¿Existe una abstención responsable?

Por Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 18/07/06):

En la mente de muchos se asocia la abstención con la falta de responsabilidad. Se supone que no se acude a las urnas por falta de interés, por inmadurez cívica, por frivolidad o por carencia de educación democrática. Se opta, si el día es soleado y festivo, por los goces familiares o privados de la playa o del campo.

El abstencionista hace bueno, al parecer, el refrán quien calla, otorga. Suele recaer sobre él un duro juicio crítico. Se le suele tratar con mentalidad paternalista. Se parte de la premisa de que su abstención es debida a carencias, a deficiencias (de educación, de cultura, de sentido democrático y cívico). Casi nunca se piensa que la abstención proceda de una actitud madura y responsable.Se supone que el que se abstiene es menor de edad en términos cívicos. Es, pues, objeto de preocupación de políticos e ideólogos.Debe ejercerse con él paciente pedagogía. Ha de ser sometido a correctivos de refinada ingeniería social. Su caso tiene que tratarse en el capítulo de las lacras sociales que una sociedad democrática arrastra. El abstencionista es, en toda circunstancia, un sujeto que no parece acreditarse como tal: no hace uso de sus derechos, quizás porque tampoco tiene claridad sobre sus propios deberes.

No fueron pocos, según mi información, los que de forma reflexiva eligieron la abstención -en el reciente referéndum catalán- en pleno uso de sus responsabilidades y en ejercicio colmado de sus deberes cívicos. Se puede objetar, a esta posibilidad, que siempre existe el voto en blanco: evita el equívoco y es más rotundo. ¿Por qué no optaron esos abstencionistas responsables por la papeleta vacía?

Ese voto nulo fue, por lo demás, especialmente abundante en la consulta catalana. Sería digna de reflexión su presencia clamorosa.Sólo pudo significar una intensa indignación con todos los partidos que han pedido el voto (afirmativo o negativo). Constituye la expresión inequívoca del rechazo de un proceso político centrado de manera obsesiva en un tema mal conducido, peor argumentado, deficientemente resuelto, y escasamente permeable a los intereses de la ciudadanía.

Pero decidirse por la abstención no es lo mismo que determinarse por el voto en blanco. El abstencionista corre el riesgo de confundir su acto, en caso de ser reflexivo y premeditado, con formas claras de irresponsabilidad, o con una ciudadanía que no parece sentirse concernida en la consulta.

Me ha sorprendido -como acabo de señalar- que en esta votación reciente muchas personas optaron por la abstención de manera meditada, reflexiva, libre. Y en pleno uso de sus derechos y deberes cívicos y políticos. Muchas de esas personas hubieran preferido, quizás, en términos de convicción y coherencia ética, haber engrosado ese interesante voto en blanco que terminó resplandeciendo cual diadema en medio del baldío yermo de la abstención, y de una participación que no alcanzó la cifra simbólica necesaria: que se quedó a 1,20% de la mitad de la población catalana.

Me atrevería a afirmar que esos que, de manera meditada y reflexiva, se decidieron finalmente por la abstención lo hicieron por razones de naturaleza política. Antepusieron sus exigencias políticas a sus convicciones, o a razones de coherencia ética. Adivinaron que en ocasiones importa más la responsabilidad política que la coherencia con las propias certidumbres. Su ethos exigía, a su parecer, y por paradoja sólo aparente, la abstención como efecto del ejercicio cívico y político. Sabían, y no les faltaba razón, que absteniéndose harían más daño y perjuicio que con el voto en blanco a todos los que compitieron en desaciertos en el proceso y resultado de un asunto de interés escaso entre los ciudadanos, pero de exacerbada importancia -al parecer- para los políticos en activo. La abstención tenía, entonces, el carácter de un voto de castigo perfectamente meditado y reflexionado: voto catártico contra una clase política que no merece nuestra confianza.

No hablo aquí de índices estadísticos. Me refiero a personas concretas de cualificada integridad moral y profesional que, en razón del desastroso modo con que ese asunto se había llevado, decidieron ese día no visitar las urnas. Hablo de aquéllos que me han razonado en estos términos su comprometido modo de abstenerse en el pasado referéndum catalán.

La consulta, frente a quienes intentan conducirla, termina introduciendo con frecuencia sorprendentes desmentidos. La democracia depara giros, vuelcos, inversiones inesperadas. Los principales actores que urgen a la participación, o al voto cualificado, sufren al final, con frecuencia, un correctivo irónico. Al igual que la tragedia, también la democracia suele recurrir, por su propia mecánica de funcionamiento, a la misma figura retórica: la ironía.Ambas, tragedia y democracia, hacen verdad el dicho con el que terminan siempre las tragedias de Eurípides: «Los dioses consiguen que lo inesperado acontezca; y que lo que todo el mundo aguarda no alcance su cumplimiento».

Se esperaban índices de abstención más reducidos que en la consulta democrática del anterior referéndum catalán, en 1979. Se nos decía una y otra vez que este nuevo Estatuto constituía el deseo expreso de la sociedad catalana, evidenciado en el célebre 90% de los políticos que lo aprobaron. Se hablaba de un clamor popular que correspondía a esa abrumadora cifra de parlamentarios favorables.Las fuerzas económicas, sociales, incluso eclesiásticas, parecían reforzar el espejismo de unanimidad catalana en torno a ese Anillo del Nibelungo, deseo de todos los catalanes -según se decía de forma insistente, diaria, a todas horas- que era el Estatuto.

Los que se quejan ahora de que se use para fines partidistas el dato de la abstención son los mismos que aducían una y otra vez esa cifra (90%) como la señal del gran clamor del nuevo Estatuto, querido, deseado, anhelado por la casi totalidad de la población catalana. Pero entre esa estruendosa cifra cercana al 100% y el escuálido 48,8% de los que votaron en el referéndum se abre el abismo que existe entre la Cataluña soñada y la real. Esta última, en matemática mayoría, se encogió de hombros ante esa panacea reclamada por los políticos.

La ironía que resulta del ejercicio democrático pulveriza el fulgor de los que pretenden conducirla, y restablece aquellas primeras previsiones que se hicieron cuando todavía no se habían comenzado a movilizar los dispositivos correctores. Al comenzar el tedioso proceso del Estatuto se supo, por consulta todavía espontánea, que sólo un número inferior a la mitad de la población catalana se sentía nacionalista. Aun menor era el número de quienes definían a Cataluña como nación. Desde el comienzo se advirtió que el nuevo texto despertaba escaso interés. Se hallaba en situación muy rezagada en relación a asuntos que la ciudadanía consideraba prioritarios.

Los últimos destellos del Estatuto han demostrado que su virtud se asemeja a la del Anillo del Nibelungo en la ópera wagneriana: el que lo posee como seña de identidad queda sometido a su inexorable maldición. Lo han podido comprobar con amargura Carod-Rovira, Pasqual Maragall y el Tripartito en su conjunto. Quien se proclama valedor del Estatuto termina devorado por la maldición que parece arrastrar consigo. Sólo el que nunca lo deseó, y sólo tardíamente terció con el fin de arrebatarle su virtud hechicera, como es el caso de Convergencia i Unió, queda al parecer indemne a esa singular maldición que parece encerrar en sus entrañas.

Lo sucedido en Cataluña puede ser una premonición de lo que puede llegar a suceder en España entera el día en que tenga lugar la próxima consulta electoral: la que decidirá quien debe gobernar en España los siguientes cuatro años. Me refiero a los altos niveles de abstención.

Estos días se ha deslizado por los periódicos la decisiva noticia de que el tema del proceso de paz en Euskadi y del fin del terrorismo de ETA ha descendido de ser la segunda de todas las preocupaciones ciudadanas españolas nada menos que a un rezagado y mediocre quinto puesto. Basta con que ese dato se mantenga o se afiance para que un amplio sector de la población, cansado de que unos y otros les hablen únicamente de lo que sólo en quinto lugar les importa, en grave descuido de los asuntos verdaderamente relevantes (como puede ser el acceso a la vivienda de las nuevas generaciones, el paro, la inseguridad ciudadana, la falta de motivación en el terreno de la investigación y de la enseñanza por parte de los gobernantes), decida engrosar, de forma consciente y responsable, el número de los futuros abstencionistas.

Quizás se reflejen en el futuro índices de abstención galopantes, por mucho que esa tendencia quiera ser corregida con unos niveles de agresividad militante que los españoles nacidos tras la contienda civil difícilmente pueden recordar.

La grandeza de la democracia consiste en que permite la abstención; nunca hay participaciones al 100%, como sucede en las tiranías.La abstención no es necesariamente una lacra (como se dice una y otra vez por razones interesadas). Puede ser un acto libérrimo de responsabilidad cívica y política. Y es, en todo caso, la revelación de esa ironía inherente al propio sistema democrático, capaz de desmentir, con frecuencia, las pretensiones partidistas con correctivos que, aunque indirectos y de ambiguo discernimiento, se hallan nimbados con el esplendor propio de lo verdadero.

El correctivo al sueño infatuado del 90% de políticos catalanes deseosos del Estatuto lo ha producido, con su ironía característica, la consulta democrática: la cifra de participantes en tan decisivo evento, o en jornada histórica tan determinante -capaz de establecer un antes y un después en la Historia de Cataluña, según se nos ha estado diciendo de manera machacona durante estos años-, no ha alcanzado ni siquiera el 49% de la participación ciudadana.

No sólo eso: tres días después del resultado de la consulta, el propio presidente de la Generalitat ha puesto punto final a su carrera política. Pasará a la Historia, desde luego: como un penoso interregno entre el largo gobierno de Pujol y el de los sucesores de éste. De forma análoga a Macbeth, pero sin sangre en las manos, podrá pronosticársele -sin necesidad de acudir al colectivo de las brujas- que ha sido por unos años, sólo tres, más que Pujol. Pero lo cierto es que serán los hijos y los nietos de éste los que gobernarán Cataluña por los siglos de los siglos.

Y en vistas de lo que ha sucedido con el Tripartito, con el desastroso asunto del Estatuto, y con el lamentable modo de gobernar de este presidente de Cataluña, puede decirse con verdadera ironía democrática. Amén, así sea.