Exhumación de Franco: Por la concordia

Transitemos pausadamente por dos obras inmensas de la tragedia griega. Sin darnos cuenta llegaremos a nuestra realidad más apremiante, como cuando paseamos por un jardín herido por múltiples senderos abrazados por las más diversas flores y llegamos inexorablemente, guiados más por el sonido que por nuestra voluntad, a la fuente de agua, que convierte todo en un espectáculo de color y música. Un criado en Las coéforas de Esquilo dice «nos gobiernan los muertos». Si a un país conocido se le puede representar en cautiverio permanente de su pasado, ése es el nuestro, España. Siendo la representación más descarnada de esa malsana peculiaridad el nacionalismo periférico que, sin conformarse con la prisión que padecemos todos y al abrigo de esa maldita celda que es la Historia cuando se convierte en un pasado vivo, se inventan un pretérito artificialmente para sentirse más oprimidos y con menos libertad. El pasado siempre influyendo en nuestro espacio público al modo del óxido cenagoso y podrido que desprenden las tierras pantanosas.

No es sólo ahora y no sólo es Franco, ha sido siempre y con los más diversos protagonistas de nuestra Historia. Tomen un suceso o un personaje y verán cómo unos convierten el suceso en sagrado, defendiéndole de profanaciones críticas por feroces zelotes y otros lo denigran o, en el caso más frecuente, lo olvidan, avergonzados e ignorantes. No ha sido posible llevar a personajes y acontecimientos a la zona difícil de la razón crítica... hasta nos han hecho elegir entre el Quijote, representación de la España ideal, y Felipe II, convertido en la concentración de todos los males y de todas las inmundicias morales.

Dicen que la tragedia es la colisión frontal de dos fuerzas que no puede acabar más que con la destrucción, el aniquilamiento o la muerte. Justamente por esa inevitabilidad, la tragedia no se lleva bien con la democracia, pero sirve como pedagogía para gobernar las pasiones, como catarsis para que aparezcan los mejores sentimientos o como contraste entre la inevitabilidad de lo que representa y el reino pleno de posibilidades, de opciones, de alternativas que constituyen las democracias.

Hoy nos vemos inmersos en el debate sobre los restos del dictador Franco. La familia del general ha interpuesto todos los recursos legales que estaban a su alcance para intentar mantener el cadáver en El Valle de los Caídos; en su derecho estaban y la democracia favorece que se puedan defender de las acciones públicas, ¡faltaría más! Mientras tanto, en el espacio público unos consideran que no se podía hablar de una democracia plena mientras estuviera enterrado en un templo religioso con la significación de basílica, otros ven horrorizados que compartiera lecho mortuorio con los presos republicanos que forzados la construyeron; los tenemos que callan porque consideran que hablar del pasado impide hacerlo del presente y del futuro. También los tenemos que se niegan al traslado que se produjo finalmente ayer arguyendo que es el primer paso para derribar la Transición española.

Antígona, obra trágica del gran Sófocles, ha sido interpretada de mil maneras desde que el romanticismo la enarboló como bandera. Han interpretado el amor inquebrantable entre hermanos, el valor que muestra Antígona también ha representado, más en los últimos tiempos, la voluntad de emancipación de las mujeres, y ¿cómo no interpretarla como la lucha del individuo contra la maquinaria del Estado, defendiendo en el mayor número de ocasiones la superioridad moral de las relaciones entre los miembros de una familia, los miembros de una tribu o los que componen un pueblo sobre las leyes y las razones de Estado? Pero también la podemos entender como la lucha de lo viejo, las leyes ancestrales, en contraste con lo nuevo, las leyes de la ciudad, que se imponen a todos de manera igual e inflexible. Antígona representa las leyes viejas, las costumbres de la familia, de la tribu. Dice: «Porque es más largo el tiempo que debo agradar a los de abajo –los muertos– que el que tengo para agradar a los de arriba –los muertos–». Las leyes nuevas, la civilización, la ciudad... las simboliza el rey Creonte, generalmente mal visto por la sensibilidad artística posterior (dice el rey: «Sostengo ahora y antaño que todo aquel que dirigiendo una ciudad, no se aferra a los mejores planteamientos, sino que, por el contrario, mantiene cerrada la boca por miedo a algo, es el más vil»). Las fuerzas son parejas, las voluntades igualmente inquebrantables, la conclusión sólo puede ser trágica. En esa lucha en la que el Estado, el presente de entonces, lucha por imponerse al clan, no hay espacio para pactos y componendas.

Hoy el Estado tiene la fuerza para imponerse y la legitimidad democrática para impedir la utilización de la violencia por quienes se oponen a sus decisiones y el resultado sólo en situaciones excepcionales es tan irreversible como la muerte. La familia Franco tiene sus derechos como cualquier español, pero en su caso limitados, porque su progenitor no era uno más; era, lo quieran o no, un persona muy significativa, que mandó en España durante 40 años y lo hizo anulando las libertades políticas y muchos de los derechos que les eran y les son propios a los españoles en tanto que son ciudadanos. Esa relevancia del personaje limita los derechos de sus herederos; porque para conseguir la igualdad real las situaciones que difieren deben ser juzgadas de manera distinta. El Estado, representado por el Gobierno, tiene derecho desde hace 2.400 años, cuando Sófocles escribió la tragedia, a decidir los honores póstumos de sus hijos, según sean considerados héroes o traidores, según hayan defendido la ciudad –Tebas–, o hayan formado parte de los que la atacaron, la denigraron, la asfixiaron o la destruyeron. La tumba de Franco en El Valle era una anomalía (irregularidad, no-semejante, no- igual) para el Estado democrático y para la propia Iglesia católica.

Ahora bien la desaparición de la anomalía política no abre un tiempo nuevo, ni completa la democracia del 78, ni nos cambiará la vida, ni nos hará mejores, ni solucionará uno de nuestros numerosos problemas. Y corremos el riesgo de que la acción, en principio saludable, haga trizas la reconciliación en la que se basó la democracia que hoy disfrutamos. La democracia del 77 no es hija de la II República oficial, como tampoco es herencia del franquismo. La Transición es más heredera de los que sirvieron a la República en España y en el exilio que de los que la convirtieron en un mito petrificado a su servicio ideológico, político o personal.

Es la herencia que dejaron, entre otros, aunque no tengamos testamento escrito: Juan Ramón Jiménez, profundamente republicano y, sin embargo, alejado de la endogamia ideológica que se repitió en las diversas familias políticas durante los duros años de exilio; Américo Castro, siempre informado de lo que sucedía en España por Menéndez Pidal y siempre apesadumbrado por el vacío que le hacían los jefes oficiales de la República en el exilio; Besteiro, derrotado y muerto en Carmona y no suficientemente reconocido por su honesta posición en las últimas horas del Madrid republicano. Es la herencia de Wenceslao Carrillo y los que les acompañaron en aquellas horas postreras y amargas de la República en su capital; es la España de Antonio Machado muriendo en Collioure, pero también la de Manuel cuando escribe: «¡Chopos del camino blanco, álamos de la rivera / ¿qué dicen sin decir nada...? / Sin contar nada, ¿qué cuentan?/ De estas palabras sencillas, /¿Qué puso Antonio en las letras?». Y en la estrofa anterior refiriéndose a su madre que murió con Antonio en el sur de Francia «¿Qué tienen, madre, qué tienen / esas palabras que suenan / tan adentro de mi pecho / y tan lejos y tan cerca....». Es la España de Chaves Nogales y Clara Campoamor; también la del intérprete español Robles, desaparecido misteriosamente en Valencia y que mostró la verdadera envergadura moral de personajes como Hemingway, muy lejos de su valor artístico.

En la España del 77 tienen cabida todas las Españas que a lo largo de la Historia se han enfrentado. En esa España que nació mirando al futuro, pero sin perder de vista los errores del pasado, hemos conseguido que todos los que quieran puedan tener cabida con la dignidad que presta la ciudadanía. Esa España derrotó a Franco hace 40 años. Le derrotamos españoles y españolas, del norte y de sur, del oeste y del este, jóvenes y mayores; todos fuimos protagonistas de esa magnífico éxito histórico, hasta muchos franquistas contribuyeron a conseguir esa victoria basada en la concordia y la reconciliación. Es irreprochable que la anomalía se subsane, pero no perdamos de vista que la concordia nos libera de una España en blanco y negro, de rojos o azules, de gente y élite… excluyente y amputada, siempre convirtiendo en enemigos a la otra mitad.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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