Evaluar a presidentes de gobierno

Las exageradas pompas fúnebres de Adolfo Suárez han reflejado la inquietud institucional ante la pulsión populista de la población. Para canalizarla, no le ha importado a la clase política simular idolatrar al más personalista de nuestros presidentes, el menos programático y preparado, el que más ha utilizado la política como ascensor social personal y familiar, quien había sido nada menos que jefe del partido único y director de televisión publica de una dictadura.

Las exequias de Suárez resaltan la importancia de evaluar objetivamente a los presidentes de gobierno. Todos son elogiables. El servicio al Estado, cuando poca gloria podía esperar, de Calvo Sotelo. Las competencias inigualables en toda circunstancia y lugar –desde los sutiles salones de Bruselas hasta los sudorosos mítines electorales– de González. La comprensión por Aznar de las dinámicas de alta fricción propias de una democracia moderna. La agilidad táctica de Zapatero, equiparable a la de Suárez –son los dos presidentes más parecidos entre sí, y al Mirabeau de Ortega. Y el dominio de los tiempos de Rajoy, quien ha captado la esencia del ejercicio del poder conservador: gastar siempre el menor capital político posible.

Es revelador de la inmadurez, y rencores, de la democracia española que todos los presidentes hayan acabado mal: cuando salieron de la Moncloa no sólo finalizaron su carrera política, sino que también dejaron a su partido inhabilitado por varias legislaturas para volver al Gobierno. Cuando el ciclo político viró en su contra, todos perdieron el poder. No importó cuán brillantes sus capacidades o atractivo su carácter e imagen, su liderazgo no soportó un cambio de ciclo, un contexto adverso –como ocurre siempre, también en la dirección de empresas o en cualquier otra actividad–. Así, Suárez fue apartado, con el desprecio desagradecido que se ejerce sobre los parvenus, cuando el tiempo de la reforma desde dentro del franquismo había acabado. Calvo Sotelo sólo pudo entregar el testigo al PSOE, en medio del colapso del ciclo centrista que había pilotado la transición. El fatalismo final de González –señalado en este diario por Juliana– dejó al PSOE desestructurado, todavía hasta ahora, ante el agotamiento del ciclo socialdemócrata. Zapatero fue el más revelador del dominio de las contingencias externas. Su estilo fue de un solo palo, válido para contextos económicamente benéficos. Todos fueron derrotados por ciclos políticos contrarios. Con una excepción: Aznar.

El presidente popular, testigo y agente de la caída de González, no quiso que le pasase lo mismo. Se dio cuenta de que si hubiese que proponer un examen específico al liderazgo presidencial español este sería cómo los presidentes preparan su sucesión. Y sus predecesores suspendieron ese test. A Suárez lo apartaron de la Moncloa en una maniobra propia de un país predemocrático, en un pregolpe al golpe. Calvo Sotelo no tenía ni partido en qué pensar para una sucesión. Falto de energía, hastiado de las divisiones en propio partido, González dejó al PSOE sin ideología, habilidades tácticas y sucesor. Aznar supo que si hacía la sucesión mejor que González él pasaría a ser el gran líder presidencial español. Y al iniciar desde la mayoría absoluta su propio reemplazo, Aznar, católico, creyente más que ninguno en el liderazgo personal, se reveló contra la fuerza impersonal y fatal de los ciclos políticos, quienes quitan y ponen presidentes y liderazgo.

Sin embargo, los exámenes de liderazgo vienen en circunstancias no elegidas. Aznar tuvo el más difícil, dramático e inesperado test de todos los presidentes: el 11-M, que suspendió estrepitosamente al haber perdido en su descontrolada segunda legislatura –aquella en la que, según declaraciones de Duran Lleida en el 2006 “enloqueció políticamente”– la sintonía con la ciudadanía, la voluntad y capacidad de actuar políticamente, es decir, de autocontrolarse y calcular las consecuencias de sus actos. Ningún presidente fue tan él mismo como Aznar entre el 2000 y el 2004 y ninguno fue tan descarnadamente rechazado como él, por ser él, el 14-M (en aquellas elecciones no se presentaba realmente Rajoy, entonces mero vicario, se presentaba Aznar). El presidente que tuvo la audacia de renunciar a la presidencia cuando tanto poder tenía, de intentar marcharse antes de que lo echaran, el que quiso ser dueño de su propio destino adelantándose a los cambios de contexto, fue el que más falló personalmente. Fue el único cuya marcha la determinó él mismo, pero los resultados fueron los opuestos a los que ansiaba.

Si desde el punto de vista de competencias personales y de logros institucionales –incorporación del ejército a la democracia e ingreso en la Comunidad Europea– González es el líder indiscutible e inalcanzable de la democracia española, y en palabras del periodista Graciano Palomo, “espejo maldito” de todos los presidentes, pues a todos gana en la comparación, es Aznar el caso más interesante, de quien más pueden aprender los ciudadanos sobre liderazgo, no como su ilustración ideal, sino como ejemplo de la fragilidad de la fantasía en la existencia de unas gentes pretendidamente especiales, los líderes, capaces de vencer a sus circunstancias y rescatarnos en tiempos de zozobra.

Habrá que ver si Rajoy, con González el más frío, desapasionado, escéptico, realista y calculador de los presidentes españoles, escapa a la maldición del cargo. Su primer test, común con Zapatero, la crisis económica, él lo está superando. Le queda el examen, para él inesperado y molesto, de Catalunya. Será interesante ver qué pasará.

José Luis Álvarez, autor del libro ‘Presidentes de gobierno: ideología y oportunidad. Claves del liderazgo político’

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