Evo y la utopía arcaica

Por Ibsen Martínez, escritor venezolano (EL PAÍS, 30/05/06):

La rousseauniana simpatía por los indígenas del altiplano andino que muestran muchos intelectuales de la izquierda europea hace pensar en una especie de culpabilidad retrospectiva, insidiosa forma de lo que Edward Said llamó "nostalgia imperialista".

Así, de Europa nos llega cada día gente ansiosa de vivir o, al menos, presenciar experiencias "primordiales" -revoluciones indígenas, golpes militares encabezados por tenientes coroneles de oratoria antiimperialista, sangrientos motines carcelarios en São Paulo, etcétera-. Inusuales ocurrencias éstas que la alternabilidad en el Ejecutivo, la separación de poderes, la independencia del Poder Judicial y, en fin, la gris rutina burocrática del Estado de bienestar europeo no brindan ya a los utopistas posmodernos.

Hace ya décadas, Hans Magnus Enzensberger elaboró una perspicaz teoría moral de lo que hay detrás de todo turismo revolucionario. Enzensberger se refería al turista de izquierda europeo occidental de visita en algún país del desaparecido "bloque oriental". Acaso convenga hoy extender y afinar esa taxonomía a los nuevos viajeros de Indias.

Añadido reciente a la lista de mendaces tópicos "políticamente correctos", tan caros a los amigos europeos del Calibán latinoamericano, es la noción de que el presidente de Bolivia, Evo Morales, es indígena. Y que ello debe interpretarse, además, como un hecho revolucionario que viene a enderezar un escandaloso entuerto que dura ya siglos. Una novísima fuerza social y política, a la que arropadoramente se da en llamar "indigenismo", estaría al fin recorriendo América Latina.

Hace poco, una columna de Miguel Ángel Bastenier (El etnicismo de Evo, EL PAÍS, 10 de mayo de 2006) hizo aseveraciones que resultan, cuando menos, reduccionistas y descaminadoras. De Evo Morales se dice en ella que es "convincentemente indígena". De la población mestiza y blanca bolivianas, al compararlas con la presunta mayoría "originaria" -como es hoy de buen tono decir en Bolivia-, afirma que "es escueta"; apenas una "capa de población instalada in situ únicamente durante los últimos siglos". Si traigo a esta nota la pieza de M. Á. Bastenier es sólo porque ella brinda un compendio de lo que, canónicamente, se tiene por cierto en Europa acerca de la "insurgencia" indígena latinoamericana.

Allí se afirma que "los intelectuales latinoamericanos, blancos en su enorme mayoría y, en general, asimilables a algún tipo de izquierda, en gran número de foros sobre el futuro de la región niegan con tal unanimidad que haya el más mínimo componente racial en los movimientos de rectificación política, hoy en Bolivia, ayer en Venezuela y un día quizá en Perú y Ecuador, que sólo cabe deducir que les preocuparía mucho que así fuera".

Un estudio realizado en 2004 -hace apenas dos años- confirma un resultado del censo boliviano de 2001: dos tercios de la población boliviana se considera, en efecto, parte de algún grupo "originario". Lo singular está en que, al preguntarles de qué raza son, el 61% de los bolivianos responde que "mestiza", y sólo el 16% se tiene por "indígena". Fernando Molina, escritor boliviano ostensiblemente mestizo, afirma que "el relativismo multicultural", ante la bancarrota del marxismo, se las ha apañado para que en Bolivia ya no se hable de "movimientos sindicales" (puramente clasistas), sino de "movimientos sociales", primeramente atentos a lo étnico, y sólo en segundo término, a lo clasista. El vicepresidente boliviano, Álvaro García Linera, es buen ejemplo del tipo de intelectual -blanco, por cierto- que ha teorizado con fines políticos en torno a lo indígena. Su mayor acierto ha sido apropiarse de la jerga "multiculturalista", tan cara a la izquierda antiglobalizadora europea.

No es faltar en absoluto a la verdad decir que la "indigenidad" de Evo Morales es una calculada elaboración en la que participan intelectuales mestizos, blancos y "originarios". Pero dar cuenta de cómo, cuándo y por qué se dio un grupo político boliviano a la forja de un líder de masas, mestizo pero de aspecto tan "convincentemente indígena" hasta a los ojos de curtidos corresponsales extranjeros, es asunto digno de otra crónica. Lo cierto es que Evo Morales -quien ni siquiera habla el aymará, como sería de esperar- es tan convincentemente indígena como los andaluces de Bienvenido Mr. Marshall.

El indigenismo, en nuestra América, es cosa de muy vieja data. Mario Vargas Llosa -autor de La utopía arcaica, un esclarecedor ensayo en torno al novelista peruano José María Arguedas, trágico indigenista blanco- ha dicho hace poco en Bruselas que el indigenismo es una "mitologización europea". Tanto lo es, que comenzó siendo un movimiento de opinión favorable a los aborígenes americanos cuyo mejor paladín fue un fraile español del siglo XVI que hoy da nombre a la capital de Chiapas.

El siglo XIX vio desarrollarse en Hispanoamérica un vigoroso movimiento literario y artístico, opuesto al positivismo eurocentrista y atento al indio y a "lo indígena". Sus mejores representantes fueron, en la mayoría de los casos, intelectuales blancos y mestizos. El movimiento indigenista, cuyo apogeo en nuestra América comienza en México y Perú hacia la década de los 20 del siglo pasado, raras veces fue la manifestación de un pensamiento indígena sino, como señala muy bien Henri Favre, "una reflexión criolla y mestiza sobre el indio". Escrita en castellano, me apresuro a añadir. A él vino a sumarse el multiculturalismo académico estadounidense que en el año del Quinto Centenario validó entusiastamente las imposturas de la falsaria Rigoberta Menchú.

Nada de lo cual debería distraernos de un inquietante precedente "indigenista" europeo: Adolf Hitler también logró validarse apelando a la vindicación de lo "convincentemente" ario.