Eutanasia

Si alguien debe despertar nuestra comprensión y solidaridad son las personas que sufren y por ello, si ese sufrimiento se presenta como insoportable y toman la terrible decisión de ponerle fin acabando con su propia vida, ningún otro ser humano puede atreverse a juzgarlo y para los creyentes el juicio moral solo a Dios corresponde. Desde el punto de vista jurídico, en España son siempre conductas impunes.

El problema se presenta, como ha sucedido con la muerte de María José Carrasco, cuando el suicidio no es posible fisiológicamente por el estado de postración que padecía y es otra persona la que actúa para producir el fallecimiento; esa conducta está castigada en el artículo 143, número 4 del Código Penal, aunque de forma atenuada en atención a las circunstancias de que medie la petición «expresa, seria e inequívoca» de la víctima.

El dramático suceso ha merecido una gran difusión y está siendo introducido en la campaña electoral, con lo que pierde la serenidad y objetivo criterio que sería deseable, dando pie a que vuelva a plantearse el establecimiento de la eutanasia.

EutanasiaEn los últimos tiempos la eutanasia -eufemismo con el que se disfraza la muerte provocada de un ser humano doliente- se va abriendo paso bajo las banderas de la «muerte digna», «las razones humanitarias» y «el progreso», dando por sentado que hay porcentajes abrumadores a favor de su regulación inmediata, como si hubiera una demanda social clamorosa y miles de personas sufrientes estuvieran esperando esa regulación. Y todo eso apoyado en el argumento de que «nadie puede imponer al conjunto de los ciudadanos una creencia o moral religiosas», referencia que se dirige preferentemente al Cristianismo.

La defensa de la vida, desde la concepción hasta su extinción natural, no es una cuestión que afecte solo a la fe religiosa y a la moral cristiana; hay infinidad de personas que no creen en Dios o no les preocupa su existencia que, sin embargo, reconocen que la Naturaleza es una realidad regida por leyes inmutables, que se violan con la «cultura de la muerte» y es lo cierto que esas personas, ateas o agnósticas, se pronuncian firmemente y con coherencia contra la pena de muerte, el aborto libre y la eutanasia activa. Pero es que, además, también los cristianos tenemos derecho a sostener y defender públicamente nuestros valores y principios en una sociedad libre y plural, sin sufrir anticipadamente la descalificación dialéctica, porque la verdad es que resulta perceptible la presión sobre la opinión pública, tachando de crueles a los que oponen reparos al establecimiento legal de la eutanasia.

Jurídicamente el asunto tampoco es sencillo, porque en nuestra Constitución, el «todos tienen derecho a la vida» de su art. 15, no admite excluir a nadie y hasta cuando se produce el conflicto de derechos, el Tribunal Constitucional ha impuesto la ponderación en la solución final, como lo hizo en la Sentencia 53/1985 sobre la primera ley del aborto. Consecuentemente no hay un derecho a matar, ni siquiera a quien nos ataca con intención homicida, solo hay un derecho a la defensa que se adjetiva de «legítima» por la Ley y se condiciona exquisitamente en el artículo 20, 4º del Código Penal, para que sea proporcional al peligro real y así lo aplican rigurosamente los Tribunales.

Por otra parte, son conocidos, aunque no sean frecuentes, casos de personas en coma «irreversible» que han despertado y enfermos gravísimos, desahuciados, que han sobrevivido. Stephen Hawking contó que en 1985, estando en Suiza, sufrió una neumonía, cuando ya estaba muy enfermo, e internado en el Hospital Cantonal de Lucerna, los médicos, que le habían instalado un aparato para la respiración artificial, sugirieron la desconexión para dejarlo morir, pero su mujer se negó y lo trasladó en un avión medicalizado a un Hospital de Cambridge, en el que le practicaron una traqueotomía y conservaron su vida otros 33 años en los que, con su privilegiada mente, ha abierto horizontes insospechados en la investigación del Universo. Y en estos días se ha conocido el caso de Munira Abdulla, que tras 27 años en coma, ha despertado gracias a la paciencia y el amor de su hijo.

Anticiparse a la obra de la Naturaleza, provocando la muerte al anciano o al enfermo constituye un riesgo de error que no se debería asumir por nadie. Precisamente ese argumento del carácter irreversible de la pena de muerte, en caso de error judicial, fue uno de los más empleados en otros tiempos por los abolicionistas.

Si de lo que se trata es de resolver aquellos casos límite, como puede ser el que ha saltado a los medios de comunicación recientemente, bastaría con la aplicación de la eximente de «estado de necesidad», prevista en el número 5º del artículo 20 del Código Penal, usando del principio general de «la no exigibilidad de la conducta» a aquellas personas que colaboren en la muerte del que no puede hacerlo por sí mismo, sin más que la reforma del artículo 143 del Código Penal en su último número, lo que permitiría además, la aplicación del sobreseimiento libre del artículo 634 de la LECrim, para evitar hasta el castigo de sentarse en el banquillo, archivando el caso antes, pero haciéndolo los jueces.

Por el contrario, parece que lo que se pretende es crear una institución jurídica por la que un comité administrativo, donde participen científicos y otros expertos, sea el que determine cuándo se dan las circunstancias que aconsejen la muerte causada de propósito de un anciano o enfermo sin esperanza de vida.

Pues bien, si ese fuera el camino que se quiere recorrer, está sembrado de problemas, como ha puesto de manifiesto el doctor Marcos Gómez Sancho, promotor de los cuidados paliativos, que ha llegado a afirmar sobre la Eutanasia que su establecimiento situaría a los médicos en un problema de conciencia porque «atender al que sufre es progresista; acabar con él es retrógrado y reaccionario»; en sintonía con él hay que afirmar que no hay muerte más digna que la muerte natural, atendida con los remedios médicos contra el dolor, la asistencia psicológica, el consuelo espiritual y los afectos familiares, que son los verdaderamente humanitarios, porque comparten el sufrimiento con el otro.

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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