Evitar el envilecimiento

Al liderazgo en materia de paro (en cerrada competencia con Grecia) y desigualdad social (solo por detrás de Letonia) España suma ahora el de la corrupción política a tenor del reciente informe elaborado por la Comisión Europea, que por lo demás describe una pandemia continental de la que apenas se salvan los países escandinavos. El estudio confirma que la democracia no garantiza la honradez en la gestión pública a menos que se dote de instrumentos eficaces de rendición de cuentas. No es casual que los países nórdicos tengan desde hace décadas exigentes leyes de transparencia, en tanto que nuestro país ha sido una excepción ominosa hasta el pasado mes de diciembre, en que se aprobó una ley que entrará en vigor en un año (dos en el caso de Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, donde reside la mayoría de los escándalos).

La política española se ha convertido en un territorio fangoso donde cada partido trata de ocultar sus culpas pregonando las de su oponente. Y así ocurre desde hace más de 30 años, lo que ha impedido abordar de forma conjunta un fenómeno que desde la Casa del Rey corroe la pirámide institucional y alimenta el malestar ciudadano. Los políticos de la Transición consiguieron en circunstancias adversas y en un plazo récord de dos años transformar por consenso una dictadura militar en una democracia, pero en su lista de méritos hay un vacío clamoroso en materia de control de la tesorería de los partidos.

Después de 40 años de prohibición, cada partido trató de mejorar su tesorería sin mayores escrúpulos sobre los donantes, con un pacto implícito de no agresión. Fondos que compraban voluntades en los Ayuntamientos franquistas (concejales de grandes ciudades habían sido consejeros de empresas adjudicatarias de obras y servicios) se trasvasaron a los partidos para garantizar la continuidad de los contratos.

Habrían de pasar 10 años desde las primeras elecciones generales hasta que en 1987 se aprobó la primera ley de financiación de partidos, que habilitaba donaciones privadas hasta un límite anual de 10 millones de pesetas. Para entonces Alianza Popular había acumulado una deuda cuantiosa tras la campaña de Fraga y sus conmilitones franquistas para las elecciones de 1977, en las que obtuvieron 16 escaños, tres menos que la lista del PCE encabezada por Carrillo. El PSOE asumió préstamos impagables a resultas del referéndum de la OTAN de 1986, en el que los socialistas defendieron el sí en solitario sin financiación pública. UCD había desaparecido del escenario sin que nadie respondiera de su tesorería. Y lo mismo ocurrió con la aventura liberal apadrinada por CIU.

La proliferación de procesos electorales derivada del Estado de las autonomías aumentó la voracidad de los partidos, que lejos de concordar normas de transparencia y control público se blindaron tras el Código Penal como única herramienta para sancionar las conductas ilícitas. Esta estrategia ha derivado en el bochornoso espectáculo de políticos condenados en diversas instancias judiciales que rigen Ayuntamientos o se sientan en escaños parlamentarios.

En pleno escándalo Filesa de financiación ilegal del PSOE a través de empresas se produjo un singular debate en el que algunos socialistas trataron de minimizar el delito porque la recaudación iba destinada al partido y no al enriquecimiento personal. La pantalla de los partidos ha encarecido infinidad de contratos con comisiones de al menos un 3% sin desalentar por ello la codicia individual, como establecieron las condenas del presidente navarro Gabriel Urralburu y el director general de la Guardia Civil Luis Roldán o descubrimos día a día en los papeles de Bárcenas, el sumario de los ERE de Andalucía y la investigación de la trama Gürtel.

El efecto repetitivo (1.700 procedimientos judiciales en curso, 800 Ayuntamientos involucrados, miles de encausados) amenaza con banalizar una corrupción que ciertamente no es exclusiva de los políticos en un país con una economía sumergida del 25%. Pero a los partidos corresponde defender el interés público y fijar las normas para atajar esta metástasis que ha contaminado de mendacidad el discurso político. Aznar proclamaba que “el PP es incompatible con la corrupción” cuando Bárcenas recaudaba donaciones opacas y repartía sobresueldos. Rajoy elogió como modelo de Gobierno al de Jaume Matas, hoy condenado por sentencia firme, y arropado por dirigentes populares negó cualquier responsabilidad del PP en la red Gürtel. El pasado mes de agosto solemnizó en sede parlamentaria su desconocimiento de la actividad delictiva de Bárcenas, cuyo nombramiento como tesorero había sido un error. En línea con su jefe, Cospedal sostiene contra toda evidencia que Gürtel es una conspiración contra el PP, al que califica como el partido más transparente.

Ha tenido que cumplir 35 años la Constitución antes de que el Parlamento sancionara una Ley de Transparencia que no está entre las más avanzadas de Europa, como dijo Rajoy, pero constituye un gran avance. Zapatero había asumido este compromiso en su primer programa electoral, pero no aprobó el pertinente proyecto hasta julio de 2011, casualmente el mismo día en que anunciaba la disolución anticipada de las Cortes.

El preámbulo de la nueva ley hace una vigorosa defensa de la transparencia como pieza fundamental para recuperar la confianza de los ciudadanos. Impecable declaración de principios que casa mal con la anterior desidia. De inicio el texto no emana del artículo constitucional que consagra el derecho a la información, lo que le hubiera dotado de especial protección. Es cierto que del Rey abajo obliga a todas las instituciones que tienen financiación pública, pero establece excepciones extremadamente genéricas (“la política económica y monetaria”, “la protección del medio ambiente”) y consagra el silencio administrativo negativo, lo que exime a los interpelados de dar explicaciones. Por último, reserva al ministro de Hacienda el nombramiento del presidente del Consejo de Transparencia, que se convierte en un organismo gubernamental más. En todo caso abre una vía inédita a los ciudadanos para controlar la gestión pública en un tiempo en el que la tecnología digital permite procesar un volumen ingente de datos.

El informe europeo sobre corrupción critica el nulo amparo de los denunciantes en nuestro país. Fue un mal augurio que la primera denuncia pública se saldara sancionando al acusador. Alonso Puerta, primer teniente de alcalde de Madrid, fue expulsado del PSOE en 1981 por implicar a dos concejales socialistas en un soborno. La comisaria europea de Interior entiende que la denuncia interna, desde las empresas o desde los partidos, es con frecuencia el último recurso para destapar redes corruptas que han echado hondas raíces en la contratación pública. El caso Gürtel es una muestra.

A la corrupción endémica vinculada a la gestión urbanística, los contratos de recogida de basuras, las obras públicas y en general el delirio del ladrillo, se han incorporado otros sectores relacionados con la privatización de servicios públicos, específicamente la sanidad, que mueve cada año más de 70.000 millones de euros. La ruina de las cajas de ahorros ha tenido mucho que ver con el clientelismo político, del que no se libra la gran banca mediante la condonación de créditos, actividad que el Gobierno se dispone finalmente a prohibir. El Banco de España tiene cumplida información de este dossier que salvo orden judicial no comparte con los órganos fiscalizadores.

La gravedad del problema exige un acuerdo de todas las fuerzas políticas para crear instrumentos de escrutinio público con carácter preventivo. ¿Qué hay de la comisión independiente que el Parlamento acordó crear hace un año? El creciente abismo que separa a los ciudadanos de sus representantes exige correcciones profundas y urgentes, porque sin partidos no hay democracia viable. Manuel Azaña escribió en su diario del 11 de junio de 1933: “Mi temor más fuerte no es que la República se hunda, sino que se envilezca”. Desaparecidas las utopías totalitarias del siglo pasado, el principal desafío de la democracia hoy es evitar su envilecimiento.

Jesús Ceberio.

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