Eurovisión y la cuestión geopolítica

La participación de Ucrania este año en el Festival de Eurovisión, a pesar de la guerra que asola una gran porción de su territorio, reviste un carácter físico y simbólico de resistencia última de un país a través de unos representantes artísticos que la engrandecen. Al mismo tiempo, se envía al mundo un mensaje de indestructible fortaleza anímica y de ignorancia de una realidad adversa, sustituida por otra de normalidad. Una ficción innegable, pero admitida con la misma consciencia que no la niega y que contribuye a elevar la moral de un pueblo heroico. Ciudadanos de una nación que no se rendirá mientras cante. Y que cantará mientras no se rinda.

El componente político de esta edición del Festival es de una evidencia palmaria. Y a casi nadie le parece mal que, en esta oportunidad, se mezclen la política y la música, a mayor denuncia de la situación que provoca la primera y a mayor realce de la simpatía que suscita la segunda. Pero no es nuevo que Rusia y Ucrania se vean involucradas en Eurovisión en disputas de índole política.

En la edición de 2016, Ucrania ganó, en la voz de Jamala (Susana Alímivna Jamaladínova), una joven ucraniana-tártara nacida en 1983 en Kirguistán, entonces Unión Soviética, con la canción titulada 1944. La fecha, una herida abierta en el corazón histórico de la Península y del país entero, aludía directamente a la deportación de los tártaros de Crimea que comenzó en mayo de 1944, con el pretexto de colaboración con el invasor nazi.

Fueron arrancados de su tierra, según cifras oficiales, 193.865 tártaros, la mayor parte de ellos (151.136) desplazados a Uzbekistán Y el resto, a diferentes lugares de la URSS. Entre mayo y noviembre, más de 10.000 murieron de inanición en Uzbekistán. Y, durante el año y medio siguiente a la expulsión fallecieron cerca de 30.000 en el exilio.

Por tal nombre, exilio (sürgünlik en lengua tártara), conocen en Crimea ese episodio histórico que la propia Crimea trató siempre de que fuera reconocido como un genocidio. En noviembre de 1989, los aires nuevos que soplaban con la perestroika llevaron a la URSS a condenar, como un acto criminal, aquella forzada diáspora. A su vez, la Rada (Parlamento) ucraniana la declaró formalmente, en 2015, un acto de genocidio.

Un año después, en 2016, en la estela musical de esa decisión, Ucrania se alzaba con el triunfo en el Festival y daba a conocer a Europa la razón del título vencedor. La edición de 2017 debía celebrarse el 13 de mayo en el Centro Internacional de Exposiciones de Kiev. El Gobierno ucraniano prohibió la entrada al país de la representante rusa, Yuliya Samoylova, aduciendo que ésta había actuado en Crimea tras la anexión por parte de Rusia.

En vista del conflicto sobrevenido que atentaba contra la idílica naturaleza del certamen, la Unión Europea de Radiodifusión, salomónicamente, autorizó que la cantante actuase vía satélite, un hecho sin precedentes. Rusia y Ucrania se negaron. La primera porque no admitía más que la presencialidad igualitaria. La segunda porque estimaba que, aunque a distancia, la actuación no dejaba de ser tal. Rusia se retiró entre la polémica y el escándalo. Ya que estamos, ganó Portugal con Salvador Sobral y su Amar pelos dois. España, con Manel y su Do It For Your Lover, quedó en última posición. En la comparación con los acontecimientos actuales, aquel enfrentamiento Rusia-Ucrania nos dibuja una amable sonrisa nostálgica.

Han existido algunas otras cosillas político-musicales en el Eurofestival. Grecia renunció a participar en 1975 a causa de la invasión turca de Chipre un año antes. La propia Turquía no participa desde 2013, como protesta por la negativa de la Unión Europea a acogerla en su seno. Y Hungría, moderna reina del euroescepticismo, no toma parte desde 2020. En 2021, la guerra entre Armenia y Azerbaiyán llevó a la primera a retirarse.

Es cierto que en el Festival están prohibidos los mensajes políticos explícitos. Y no es menos cierto que nadie va a salir al escenario con una pancarta y/o gritando consignas. Pero, ya lo hemos visto, la política no se halla exenta del concurso. Más aún: el Festival posee un origen inequívocamente político. Nació en 1956, un año antes de la firma del Tratado de Roma por el que se creaba la Comunidad Económica Europea.

Su concepción como herramienta vertebradora de un continente salido pocos años antes, en 1945, de una conflagración devastadora y todavía con secuelas de todo orden no admite discusión ni, por otra parte, reparos. Fue una gran idea que desembocó en un gran éxito. Al mismo tiempo que se fomenta la rivalidad, que no la confrontación, entre naciones en busca del prestigio que toda victoria lleva implícito, se establece, por medio del noble cotejo artístico, tan alejado de cualquier tipo de violencia u hostilidad, una identificable, deseable entidad común que hay que proteger y fomentar.

Europa adora Eurovisión en su globalidad mientras cada país se exalta con la posibilidad de un triunfo propio. Tras un período de cierta frialdad que sucedió a otro de fama, cuando los festivales dictaban la moda musical y convertían sus mejores canciones en hits plurinacionales, rebrotó por el certamen un entusiasmo que tiene que ver con el giro que han dado las sociedades en los últimos años. Eurovisión es ahora mucho más que un concurso musical: un escaparate de tendencias estéticas, reivindicaciones de género (de sexo) y libertad de pensamiento y obra. Una fiesta de luminosidad y colorido heterogéneos. Incluso kitsch.

De hecho, se diría que la música en sí ha pasado a un segundo o tercer plano, envuelta en coreografías lujosas o, directamente, extravagantes. Y sometida a mareantes efectos especiales que distraen del meollo de la canción, en la que a menudo no se entiende la letra, engullida por una instrumentación ensordecedora. Pero el conjunto responde a un sentido actual del espectáculo que ha seducido a públicos de todas las edades con su innovación y atrevimiento.

Europa apostó en 1956 por una empresa tecnológica y sociológicamente común llamada Festival de Eurovisión. La acompañó, el mismo año y por las mismas razones aglutinadoras, con la Copa de Europa de fútbol. La vieja, fracturada e indispensable Europa se encomendó a la música y el deporte, dos elementos de mayoritario consumo y comprensión populares, para cerrar heridas, aunar voluntades y crear futuro.

Lo consiguió. El Festival y la Champions han resistido victoriosamente todas las convulsiones de este pequeño e insustituible rincón del mundo llamado Europa.

Carlos Toro es periodista y compositor musical. Participó en Eurovisión en 1993 como autor de Hombres, el tema que interpretó nuestra representante Eva Santamaría.

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