Evasión independentista

La manifestación de la Diada por un Estado catalán dentro de Europa y su posterior vindicación por parte de Artur Mas han situado dicho objetivo en la ambigüedad de lo que no se sabe si ha de ser conquistado o construido. Si debe ser logrado de golpe en el momento propicio –pongamos que en la Diada de 2013– o gestado paulatinamente. El anuncio de que Catalunya se dispone a emprender su propia transición evoca el inicio de un éxodo al carecer de una vía pautada para el desenganche definitivo respecto al resto de España. Un éxodo que pretendería arribar a la meta fijada con la normalidad que brindaría la irreductibilidad de su actual estatus institucional y de poder. Se trataría de que Catalunya se desligase de España permaneciendo dentro de Europa sin que ello perjudicara a corto plazo a la economía o a la sociedad para beneficiarlas a plazo medio. Claro que al carecer de una vía pautada para llegar a la independencia, tampoco existe un contrato que estipule las condiciones de la adhesión ciudadana a dicho objetivo, fijando sus costes generales y el precio que cada catalán deberá abonar para acceder al estadio final que la historia depararía a la nación. Además, por mucho que se desdramatice el tema, sería ingenuo o pretencioso esperar que el Estado constitucional y la Unión Europea pongan facilidades a un proceso de secesión, o reclamarlas como parte del derecho que asistiría al independentismo unilateral.

La Diada indujo una comunión sin precedentes entre el independentismo, el nacionalismo convergente y el catalanismo de izquierdas que no se dio en las consultas populares. El éxito de la convocatoria generó adhesiones sobrevenidas. El encuentro del president Mas con los promotores de la manifestación del 11 de septiembre reflejó todo eso. Aunque resulte dudoso que la impaciencia de unos y el pragmatismo de otros hayan podido sellar una entente duradera, el Govern de la Generalitat ha conseguido que la autodenominada Assemblea Nacional Catalana (ANC) no se movilice por ahora urgiendo a los convergentes a que vayan más allá del Estatut constitucional, pero al precio de verse fiscalizado por los intérpretes extraparlamentarios del independentismo.

La efervescencia soberanista relega a un segundo plano los ajustes que viene impulsando Mas, la deuda pública que acumula la Generalitat, su necesidad de recurrir al Fondo de Liquidez Autonómica (FLA), e incluso la eventualidad de que se vea abocada a requerir un rescate total. El argumento del déficit fiscal y financiero que soporta Catalunya permite alentar el supuesto de que la independencia o, en su defecto, el pacto fiscal resolverían de una vez todos esos problemas devolviendo a los catalanes lo que España les debe en justicia. Pero la cosa no es tan sencilla, ni mucho menos. Resulta elocuente que ni siquiera los más entusiastas del independentismo se muestren optimistas al respecto. La llamada de Mas a resistir es todo un anuncio de los sacrificios que entraña conquistar o construir un Estado propio. Un Estado propio es mucho más costoso que el mantenimiento de las actuales estructuras de la Generalitat. Resulta improbable que, iniciada la transición catalana, el Gobierno central se avenga a equilibrar con urgencia la balanza financiera con Catalunya, más allá de la aplicación del FLA. Los catalanes no emprenderían el camino hacia la independencia con la imagen de prosperidad emprendedora que ofrecían hace unos años, sino con el lastre de una deuda pública y privada insostenible. Independizarse supondría salirse del euro para solicitar inmediatamente el ingreso en la moneda única, lapso temporal que incrementaría las exigencias de recorte presupuestario.

El deseo de independencia de la mitad más uno de la población no presupone la existencia de una voluntad política de una magnitud análoga. Pero visto el curso reciente de los acontecimientos y lo improbable del entendimiento con Rajoy, la mínima coherencia política obligaría a Mas a disolver el Parlament para convocar elecciones constituyentes, llamadas a aprobar una declaración unilateral de independencia por parte de la nueva Cámara catalana. Claro que eso desencadenaría una confrontación tan descarnada con el Estado constitucional que conduciría a un soberanismo tan fáctico como endeudado. A un Estado identitariamente propio pero financieramente inviable. El principio de realidad invitaría a afrontar lo más urgente que es, además, lo importante: dotar a la Catalunya autónoma de la solvencia financiera precisa para mantener un mínimo Estado de bienestar en la perspectiva de incorporarse al crecimiento en el año 2014. Es el inconveniente de haber emprendido un éxodo tan evasivo.

Kepa Aulestia.

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