Evocaciones catalanas

En febrero de 1978, siendo cónsul adjunto de España en París, recibí una llamada telefónica del subsecretario de Asuntos Exteriores pidiéndome que me pusiera a disposición de Ventura Gassol para facilitarle el regreso, desde su exilio francés, a la España que estaba recuperando sus libertades. Yo sabía que Gassol había sido un nacionalista catalán radical, fundador de Esquerra Republicana y que, como diputado en las Cortes que debatieron el Estatuto de Autonomía de 1932, había atraído sobre sí el odio de los más irresponsables representantes de la extrema derecha, que le habían infligido intolerables vejaciones, creo que impunemente. Vino a verme Gassol y descubrí a un venerable, cultísimo y afable anciano (moriría dos años después, con 87 años) que, pese a su prodigiosa memoria, no quería recordar ninguno de aquellos desgraciados episodios, ni su prisión tras la proclamación de la independencia catalana de 1934, ni su autoexilio en octubre de 1936 obligado por las amenazas de los anarquistas, que le reprochaban haber salvado la vida del cardenal Vidal i Barraquer. Nos vimos varias veces, hice todo lo necesario para facilitar su regreso y terminamos cenando mi mujer y yo con él y su distinguida esposa. Al terminar la cena nos regaló, con encendidas dedicatorias, sus obras poéticas, incluida Les Tombes Flamejants. Vienen estos recuerdos a mi memoria, en estos momentos, para evocar el clima de concordia y optimismo que caracterizó aquella transición que hoy se empeñan en dinamitar, entre otros, los sucesores políticos de Gassol, extrañamente aliados con los herederos de los anarquistas que en 1936 lo mandaron al exilio.

No soy historiador pero, a lo largo de los años he ido comprando, en librerías de lance, libros antiguos relacionados con la diplomacia. Guardo entre ellos un raro opúsculo, impreso en 1662, que narra las fiestas que el embajador de España en Roma organizó –durante una semana– para celebrar el nacimiento del Príncipe Carlos Felipe, que habría de reinar con el nombre de Carlos II, y cuya muerte, sin descendencia, provocaría la guerra de sucesión dinástica española –guerra internacional protagonizada por potencias extranjeras– que el doctrinarismo separatista pretende presentar, sin fundamento alguno, como guerra de secesión de Cataluña. Reproduzco un párrafo de este librito: «Se repitió tercera accion de gracias, que rindio a Dios Nuestro Señor, y a Maria Sanctisima, la Corona de Aragon, que comprende los Reynos de Aragon, Cataluña, Valencia, Cerdeña y Mallorca en su Yglesia de Nuestra Señora de Monserrate». Y añade que esta Corona rinde su propio homenaje por no contentarse «con la parte, que tuvieron los de estas naciones, como Españoles en la acción de gracias, que se hiço en Sant Iago, a nombre de toda la Nacion». (Mayúsculas, minúsculas y acentos, según el original). Me llama gratamente la atención, como le ocurrirá a muchos lectores, que la comunidad de la Corona de Aragón residente en Roma –incluidos los catalanes– no se contentara con la celebración de «toda la Nacion» y quisiera hacer «nueva demostración de alegría» siendo «el todo en propia Yglesia», que no era otra que la de Nuestra Señora de Montserrat. Subrayo también la frase, de palpitante actualidad con la que concluye el párrafo, que es un reconocimiento a: «Su Magestad, como Alma, que está toda en toda la Nacion y toda en cada parte».

Ahí lo dejo, porque viene ahora a mi memoria mi primer año en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona en 1963, donde enseñaban brillantes catedráticos de toda España, como Manuel Jiménez de Parga, que jugaría un papel muy relevante en la Transición y llegaría después a presidir el Tribunal Constitucional; Ángel Latorre, que fue magistrado del mismo Tribunal en su primera composición, o Josep Maria Font i Rius –vivo y centenario–, uno de los mejores historiadores del Derecho del siglo XX. Allí coincidí con compañeros catalanes que luego serían entrañables y polifacéticos diplomáticos al servicio de España, como Ignacio Masferrer y Delfín Colomé, y también con otros que llegarían a ser servidores del Estado en las más altas instituciones judiciales, como Juan Antonio Xiol, actual magistrado del Tribunal Constitucional, después de haberlo sido del Tribunal Supremo, y Sebastián Sastre, ex magistrado de este último. En mi memoria, los sentimientos y los pensamientos separatistas estaban prácticamente ausentes tanto de las aulas como de los pasillos de aquella Facultad de la Diagonal.

Recuerdo también las breves palabras de agradecimiento que me atreví a pronunciar en catalán cuando los ESADE Alumni me entregaron en Barcelona en 2013 el premio Aptissimi a la trayectoria profesional, ante una audiencia de profesores y exalumnos que reflejaban la rica variedad y diversidad de la sociedad catalana y española en la que se desenvuelven profesionalmente. Y, en fin, mi asistencia, hace escasos meses, a la entrega de la décima edición de estos premios, en la que compartí mesa con el gran jurista catalán José Juan Pintó, y a ninguno de los dos se nos ocurrió hablar de lo que se nos venía encima, porque no lo imaginábamos (al menos yo).

Y me pregunto ¿qué ha pasado? ¿cómo hemos podido llegar a este dramático desgarramiento? No dudo, como casi ningún lector, que la causa determinante ha sido el fanatismo, mitad iluminado y mitad interesado, de unos pocos que han conseguido adoctrinar a una parte significativa, que no mayoritaria, de los catalanes. Pero pienso también que hemos llegado a esta situación, de la que empezamos a salir el pasado día 27, precisamente porque nadie, o casi nadie, creíamos, que podíamos terminar así. Aprendamos de este error y pongamos, desde ahora mismo, nuestra cabeza fría, nuestro corazón encendido –como el de Ventura Gassol– y nuestra mano tendida para trabajar por la reconciliación entre los catalanes y de toda Cataluña con el resto de España. Dura lex, sed lex: no será un jurista el que diga lo contrario. Pero no basta con la ley. Junto con la firmeza, hace falta que se imponga la recíproca empatía y grandes dosis de imaginación y pedagogía.

Por Santiago Martínez Lage, diplomático y abogado.

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