Evidencia de los sueños

En sus dos últimos largometrajes Andrei Tarkovsky lleva a cabo una gran innovación. Afecta a la justa comprensión de lo que se está contando. Atañe al sentido de la imagen fílmica que, en largos planos temporales, se despliega ante los ojos del espectador.

Señala Ingmar Bergman que el cine de Tarkovsky es grande porque sabe verter en imágenes cinematográficas los sueños como nadie ha sabido hacerlo. Bergman porfió por recorrer este enigmático mundo onírico; pero sólo Tarkovskiy parecía poseer la capacidad de evidencia que los sueños producen. Sobre todo en Nostalgia y en Sacrificio, sus dos últimas películas, consigue lo que ya esbozó en las primeras, y que tuvo su momento de máxima armonía e intensidad en Stalker (El acechador: quizás la traducción más idónea).

En El Espejo se van entrelazando sueños, realidad presente, recuerdos, con un código de color diferenciado (sepia / colores fríos / blanco y negro). En Solaris los sueños se encarnan: del más hondo de los deseos surgen imágenes carnales de personajes que resucitan. En Stalker lo más semejante al mundo onírico es el espacio de pesadilla de La Zona. Pero lo que ocurre en Nostalgia y en Sacrificioes mucho más inquietante.

En estas películas, y de forma quizás más plenaria en la última: Sacrificio, es prácticamente imposible saber dónde empieza a rodarse un sueño, una pesadilla, y donde se abandona el «realismo» de la puesta en escena. Sucede a partir de una determinada escena: el encuentro de Gorchakov y Doménico en la carretera lateral de Bagno Vignoli en Nostalgia; o el anuncio por radio de la conflagración nuclear que presagia un escenario de apocalipsis en Sacrificio. Desde entonces ya no es posible saber a ciencia cierta si lo que se presencia tiene sustancia real u onírica; si es sueño, realidad vivida o recuerdo.

El mundo onírico parece contaminar los espacios reales, o tenidos por tales. Los sentimientos de miedo, pavor apocalíptico; los indefinidos lindes entre razón y locura: todo confluye en una invasión sistemática del mundo de los sueños en la vida despierta y cotidiana.

Todavía en El Espejo existe un código de color que orienta al espectador sobre el estatuto diurno, onírico o de recuerdo de lo que allí se ve. La voluntad analítica del realizador traza la diferencia, a veces con dificultad. Pero en Stalkerun mundo de intriga onírica parece invadir el escenario —en blanco y negro, o en sepia— de La Zona, en contraste con bellas imágenes de la naturaleza, ribeteadas de formas también próximas al sueño: postes eléctricos inclinados, casas abandonadas, vehículos enmohecidos.

Esos paisajes rodados en color, tan «naturales», poseen idéntica valencia onírica que los desechos industriales, las continuas charcas y arroyos con objetos obsoletos, o los escenarios de ruina industrial que se descubren en los túneles que atraviesa la comitiva.

La realidad vivida por Eugenia, en Nostalgia, en la capilla de la Virgen del Parto de Piero della Fancesca, es claramente dream-like (semejante a un sueño), como expresan los críticos ingleses: escena de velas encendidas, un paso de la Virgen a la que mujeres vestidas de negro acuden con fe en petición de fertilidad. De pronto, de forma inesperada, un enjambre de palomas brota de la blusa de la estatua de la Virgen que una mujer ha osado abrir. Desde este momento hasta la imagen final toda la película difumina, en verdadera reductio ad absurdum, los bordes entre realidad y sueño.

Se empequeñece hasta el raquitismo el argumento narrativo, se prolongan 9, 10, 11 minutos los planos que son secuencias. El mundo onírico, lindando con la locura, invade lenta, pausada, inexorablemente la vida despierta, promoviendo momentos extraordinarios, como el recorrido de la cámara por las paredes de la vivienda de Doménico, en la que Gorchakov, invitado por éste, se ha introducido.

En Sacrificionunca se sabrá si el apocalipsis que la radio anuncia es proyección de temores (de Alexander, del propio Tarkovsky) o es pesadilla encarnada. O es, como ocurre tantas veces en los sueños, una cosa y la otra, una cosa y la contraria. Esa naturaleza contaminante del sueño es lo que marca la gran singularidad fílmica de Andrei Tarkovsky en sus últimas películas.

Para lograr esa invasión onírica se provee Tarkovsky de un recurso genial, como el huevo de Colón. Algo tan sencillo como extraordinario: consiste en evitar la descripción de los sueños como algo «otro», extraño, extravagante. Al fin y al cabo lo Unheimlich(de Siegmund Freud) no consiste en la mostración de un Alien inimaginable, sino en la suerte de espanto que desprende lo más familiar, lo habitual, lo cotidiano.

Mucho más inquietante y perturbador es lo que Tarkovsky hace: mostrar el mundo del sueño como si fuese el mundo real, donde las cosas y las personas no difieren de las de nuestra vida cotidiana. Acaso sólo una leve, levísima diferencia se introduce en ese consabido escenario, que por socorrido y archiconocido no sugiere nada excepcional. Se suceden escenas aparentemente reales pero de claro estatuto onírico. La falta de posible distinción entre vida inconsciente y consciente da a este cine su máxima intensidad, su valor de verdad y su capacidad de evidencia.

A diferencia de quienes muestran los sueños en complejas formas deformadas, con escenarios surrealistas, quizás compuestos por Salvador Dalí, como Alfred Hitchcock en Recuerda, Tarkovsky muestra los sueños en forma de escenas de lo más prosaicas. No hay rareza en esos sueños.

Lo mismo sucede en Stalker, donde se defrauda a conciencia la espera de eventos extraordinarios durante el viaje a la Zona, y donde todo es vulgar y hasta putrefacto —desperdicios industriales depositados en aguas casi estancadas, o que circulan pausadamente arrastrando agujas hipodérmicas, tuercas, imágenes deterioradas de páginas de libro, pistolas, maderas; donde nada sobresale ni en el itinerario ni en las habitaciones a que se quiere llegar. Lo único surrealista de ese paisaje es el teléfono del cuarto contiguo a la habitación de los deseos. ¡Un teléfono que además funciona!

Algo de este cariz acontece en todos, o casi todos, los sueños de las películas de Tarkovsky: las mismas casas, las mismas habitaciones, con paredes desconchadas, techumbre que deja caer por la humedad su corteza de cal podrida. Los sueños pierden, de este modo, sus lindes con la vida de cada día.

De Stalker puede decirse que toda ella es una quête soñada, o en donde sueño y vida despierta parecen solaparse. Si bien todavía mantiene esa naturaleza de quête, o investigación, que preserva su carácter de película que promueve, de manera bien sorprendente, suspense, a pesar de la voluntad de Tarkovsky de neutralizarlo con largas, larguísimas, interminables tomas.

A partir de Stalker, aunque con sensibles antecedentes en La infancia de Iván y en Andrei Rublev, en El Espejo y en Solaris, el mundo onírico invade y contamina, a base de su propia evidencia y verdad, el mundo «real» de lo que va sucediendo. Todo parece ser semejante a un sueño. Y es que los sueños mismos tienen formato de vida diaria.

Eugenio Trías Sagnier, filósofo.

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