Los tres días de Evo Morales en Madrid han servido para poner de relieve la gran simpatía que hacia él siente un amplio sector de la izquierda española, y también para destacar los rasgos de una personalidad política donde la sinceridad se encuentra por encima del sectarismo. Sería un error que su viaje en el mismo autobús político albista que Hugo Chávez, el ecuatoriano Correa y los siniestros hermanos Humala de Perú, compartiendo con ellos un discurso antiimperalista contra EE UU, llevara a una identificación de los respectivos proyectos y personalidades.
No es un tópico izquierdista reconocer que a lo largo de cinco siglos las colectividades indígenas andinas sufrieron una durísima opresión por parte de los colonizadores españoles y sus sucesores criollos, cuya última consecuencia fue la secuencia de marginaciones vigente hasta ayer mismo. La lectura de la estremecedora obra de Guamán Poma de Ayala sigue siendo de rigor. Tampoco responde a una tradición pseudohistórica la imagen de una continuidad en el espíritu de rebeldía que se tradujo en los movimientos insurreccionales de la década de 1780, y que tuvo una expresión cultural en las versiones andinas de las danzas de la conquista que recorren la América hispana. La pieza clave fue aquí posiblemente la supervivencia del ayllu, la comunidad de base campesina, de fuerte cohesión interna, eje del equilibrio y de la redistribución (desigual) en la era incaica, según nos explicara Nathan Wachtel en La visión de los vencidos, truncada pero mantenida a efectos de control y explotación por los colonizadores.
Perteneciente a la etnia aymara, Morales nació en una sección comunal del ayllu Sullka, y ese origen implicaba también continuidad de creencias, con la madre-tierra (Pachamama) como primer referente. Por encima de los cambios posteriores, con o sin un grado de reinvención, ese vínculo era un producto secular y la expresión de una identidad. Nada que ver, a pesar de las convergencias posteriores, con los montajes de otros miembros del ALBA. El sentido comunitario que impregna el lenguaje y el proyecto político de Morales puede ser producto de una reelaboración, pero es fiel a esos antecedentes, incluso para extraer conclusiones muy adecuadas a los problemas de hoy. Ejemplo: la evocación de la Pachamama, para recordar que la defensa de la tierra puede ser más importante para la humanidad que la salvaguardia de los hombres.
¿Racismo? Lo hay sin duda como ultranacionalismo xenófobo en el discurso de los Humala en Perú. Indirectamente, a través de la propuesta de Felipe Quispe Mallku, el líder aymara que precedió, colaboró y luego fue desbordado por Morales, dirigida a alcanzar una soberanía indígena plena mediante la reconstrucción del Imperio inca (Tahuantisuyu). En Evo Morales, y en su estrecho colaborador el ex maoísta Álvaro García Linera, la preeminencia indígena no supone la eliminación política de los blancos, sino una relación asimétrica en que la mayoría del país, compuesta por aimaras, quechuas y también guaraníes, se traduzca en una hegemonía alcanzada por procedimientos democráticos. Símbolo: su coronación en 2006 como Apumallku, máxima autoridad indígena, tras ser elegido presidente. Aunque las formas de presión en movilizaciones pasadas vulnerasen la democracia representativa.
El fondo de la cuestión, actuar contra las enormes desigualdades apreciables en Bolivia, devolver su dignidad a los indígenas secularmente subordinados y utilizar los recursos del país en función de los intereses bolivianos, y no de transnacionales, constituye no ya una exigencia del socialismo, sino de justicia democrática.
No todo es romanticismo. El poderoso movimiento indianista que supo liderar Evo Morales hubiera sido imposible sin la movilización social por unos intereses concretos, santos en la forma (la coca como hoja sagrada) y menos en el contenido (el mercado interior para pijchar coca no hubiera ofrecido tantas ganancias a los cultivadores). De ahí su antiimperialismo (antiamericanismo). La agitación cocalera que sirvió en todo caso de detonador para un viraje histórico fue la escuela de un tacticismo sindical que dio a Evo Morales ventaja sobre líderes más radicales tipo Quispe. Presión y pacto combinados son sus instrumentos, según pudo verse en el reciente enfrentamiento sobre la ley electoral.
El punto de equilibrio en el conflicto no se ha alcanzado todavía. Intereses y mentalidades se oponen, y en la nación boliviana hay una fractura. Ahí está el preámbulo a la Constitución de 2008, donde la auténtica nación es la indígena, con un lenguaje florido de fusión de hombres y tierras. Suena al subcomandante Marcos, Colonia y República encarnan el pasado opresor, el legado español. Contrapunto: la Bolivia oriental en auge, donde radican los hidrocarburos, capital Santa Cruz, es de dominio blanco y respalda su singularidad con unos derechos históricos coloniales (1782), anteriores al nacimiento de Bolivia. Frente al indianismo de Morales, un españolismo acendrado que se refleja en la letra del himno cruceño: "La España Grandiosa, con hado benigno, aquí plantó el signo, de la redención". Bandera bicolor blanquiverde frente al estandarte insurreccional indígena, la wipala. Respaldado por la próxima victoria electoral, el lenguaje integrador exhibido por Morales en Madrid debiera impulsar la solución.
Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política.