Habrá quien lo considere una excentricidad. ¿Qué pinta en estos diarios posmodernos que hacemos un título como Miau? ¿Qué significa recordar que la próxima semana de hace 125 años –un siglo volcánico y 25 de más para adocenarnos– había unos pequeños tugurios con escaparates donde se vendían libros y que un puñado de gente, no mucha, denominaba librerías? Buena parte del común de los españoles se enteró de que existían porque, mientras observaba lo que había de nuevo en las vitrinas, un anarquista descerrajó unos tiros a uno de los pocos políticos singulares de nuestra historia, Canalejas. Con toda probabilidad si no se lo hubiera puesto tan fácil al vengador Pardiñas es posible que la historia hubiera ido por otro lado. Eso sucedía en 1912, y yo sin ningún ánimo de provocar quiero referirme a 1888.
Sé de un maestro antiguo que daba clase en las montañas de Asturias a un auténtico rebaño de chavales que no tenían en común ni la edad ni la inteligencia, sólo el destino. Estaban allí de paso mientras no hubiera que ocuparse de las vacas, del campo o del carbón. Y este buen hombre había inventado un procedimiento pedagógico que me parece excelso, con la intención de que aquellos chavales al menos se enteraran de que había unos individuos que escribían libros, y que debían recordar algunos de sus nombres para tenerlos bien presentes. Como la tabla de multiplicar. Y así formuló a aquellos fámulos, expertos en trampas, peleas y labores agotadoras, una ley de cultura literaria que aún me admira: “En España hay tres escritores importantes. Unamuno, uno. Pérez Galdós, dos. Apelles Mestres, tres.” “Repetidlo conmigo: Unamuno, uno; Galdós, dos, Apelles Mestres, tres”. Todas las cenicientas golfas que hicieron la Logse y luego salieron corriendo para bailar por Latinoamérica no valen una mierda ante aquel maestro antiguo que no hizo olvidar nunca a sus alumnos que existía Pérez Galdós, entre Unamuno y Apel·les Mestres. Tengo serias dudas que algún alumno catalán de hoy sepa quién carajo fue el bueno de Apel·les, ni siquiera buena parte de sus profesores.
En abril de 1888 apareció la novela Miau. En mi opinión es una de las obras de Galdós más importantes de su selvática producción. Hay que tener mucho valor para titular una novela Miau y esperar sacarle algún partido. Galdós ya estaba metido a editor, como le había pasado a Balzac y a los Dumas. Nosotros de esas cosas sabemos muy poco. Del propio Galdós conocemos bastante pero muy recientemente. ¡Los solterones de finales del XIX! Unos personajes muy peculiares en su trato femenino, porque decir machistas sería anacrónico; sencillamente consumeros. Menéndez Pelayo, la raíz del nacional catolicismo, era un putero consuetudinario y un ansioso bebedor de licores fuertes, cirrótico. Galdós con su escondida hija natural por Cantabria y nuestro descubrimiento tardío de su correspondencia amorosa con doña Emilia Pardo Bazán, “pichoncito”.
¡Qué se puede esperar de un amante que utiliza el seudónimo de Sisebuto para dirigirse a su querida Lorenza Cobián, modelo de pintores y encantadora serpiente para solterones! O que a su última amante, Teodosia Gandarias, la denominara en sus cartas de amor y pago, “mi borrica”. Resulta impresionante Galdós en sus valoraciones de la mujer. Sensible al dolor, al fracaso, a la femineidad castrada por aquellos chulos arrogantes, estilo Víctor, que describirá admirablemente en Miau. Pero al tiempo se le escapa esta frase que podría llevarle a la “cárcel de papel” del vulgar putero de provincias: “La insana perversión de la naturaleza femenina”. (Schopenhauer y Nietzsche dijeron cosas peores y están en el Olimpo).
Al Galdós personaje nos acercó la biografía, minuciosa y demoledora, de don Pedro Ortiz-Armengol, ¡en 1996! Galdós resulta un personaje complejo, conservador, habilidoso en las relaciones personales –canario, no se olviden–, pero cuyos libros tienen una aparente candidez que esconde a un individuo experto en maldades. Cuando escribe Miau está en pleno proceso de recuperación económica. Los escritores, de ayer y de hoy, siempre soñamos con publicar, en las condiciones que sean, leoninas o tortuosas. Luego, si la cosa sale bien, resulta casi imposible desprenderse de los compromisos adquiridos por la necesidad. (Ansío que alguien nos cuente la historia de aquellos autores españoles de novelas de vaqueros o policíacas, que vendían su obra sin posibilidad de recuperarla nunca). Pues bien, eso le pasaba a Galdós y un día en el Congreso de Diputados –quien llegaría a ser símbolo del republicanismo del siglo XX había sido nombrado diputado por Sagasta, y nada menos que de Puerto Rico, donde no creo que hubiera estado nunca– se le ocurrió acercarse a don Antonio Maura, el grande, y contarle su penar. La mitad de lo que ganaba se lo llevaba un pariente con el que había firmado un contrato que Maura llegó a denominar “de esclavitud”. “Páseme los papeles”, dijo el gran Maura. La gestión le costó un dineral y además no consiguió ganar el pleito sino llegar a un arbitraje. Salió del embrollo gracias a escribir tres novelas al año para poder pagarle a don Antonio su minuta, también los gastos acumulados e invertir en una nueva imprenta y distribución que encargó a su sobrino. Durante muchos años Galdós produce como una coneja. 1888 es uno de ellos, y en cinco semanas escribirá Miau. La terminó el 8 de febrero, y dos meses después estaba en las librerías. Miau es la historia de un cesante, uno de aquellos funcionarios que se sumaron a las revoluciones imposibles del XIX español, en la idea de que se puede hacer una Hacienda de Estado equitativa. Un funcionariado independiente y honrado, de los que cuando llega la Restauración son cesados y deben mendigar la plaza a tal o cual señorito del nuevo poder y que les garantice llegar a la jubilación sin acumular más penas a su derrota. La historia de Ramón Villaamil –con doble a– y la de su familia, donde todo respira sordidez. Hay un niño que habla con Dios en ocasiones. Un Dios que le recomienda cosas que debieron de poner los pelos de punta a los neocatólicos de la época. Es un Galdós irregular, como siempre, con su “garbanceo” que decía el perverso Valle Inclán, pero impecable en el retrato de un mundo y una época, que fue la nuestra hace ahora exactamente 125 años y que parece tan actual como nuestros periódicos, casi diría sin intención de provocar, que incluso más. La audacia de Galdós en ocasiones alcanza la justificación del terrorismo anarquista, textualmente. Cuando alguien hace el elogio de un libro debe evitar contar la trama, ha de limitarse a merodear la esencia y tentar al lector. Es verdad que hay ingenuidades, pero el candor de Galdós es siempre retorcido, esconde más que descubre. No se fíen de la aparente sencillez galdosiana, allí late la imposibilidad de ser un pequeño burgués digno en una sociedad que favorece la estafa y la impostura y el esquilme del Estado. La limitación de un hombre honrado ante la muralla de corrupción menor, cómplice, descreída.
Las últimas cien páginas de este Miau insólito y provocador son un ejercicio literario digno de Dostoyevski. Me hubiera gustado detenerme en el suicidio de Ramón Villaamil, tan evidente y necesario que hasta el propio Dios, que Galdós saca a la palestra, lo aprueba y lo bendice. ¡Estamos en 1888! Esos momentos finales en los que un hombre honrado debe admitir que no tiene sitio ni en la sociedad, ni en el Estado, ni en la familia. Esa topografía del Madrid decimonónico que te encandila incluso cuando un hombre busca el lugar idóneo para pegarse un tiro, y que el revólver no falle y que los cercanos estén suficientemente lejos como para que no tengan que “comerse el marrón”. ¡Qué actual es este Galdós de hace 125 años!
Ahí quedó escrito: “La lógica española no puede fallar. El pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo”.
Gregorio Morán
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