actualidad, un referente musical y escénico que nutre la industria cultural.

Es más: en los últimos tiempos se puede advertir otro hecho que demuestra el vigor de Eurovisión. Su progreso y trascendencia también le está permitiendo despuntar en el campo académico, donde hoy en día es objeto de estudio desde muy diferentes perspectivas. En efecto, la historia del Festival y su resonancia creciente ha propiciado que en numerosas disciplinas científicas abunden las investigaciones en torno a Eurovisión, desde la Antropología a la Comunicación, la Lingüística al Derecho, la Sociología a la Economía, la Ciencia Política a las Matemáticas. Prestigiosas Universidades, particularmente anglosajonas, hacen del Festival el contenido de algunas asignaturas electivas transversales. Es el caso, por ejemplo, de varias instituciones situadas en el top 100 del ránking de Shanghái, como New York University o las australianas de Melbourne y Sydney, tendencia que está llegando también a pujantes universidades europeas y, entre ellas, españolas. La producción artística ha dejado paso a la producción científica en forma de publicaciones de impacto, que abordan aspectos tan dispares como el fenómeno eurofán como modelo de poder popular, la evolución de las letras de las canciones como expresión de las preocupaciones sociales, los estudios de género o, por supuesto, el análisis de las votaciones para el mejor entendimiento de los movimientos migratorios, de los flujos comerciales entre países o hasta de la influencia de una victoria en el Festival en el comportamiento de los mercados bursátiles.

De todas estas aproximaciones, no cabe duda de que la más sobresaliente, por relevancia e intensidad, es la que identifica y presenta al Festival de Eurovisión como un suceso político de alcance internacional. La afirmación se examina científicamente en diversos sentidos. En el más positivo, es destacable la condición vertebradora que ha desempeñado en los procesos de integración supranacional: antes de que se firme en 1957 el Tratado de Roma, por el que se funda la Comunidad Económica Europea, el Festival se crea con el propósito de cohesionar a la Europa de la posguerra, hasta el punto de recibir, en su sexagésimo aniversario la Medalla Carlomagno de medios de comunicación, precisamente por su contribución a la conformación de una identidad europea. De este modo, no pocos autores subrayan la función de Eurovisión como propagadora de los valores que sustentan la visión de una Europa unida, basada en ideales democráticos y en el respeto de los derechos humanos. Sin embargo, la concepción política del Festival también puede ofrecer una faceta de otro signo: Eurovisión se utiliza para reforzar identidades particulares y potenciar las marcas nacionales mediante el uso de la llamada diplomacia cultural, y en ocasiones sirve para plasmar políticas de afinidad o de bloque y, también, de rivalidad o confrontación.

En esta tensión, el certamen constituye un medio incomparable para poder analizar la transformación de la sociedad europea, pues refleja, y a veces anticipa, el estado de las relaciones internacionales (y también de movimientos sociales, como el LGTBI o el feminista). Desde sus inicios, Eurovisión ha proporcionado un espejo para observar, interpretar y esclarecer sucesos internacionales y sociales, como la invasión turca de Chipre en 1974, que dio lugar a la renuncia de Grecia en Eurovisión al año siguiente; el compromiso de los países europeos con el Estado de Israel, que se simboliza en cierta medida en su controvertida participación en el concurso desde 1973; y, más cercanamente, la ausencia de Turquía a partir de 2013, cuando ya se evidencia su alejamiento de la Unión Europea; la tirantez euroescéptica húngara, revelada en su reciente salida de Eurovisión; la disputa entre Rusia y Ucrania, magnificada por el boicot de la primera al Festival de 2017; o incluso la sorprendente presencia de Australia, que delata la imparable extensión de la globalización.

En esta edición de 2021 podemos observar las consecuencias de acontecimientos recientes, como la guerra entre Armenia y Azerbaiyán que ha conducido a la retirada de la primera, hostilidad que tradicionalmente se había proyectado con nitidez en los resultados de las votaciones de ambos países; o también de las revueltas populares en Bielorrusia, que indirectamente han originado la descalificación de sus representantes. En este contexto, no es extraño, en fin, que un concurso de entretenimiento, que se asienta en la emisión de canciones en una puesta en escena televisada se haya erigido en paradigma de que los elementos culturales y emocionales permean, estructuran y configuran lo político.

No sabemos si realmente Jean Monnet llegó a pensar, como se le atribuye tal vez espuriamente, que, de empezar de nuevo la construcción de la unión europea, lo haría por la cultura, idea que rescató el que fuera presidente de la Comisión a finales del siglo pasado, Jacques Delors; pero creemos que están en lo cierto dos de los principales tratadistas de la historia de Eurovisión, como Wellings y Kalman, cuando aseguran que, de haber comenzado la integración europea por la cultura, el Festival de Eurovisión sería el arma ideal que hubiera escogido Jean Monnet para lograr su objetivo. Si se comparte con euforia este espíritu europeísta, solo cabe desear, una vez se vaya superando la pandemia, una próspera y larga vida a Eurovisión.

Antonio Obregón García es profesor ordinario de Derecho y de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas.

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