El periódico lisboeta «Diario de Noticias», después de traducir el siguiente relato que le propuse y de darle muchas vueltas, decidió no publicarlo. Trabajé como consejero de Embajada en Portugal hace muchos años, quizás el periodo más agradable de mi carrera, más que mi estancia como embajador ante la ONU, a pesar de que mis años lisboetas tuvieron el grave sobresalto del saqueo de nuestra oficina y residencia.
He vuelto a Lisboa recientemente a presentar mi libro, donde trato de la Revolución portuguesa. Viví aquella etapa con interés no sólo por ver nacer la democracia, sino por el deseable contagio a España; Franco no podía durar. Me entrevistaron y aludí a un hecho que viví entonces y que detallo:
Estamos en el «verano caliente». El Gobierno elegido libremente empieza a tener dificultades con el Consejo de la Revolución, militares, bien intencionados pero no elegidos, y con políticos iluminados comunistoides que les influyen claramente. En una recepción, mi embajador, Antonio Poch, encuentra a Mario Soares persona muy apreciada en nuestra Embajada. Soares dice que hay algo muy delicado que tratar con él y que enviaría a alguien de su confianza para explicarlo en un lugar discreto, es decir no en nuestra legación. Poch accede, me lo cuenta -yo redactaba los informes sobre las relaciones hispano-portuguesas- y convinimos en que recibiera al emisario en mi domicilio. Eran fechas en que la Revolución se desviaba penosamente. Asistí a una enorme manifestación convocada por los socialistas en la Fonte Luminosa. Se corrió que elementos de izquierda habían impedido, con barricadas, el acceso a Lisboa de personas que venían a participar. Oímos unos atinados y muy aplaudidos discursos en defensa de la democracia de Soares y Zenha y ocurrió algo iluminador: pasó un camión militar por un costado y muchos asistentes lo abuchearon. Una primicia, los venerados militares silbados por o povo.
Vuelvo a Soares. Su enviado era el simpático ministro Campinos. Le abrí y lo dejé en un salón con mi embajador. Cuando lo despedí, Poch me sorprendió. Ante la gravedad de la situación, la directiva socialista quería saber lo que ocurriría si, forzados por las circunstancias, varios de sus miembros se veían obligados a cruzar de cualquier manera nuestra frontera. Me dictó una carta para nuestro ministro con la petición y al día siguiente, con el chófer de la Embajada, salí para Madrid. No quiso consultar por teléfono ni, por otras razones, hacer un telegrama cifrado.
Entregué la carta al subsecretario. Días después Poch transmitió verbalmente a Soares que el Gobierno español no pondría dificultades a la presencia o paso de un puñado de socialistas en nuestro territorio. En la Embajada cavilamos que para los socialistas debía ser peliagudo pedir algo al general Franco pero, dado que no tenían frontera con Francia o Alemania, era lógico que buscaran una vía de escape a través nuestro. No lo hicieron. Los acontecimientos se precipitaron. Llegó la increíble frase de Otelo, después de que desapareciera un camión con armamento: «Las armas están en buenas manos». Sin aclarar en cuáles, la frase alarmaba en un país polarizado.
La Embajada de España fue asaltada en septiembre por una turba no numerosa pero que pudo romper, quemar y robar «a vontade» porque nuestros dos edificios sorprendentemente no fueron protegidos. Se ordenó a la Policía que se inhibiera porque «o exercito» se hacía cargo. No fue así, aunque mi embajador había pedido protección a Melo Antunes y al presidente de la República, Costa Gomes, el Ejército no apareció hasta que todo estaba destrozado. En otros países, como protesta contra las ejecuciones de Franco, hubo manifestaciones más nutridas pero las embajadas estaban protegidas con suficientes efectivos. ¿Por qué no los hubo en un país pacífico como Portugal? Un interesante misterio.
Se produjo luego el bochornoso cerco de la izquierda a la Asamblea Portuguesa, varios diputados debieron escapar por la ventana. Cierta izquierda portuguesa no acababa de entender que echar a Caetano y celebrar elecciones significaba que gobernarían los que la gente eligiera, no los del gusto de los extremistas. He leído que Otelo dijo posteriormente que el error fue permitir que hubiera elecciones. Sorprendente, casi no lo creo.
Soares nunca le escribió a Franco. Nunca pidió asilo político en España. No cruzaría la frontera. En la carta sólo transcribíamos la pregunta de si podían, en caso de peligro, procedente evidentemente de la izquierda, atravesarla. Para los que nos considerábamos demócratas y observábamos la realidad portuguesa, era una petición comprensible. Admiré a Soares. Si viviera y yo fuera portugués, lo votaría. Su petición era la de un demócrata, que había vivido el exilio, pero al que los intransigentes asfixiaban por ser unos visionarios poco demócratas.
¿Por qué el periódico portugués rehusa publicar esto? ¿No tiene interés? Lo dudo. ¿Mancha la memoria de Soares? Ciertamente no. ¿No gustaría a cierta izquierda lusa? Quién sabe. Otro misterio.
Inocencio Arias, embajador de España.