Exclusión y alternancia en la política

José Varela Ortega acaba de publicar un brillante ensayo, Los señores del poder, sobre las características más sobresalientes de nuestro personal político y de la cultura política española desde la guerra de Independencia al último Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

Uno de los aspectos centrales del libro es la percepción acerca de los mecanismos de alternancia en la política española a lo largo de los siglos XIX y XX. José Varela Ortega identifica con razón el mecanismo puesto en marcha por Cánovas del Castillo como el expediente que permitió solventar esa alternancia a lo largo de la Restauración. Contra unas prácticas políticas anteriores basadas en el predominio de la exclusión y que empujaron a la práctica de los pronunciamientos, las inhibiciones parlamentarias y las revoluciones como modo de obtener el poder por los situados en la oposición, Cánovas concibió un sistema de turno entre el partido conservador y liberal, herederos, respectivamente, del ánimo conciliador de la Unión Liberal y del espíritu de la Gloriosa de 1868.

Este turno descansaría, y esta será su gran limitación, no en el papel arbitral del sufragio, sino en el protagonismo de una Corona atenta a los procesos de división interna en el seno de los partidos y a los movimientos de impaciencia de la oposición para proceder a los cambios de Gobierno. Un mecanismo que, en todo caso, y este es su máximo activo, sustraerá a la política española de “las cuadras de los cuarteles” entre los años 1876 a 1923, con la activa contribución de un rey-soldado, elevado por Cánovas a la categoría de cotitular de la soberanía.

El régimen de la Restauración consiguió establecer un orden liberal, con lo sustancial de sus activos políticos, no siempre reconocidos por sus numerosos y pocas veces ponderados detractores, pero fracasó en su intento de evolucionar desde él a un orden liberal-democrático demandado por una sociedad sometida a un notable proceso de modernización en el primer tercio del siglo XX. Las demandas planteadas por una nueva sociedad española y, en concreto, por el movimiento obrero, los movimientos regionalistas y las urgencias democratizadoras planteadas por una nueva clase media, no encontraron adecuada respuesta en un régimen desbordado por los nuevos tiempos. La reacción autoritaria a ese desbordamiento protagonizada por Primo de Rivera será el momento anterior al establecimiento de la democracia con la Segunda República.

El esperanzador ánimo reformista de la nueva democracia española, visible entre otros terrenos en sus proyectos de reforma agraria, de la educación, de la planta política del Estado, de la legislación social y de trabajo y de la organización del Ejército, vendrá acompañado, sin embargo, por la erosión de una cultura política liberal. Se traduciría ello en la pérdida de vigencia de un mecanismo de alternancia que los políticos republicanos identificaron con el cortejo de oligarquía y caciquismo que le había acompañado a lo largo de la Restauración. De alguna manera, con la superación de tan negativo acompañamiento, se llevó a cabo el abandono de una práctica de alternancia en el poder que tanto esfuerzo había costado aprender a nuestros empresarios de la política.

A partir de 1931, señala Varela Ortega, se estableció una política de exclusión a favor de los “verdaderos republicanos”, fundamentalmente, los controladores del poder de 1931 a 1933 y, posteriormente, en 1936, que impidió centrar el régimen y posibilitar un acceso al mismo por parte de una derecha poco dispuesta a esa integración. Los trabajos llevados a cabo por Niceto Alcalá Zamora, Alejandro Lerroux, Diego Martínez Barrio o Miguel Maura en este sentido habrían de resultar estériles ante la creencia en una legitimidad republicana que iba más allá de la legitimidad derivada de la Constitución de 1931 y que entroncaba con el momento revolucionario que permitió el nacimiento de la República. Al nuevo exclusivismo propiciado por la alianza de republicanos de izquierda y socialistas, habría que añadir la obstinación de un amplio sector de la derecha, incapaz de aceptar el inevitable proceso de reformas demandado por el país a la altura de los años treinta.

El restablecimiento de la democracia en España después de la Constitución de 1978 tuvo en cuenta las lecciones de nuestra historia inmediata. Con independencia de las actitudes reticentes a la alternancia de algunos de los dirigentes políticos que se han sucedido desde entonces hasta el presente, el recurso al electorado a través de unas elecciones limpias ha resuelto uno de los problemas más serios de nuestra tradición liberal y liberal-democrática. Esto y la emergencia de una nueva opinión pública española, orientada al centro y favorable a un entendimiento, no siempre secundado por los partidos políticos y sus dirigentes, respecto a los grandes problemas con que se enfrenta la sociedad española en este inicio del siglo XXI.

El libro de Varela Ortega aborda otras cuestiones fundamentales de nuestra vida política contemporánea: los efectos de una guerra gloriosa pero profundamente dislocadora, como fue el conflicto 1808-1814; la tipología de nuestros pronunciamientos; el contramodelo que para la vida del segundo trecho de la Restauración y la Segunda República supuso la larga vida de la Tercera República Francesa; el fracaso del golpe del 18 de julio de 1936 y el consiguiente inicio de la Guerra Civil; los errores republicanos en su planteamiento de la defensa de la democracia; la lógica de la transición a la democracia desde la dictadura franquista; la polémica de la memoria histórica, etcétera. Pienso, con todo, que la reflexión sobre los mecanismos de alternancia y exclusión en nuestra vida política constituye el meollo de esta rica y oportuna revisión de nuestro pasado político inmediato.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado en la UNED.

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