Evocaciones tardías. Espriu

Estuve allí. En el cementerio de Arenys de Mar, entre un par de ministros, muchos cipreses, un presidente de la Generalitat, varias mimosas, expresidiarios variados, un limonero castigado por el frío y unos centenares de personas, donde las agencias de prensa quisieron ver miles. Despedíamos a uno de esos tipos que dejan huella sin tener un gabinete de comunicación, ni haber aparecido nunca en las viñetas de Peridis. No sé muy bien si decíamos adiós tan sólo a Salvador Espriu o también lo hacíamos a una época y a una manera de afrontarla.

Él tenía 23 años y ocho días cuando se les ocurrió a los militares levantarse un 18 de julio de 1936, y la vida de Espriu, medida, cuadriculada, se desplomó como la de tantos en un conflicto en el que sólo había una cosa evidente: ganara quien ganara, él iba a estar entre los perdedores. Había hecho la carrera de Derecho para no enfrentarse a una sociedad burguesa y provinciana en la que no resulta fácil abandonar la inclinación paterna. Era hijo de notario. Pero lo que de verdad le atraía consistía en algo tan exótico como la egiptología. Estudió historia y lenguas clásicas y publicó un par de novelas y un libro de cuentos cuando la política lo transformó todo en carnicería, y aquel hombre dotado para los papiros y el latín hubo de desentrañar otras incógnitas.

Su pasión por las tumbas no pudo precisamente detenerse en aquellas suntuosas de los egipcios sino en las improvisadas durante la posguerra. Su primera obra bajo el franquismo va a ser una reflexión sobre el derecho a una tumba. Antígona se enfrente a Creonte para conseguir el derecho a enterrar a su hermano, el derrotado Polinices.

Esta Antígona de Espriu confieso que me dejó conmocionado una tarde otoñal, lluviosa por supuesto, de 1964. Aún la recuerdo, en un teatro improvisado en el que el escaso público lo formábamos grupos más o menos homogéneos: la parte más culta de la Policía –la Brigada Político Social– y unos despistados que “pasábamos por allí de casualidad”. Era en Oviedo y en los sotanillos de la apenas inaugurada Escuela de Ingenieros.

En la España de 1963 la tragedia de Antígona y el derecho a enterrar dignamente a nuestros muertos todavía se vivía desde la mañana, que asistíamos a la misa obligatoria en el colegio “para salvar a Rusia”, continuaba a la hora de comer con el tararí-tararí (gloriosos caídos por Dios y por España), dormíamos la siesta arrullados por el padre Peyton y su cruzada familiar contra el liberalismo, y por la noche intentábamos sacar del purgatorio a nuestros tíos, primos y demás familiares.

Luego Espriu nos obsequió con dos hermosos libros de poemas que tratábamos de desentrañar en una lengua que creíamos ingenuamente que debíamos entender. No teníamos sentido del ridículo porque éramos voluntariosos. Descubrimos la verdadera dimensión de Espriu cuando dejamos de leerle sólo con el corazón y tratamos de hacerlo con la cabeza. Tenía una prosa que era buena hasta en castellano, traducida, y sus versos conservaban la fuerza y la profundidad, ya fuera en los mítines clandestinos, en los panfletos o en el estudio riguroso. Había en él una línea de continuidad literaria que se había perdido después de Valle-Inclán y al que Espriu reverenciaba como maestro. Había llegado antes que nosotros a la Biblia del heterodoxo Cipriano de Valera y apreciaba su versión del libro de Job.

Aunque jamás fue jactancioso tenía la delicadeza y el gusto de considerarse un hispánico, republicano y liberal, que apreciaba a Eça de Queiroz más que a Galdós, y que no tenía rubor en señalar a Fernando Pessoa como un poeta muy superior a la entonces alabadísima generación del 27. Portugal formaba parte de su cultura. No estimaba a García Lorca porque no le dieron tiempo a dejar de ser cursi.

Salvador Espriu representa varias cosas en nuestro pequeño mundo hispánico: la modestia y el orgullo. La modestia del hombre que trabajaba solo y a distancia, con obsesiones no compartidas. Su orgullo era el de escribir en una lengua minoritaria, sufriendo permanentemente la soberbia de los mediocres que escribían en lenguas imperiales. Había en él una dimensión ética, que no tenía nada de cómoda. Recuerdo muy bien el día en que quisieron otorgarle la medalla de Isabel la Católica. Casi nadie supo nunca que la había rechazado. “Me honra que hayan pensado en mí, pero no puedo aceptarla”. Cuando alguien dedicó una glosa a este gesto suyo, para ensalzarlo, reaccionó como un caballero que se siente defraudado por haberle hecho una confidencia a un amigo: si uno rechaza un honor porque sus principios se lo impiden, no debe tener la mala crianza de pregonarlo. Tenía mal carácter, que es como denominamos al hombre que no le gusta perder el tiempo exhibiéndose. Aceptó al fin ser nombrado doctor (honoris causa) por la Universidad de Barcelona, pero siempre que se atuvieran a que el acto no fuera público y que no se pondría ni toga ni birrete.

Durante toda su vida de escritor trató y consiguió que lo único público fuera su propia obra, pero no se escaqueó ante sus responsabilidades como ciudadano, y pagó por ellas. Jamás militó en partido alguno y sin embargo no hubo causa digna a la que no aportara algo. En su figura hay ese conjunto que hace de él una representación de un pueblo en una coyuntura difícil, como fue Verdi o Victor Hugo. Carecemos de ellos en la cultura castellana. Si fuera menester repetir aquella escena de Bertolucci, con el criado chepudo gritando “¡Verdi ha muerto!, ¡Verdi ha muerto!”, sólo podríamos hacerlo con Espriu. Sería una insensatez intentarlo con Galdós, convertido en sus años finales en una caricatura de sí mismo, o en Clarín, viejo indolente y ludópata.

Y sin embargo eso se pudo oír en Catalunya el 22 de marzo de 1985. ¡Espriu ha muerto! Él mismo hizo el resumen de su vida: “Empecé a escribir a los 15 años. Tengo 59. Son 44 años escribiendo. En todo este tiempo nunca he pedido nada a nadie y he sido hombre que se ha exigido hasta el máximo de lo que estuvo a su alcance”. Cuando murió, a 71 años, seguía siendo verdad.

El silencio que ha rodeado la muerte de Espriu, su obra, su figura, fuera de los habituales artículos necrológicos, es la prueba de que en nuestra sociedad se cultiva la exhibición más que la creatividad. Cuando más haga el payaso un escritor más posibilidades tiene que funcione el aprecio hacia sus libros. Por eso quiero dedicarle esta crónica a un escritor que ha muerto en un país al que unas veces llama Sepharad (patria de los judíos hispanos) y otros Konilòsia (el país de los conejos). Tengo la impresión de que él se llevó Sepharad y que nos dejó Konilòsia.

Todo lo que llevo escrito hasta aquí es la reproducción, levemente corregida, del artículo que publiqué el 2 de marzo de 1985 –en sábado, por supuesto– cuando colaboraba en Deia, de Bilbao, y Navarra Hoy en Pamplona. Asistí al funeral y entierro de Salvador Espriu junto a mi amigo Iñaki Anasagasti, hoy senador del PNV. Siempre consideré a Espriu el último gran escritor de la cultura catalana. Luego vinieron oleadas de trepadores, una generación de pitufos que aún se conserva, y ese barniz oloroso de las subvenciones para genios en potencia.

El más sentido artículo que yo recuerdo exigiendo el premio Nobel para Salvador Espriu apareció en una revista que se llamaba Cuadernos para el Diálogo y lo firmaba Pedro Altares, en marzo de 1968. Gracias a Joan de Sagarra me entero que ha sido designado un tal Bru de Sala como comisario del centenario Espriu. No podían haber escogido a un tipo más representativo de todo aquello que un intelectual como Salvador Espriu hubiera despreciado. Lo de menos, digámoslo en tono aristocrático, es que facture por 6.883 euros al mes, y durante año y medio, a costa del quebrado erario público catalán; una desvergüenza elogiada por los pitufos. Me cuesta imaginar a Salvador Espriu ante esta fauna. Recitarles el Càntic en el temple sonaría a sarcasmo.

Gregorio Morán

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