¡Evoluciona o muere!

Todos tenemos nuestras filias y fobias. Nuestras pequeñas manías y excentricidades. Por ejemplo, uno de mis animales favoritos no existe. Pero existió. Lo llamaban pájaro dodo (Raphus cucullatus para los quisquillosos) y era un poco gordito y no volaba. Vivía una existencia idílica en la isla Mauricio, en el océano Índico, hasta que llegamos nosotros. Y en cien años ya no quedó ninguno, siendo de 1681 el último espécimen documentado. El pobre torpón no se pudo adaptar al máximo depredador. Evolucionar o morir. Muchas veces un ser vivo está completamente en armonía con su entorno y se introduce una interferencia que lo altera todo. Por ejemplo, en un barco llegan ratas que se comen todos los huevos de las aves de ese ecosistema. O aún más brusco, un meteorito cae del cielo sobre Yucatán,  con grandes aspavientos y levantando una nube de polvo interminable, y los dinosaurios desaparecen. Mientras, un pequeño mamífero nocturno que era perseguido por algunos de estos gigantes carnívoros ahora tiene su oportunidad de expandirse y un día, miles de años más tarde, acabará originando el Homo sapiens.

Cómo nuestro cuerpo y el de otras especies se adapta a los cambios del entorno es un campo de estudio creciente. Y pensar que solo los mejor adaptados pueden sobrevivir y pasar sus características a la siguiente generación, como nos diría la evolución clásica, es fascinante. Y –¿por qué no?– pensar que con nuestra conducta y los avances técnicos no solo estamos cambiando el clima sino nuestra evolución. Hay muchos ejemplos, pero pongamos solo uno. Hay muchas personas que en un entorno natural no se podrían reproducir, pero hoy, con los magníficos avances de la medicina de la reproducción, pueden tener hijos. ¿Nos hemos saltado entonces esa idea de la supervivencia de los mejor adaptados? ¿O en realidad son ellos los mejor adaptados porque pueden tener hijos sin depender de su biología? Preguntas y respuestas que a ratos me agobian y que dejaré en manos de los filósofos de la ciencia.

Pero ¿cómo evoluciona nuestro organismo? ¿Y hasta cuándo lo hará? Paso a paso. La evolución deja marcas y está impulsada por cambios en nuestro genoma. Los cambios más radicales son mutaciones, pero también empezamos a ver cambios epigenéticos involucrados. Los primeros son cambios más drásticos, y los segundos, más reversibles. Déjenme que se lo cuente con una historia. Entre los más de 30.000 genes que forman el ADN humano hay muchos receptores para diferenciar los olores. Pues muchos de estos genes los humanos los tenemos completamente mutados e inactivados porque no nos hacen falta, mientras que el chimpancé los tiene en estado salvaje y plenamente activos: todavía depende de ellos para decidir qué fruta u hoja es buena y para oler a un depredador o a un compañero sexual. Pero hay algún receptor del olor que el chimpancé tiene también activo y nosotros apagado pero intacto. Como no está mutado, tal vez un día lo podremos activar y volver a diferenciar aquel olor primitivo. ¿Es un mecanismo de protección por si un día tenemos que volver a la selva? ¿Un mecanismo que nos permitirá volver a los árboles en un mundo sin desodorantes ni restos de la civilización actual? Quizá retener ese olor salvará de nuevo a los Homo sapiens, igual que cuando lograron expulsar el oso cavernario (Ursus spelaeus) de las grutas les permitió sobrevivir a aquellas durísimas heladas.

Mientras, nuestro genoma guarda recuerdos de cuando fuimos otras especies. De cuando éramos tempraneros virus, peces, anfibios, roedores y otros primates. De hecho, nuestro ADN está plagado de secuencias víricas endoparasitarias que duermen el sueño de los justos y cuando despiertan pueden provocar enfermedades. Así pues, dejémoslas dormir. Ser suvenires de otras eras. Y, a ratos, mirémonos nuestro cuerpo y pensemos si el apéndice es un resto evolutivo o hagamos predicciones de cuántos años faltan para que se nos junten todos los dedos de los pies, ahora que su actividad prensil no nos es necesaria para ir de rama en rama y ponernos boca abajo. Nuestros meñiques atrapados por la presión del zapato. Y también, si les parece, miremos de plantearnos que tener hijos a edades cada vez más avanzadas de los progenitores puede estar generando nuevos cambios en los mecanismos que regulan el genoma. Y, evidentemente, nuestro órgano rector no escapa a eso: ya empiezan a salir los primeros estudios que indican que la interconectividad global e instantánea, el no poder desconectar casi nunca, está cambiando físicamente y químicamente nuestro cerebro. Evolucionar o morir.

Manel Esteller, Médico. Institut d'Investigacions Biomèdiques de Bellvitge.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *