Evitar un desastre económico es la parte fácil

Contra mis expectativas iniciales, la difusión mundial del coronavirus COVID‑19 no está siguiendo las trayectorias relativamente benignas que se vieron en China fuera de Wuhan y de la provincia de Hubei, y en Corea del Sur, Singapur y el resto de Asia. En vez de eso, la trayectoria de difusión en Europa (y muy probablemente también en Estados Unidos) se parece cada vez más a la que hubo en Hubei.

Esto plantea el riesgo de un desastre médico y económico. Pero aunque para evitar una crisis de salud pública tal vez ya sea demasiado tarde, las autoridades todavía están a tiempo de implementar las medidas fiscales y monetarias necesarias para prevenir una catástrofe económica. Para eso tendrán que ir mucho más allá de las medidas monetarias anunciadas por la Reserva Federal de los Estados Unidos y las rebajas de impuestos y transferencias en efectivo indiscriminadas que ha propuesto la administración Trump hasta ahora.

Al principio yo esperaba que la cantidad de casos en los países de la Unión Europea convergiera hacia entre diez y cien pacientes por millón de personas, como se ha visto en Asia fuera de Hubei, y que en Estados Unidos se diera una pauta más o menos similar. Pero la realidad es que en Italia, Francia, España y otros países de la UE la tasa de cambio de la aceleración (segunda derivada de la velocidad, o lo que en la jerga matemática se conoce como «sobreaceleración») no está disminuyendo como en Wuhan y en el resto de China a esta altura de la epidemia.

Una explicación posible es que las medidas de paralización que se tomaron en Italia han sido mucho menos estrictas que en Asia, y que los sistemas sanitarios están menos preparados. Por ejemplo, a los pacientes no se los aísla de sus familias tan rápidamente, de modo que pueden infectar a otros. De ser así, entonces en Estados Unidos y en el Reino Unido la aceleración del ritmo de contagios será incluso mayor que en Europa continental, porque las políticas adoptadas en respuesta por el presidente estadounidense Donald Trump y el primer ministro británico Boris Johnson han sido fragmentarias (y sencillamente erradas).

Así pues, es totalmente posible que los países de Europa y Estados Unidos se aproximen asintóticamente a una cifra más parecida a los mil casos por millón de Wuhan. O en lo que hace unas pocas semanas hubiera parecido una fantasía pesadillesca y ahora se ha convertido en un peor escenario razonable, podría ocurrir que Europa y Estados Unidos terminen con muchas más infecciones per cápita que Wuhan. Italia, cuya cifra confirmada de infecciones se aproxima a 32 000 con una población de unos 60 millones, ya se está acercando a la tasa de prevalencia de Wuhan (y la epidemia italiana todavía parece estar acelerándose rápidamente en una etapa donde en Wuhan ya había comenzado a frenar). En tanto, el gobierno británico estudió públicamente (para luego descartarla) una política consistente en permitir que el virus infecte al 60% de la población, con la esperanza de así crear «inmunidad colectiva». Eso sería un ritmo de infección 600 veces mayor al de Wuhan.

La única buena noticia en esta terrible situación es que a diferencia de los efectos médicos del virus, el impacto económico es fácil de predecir y superar. Es factible una respuesta política capaz de evitar que la epidemia (incluso en la forma relativamente virulenta que se experimentó en Hubei) impulse una catástrofe económica peor a la crisis financiera de 2008. Los gobiernos de todas las economías importantes deben garantizar una compensación ilimitada de la pérdida de ingresos y salarios a empresas y trabajadores que hayan sido afectados por cuarentenas y cierres; si no es el 100%, puede ser entre 80 y 90%.

La forma ideal de entregar la compensación sería a través de subsidios y transferencias fiscales, pero tratándose de empresas más grandes, otra opción puede ser darles préstamos a largo plazo con tasa cero o garantía pública de sus deudas. Felizmente, la transformación que provocó la crisis de 2008 en la economía mundial y en los mercados financieros ha vuelto factible una respuesta de esta naturaleza, ya que los gobiernos cuentan con posibilidades de financiación ilimitada con cero por ciento de interés, baja inflación y tolerancia a experimentos monetarios y fiscales antes inimaginables.

Seamos claros: en la situación actual, la política monetaria no servirá de estímulo a la actividad económica. Y tampoco es lo que quieren las autoridades: más actividad económica ahora sólo agravaría la crisis sanitaria. Pero aun así, es necesario bajar el tipo de interés a cero y proveer enormes inyecciones de liquidez para evitar el derrumbe de los sistemas financieros.

La aplicación de medidas fiscales pensadas para apuntalar la recuperación tendrá que esperar a que el virus esté controlado. Lo que los gobiernos pueden y deben hacer ahora es dar a ciudadanos y empresas garantías de que pueden quedarse en casa y no preocuparse por los ingresos perdidos, porque el gobierno compensará esas pérdidas cuando la crisis haya terminado.

Sobre la base de la experiencia china, el costo fiscal de una compensación integral de los ingresos perdidos puede fácilmente llegar al 10% del PIB anual. Y si la epidemia resultara peor que en China (lo que ahora parece probable), podría llegar a un 25% del PIB. Estas cifras pueden parecer asombrosas, pero es posible financiarlas apelando a uno o más de los tres mecanismos siguientes.

En primer lugar, todos los países del G20 (exceptuada tal vez Italia) pueden fácilmente aumentar 25 puntos porcentuales el cociente deuda pública/PIB sin generar grandes dudas sobre su solvencia. Y el costo del servicio de la deuda apenas aumentará si los bancos centrales se comprometen a mantener los tipos de interés en cero por al menos dos años, y se obliga a los inversores por medio de regulación y represión financiera a «calzar» pasivos a largo plazo.

Hay una diferencia fundamental entre una transferencia fiscal por única vez, por voluminosa que sea, y un estímulo fiscal por medio de rebajas de impuestos o compromisos de gasto que aumenten el déficit anual en forma permanente. Una transferencia por única vez equivalente al 25% del PIB deteriora menos la solvencia fiscal a largo plazo que una rebaja impositiva del 1% o 2% del PIB o compromisos de gasto a largo plazo que modificarán la estructura fiscal por varias décadas.

En segundo lugar, los bancos centrales pueden absorber totalmente la emisión de deuda adicional ampliando sus programas de flexibilización cuantitativa; esto sería, básicamente, que cada una de las economías del G7 expanda su base monetaria un 25% del PIB.

Finalmente, los bancos centrales pueden compensar directamente a empresas y trabajadores arrojando «dinero desde el helicóptero» en forma selectiva.

Si los gobiernos y bancos centrales de todo el mundo se ponen de acuerdo en usar un único método, la respuesta resultará más creíble, pero en la práctica, se puede usar una combinación de estas tres políticas.

¿Será la respuesta correcta? Un programa de plena compensación estatal admite dos objeciones: que termine siendo inflacionario y que no hay antecedentes de semejante intervención estatal para rescatar y subsidiar empresas.

Pero son críticas endebles. Hoy todos quieren más inflación; puede que haya que lamentarlo más tarde (tal vez en la segunda mitad de la década), pero hasta que eso suceda, habrá tiempo de sobra para adoptar políticas antiinflacionarias.

Un programa de compensación plena no sería una novedad. Es habitual compensar a los agricultores por desastres agrícolas (como la enfermedad de la vaca loca), derrumbes del precio de sus productos o guerras comerciales, así como ofrecer programas de alivio o seguros subsidiados a regiones y familias afectadas por inundaciones, terremotos o incendios forestales.

Además, las transferencias fiscales a bancos, empresas de seguros y mercados financieros que hubo en muchos países desde 2008 superan con creces el 25% del PIB. La diferencia en este caso es que el desastre afecta a todos, lo que en principio es un argumento más a favor de la compensación. Que los gobiernos de todo el mundo sigan pensando en préstamos y garantías crediticias (en vez de una compensación fiscal directa) se debe exclusivamente a que no hay intereses especiales (por ejemplo, agricultores o banqueros) que estén pidiendo medidas de alivio sectoriales.

Anatole Kaletsky is Chief Economist and Co-Chairman of Gavekal Dragonomics. A former columnist at the Times of London, the International New York Times and the Financial Times, he is the author of Capitalism 4.0: The Birth of a New Economy in the Aftermath of Crisis, which anticipated many of the post-crisis transformations of the global economy. His 1985 book, Costs of Default, became an influential primer for Latin American and Asian governments negotiating debt defaults and restructurings with banks and the IMF. Traducción: Esteban Flamini.

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