Éxito de lo cotidiano, olvido de la belleza

Nosotros, los viejos, nos fiamos cada vez menos de quienes hablan bien de todo el mundo. Enseguida suponemos que están trepando, casi siempre en el mercado político, aunque todavía nos repugnan más —no es fácil— si los aludidos, pelotas de profesión, están sobando al entorno de su presidente empresarial.

Todo ser humano tiene criterios éticos y profesionales con los que califica a sus conocidos. Juicio positivo o negativo que contribuye a la salud de nuestra sociedad en evolución constante. Tanto las críticas correctivas como las laudatorias suman si son auténticas. Y restan si solo adulan.

Los expertos en el «sobo» son perdonables si están en la pubertad o en edad que apuesta por su incorporación al juego vital. Pero resultan condenables si ya transitan por épocas de sensatez.

El mundo del arte cuenta con críticos que nos ilustran con lo que sienten. Educados y placeados transmiten su verdad, la que su conocimiento autentifica. Pero hay otros, muchos, que se apuntan con pedantería e ignorancia a lo que se lleva, sea genuino o refrito; ni saben, ni sienten, ni deberían pontificar, pero cobran, y, si listos, intervienen y dañan.

El arte que ha superado el juicio de la historia tiene altibajos en su valoración económica pero no en su prestigio. El que se ha incorporado al mercado en los últimos decenios depende, al margen de su calidad real, de su gestión comercial y política. También del entorno en el que se comercializa. Zuloaga, Sorolla, Anglada Camarasa, J. Mir, Julio Romero de Torres han multiplicado espectacularmente su cotización cuando han sido subastados en Londres. Pinazo, Benedito, Regoyos, Rusiñol, José Benlliure, y tantos otros, están a la espera mientras siguen comercialmente recluidos en el marco ibérico

Hace unos días fui a ver a Hopper; costumbrista especializado en detener, con intención, una imagen de la vida misma. Su obra se vende en USA a precios fijados por aquel mercado. Paseaba por la sala, curioso, cuando me paré ante una pieza particular y me dije: «Aquí sí que se ve que sabe pintar». La obra es de Edgar Degas y estaba aviesamente intercalada. A pesar de su valor histórico, quizás se pudiera comprar hoy por el precio de un «Hopper» ¡Quién lo diría! El mercado local del país rico es el que, porque puede, valora y cifra y los pelotas de turno contribuyen a la espera de su comisión.

Hay que reconocer que Hopper es un retratista de la escena cotidiana que, examinada a través de su tomavistas, queda detenida por su selectiva decisión. Ni sus personajes, ni sus paisajes posan; en ninguno de sus lienzos se respira predecoración. Resultan escenas del día a día que en nada se parecen a la pintura realista secular, siempre atenta a la composición y a la maestría técnica, fuera ésta detallista, fiel a la visión real, impresionista o futurista. Porque su intención no es, evidentemente, esteticista sino espontánea, americanamente distendida; pacífica, no empastada a lo Lucian Freud; contemporánea como respuesta a la época desenfadada en la que vivimos, cuando nada quiere permanecer fiel a los cánones; alejada de la truculencia de Bacon, que describe su sentimiento como parte del cuerpo descuartizado en carnicería, o del realismo perturbador de Balthus; neutral en su independencia. Cada uno de los mencionados recibe el aplauso incondicional de la crítica y, en consecuencia, la valoración suntuaria de su obra.

En el mundo abstracto, opuesto al anterior, destaca solitario Rothko. Nacido de familia judía y con una mística singular, traza una trayectoria que culmina en grandes diálogos entre monocromías o soliloquios, profundas en sus veladuras. El mercado de los poderosos le adjudica la cotización máxima. La crítica asiente. En este caso se ve la fuerza de su autoría, de identidad inconfundible. La firma, aunque inexistente, deja constancia de su temblorosa presencia.

Dentro del panorama español, Chillida, Tàpies, Millares y Palazuelo brillan aunque no se presenten. Basta uno sólo de sus rasgos para sentirles cerca. Cuántos de quienes les siguen intentan ser y no existen.

Este preámbulo pretende demostrar la suerte letal de lo que siempre fue considerado gloria de la hermosura ante el triunfo de la cruel realidad.

Cuando empecé a apreciar la belleza física, apostura, de los protagonistas en lienzos históricos, me di cuenta de que aparece más tarde que en la escultura. Si los cuerpos y las cabezas griegas lucen con naturalidad su guapeza (Discóbolo de Mirón, 455 a. C.), en la pintura no asoman su intencionada gracia hasta que Botticelli nos deja la Perla, «El nacimiento de Venus», y me refiero a su cara. Después, hay un grupo reducido de pintores que presta atención particular a tal condición: Murillo pinta en Sevilla para una aristocracia enriquecida y llena sus salones de caras bonitas, de pícaros y niños cuyas sonrisas seducen; los hoyuelos de sus mejillas y la comisura de sus labios acompañan la expresividad de sus miradas despiertas; la miseria de sus vestidos realza su alegría optimista. En los conventos e iglesias, rinde culto a sus Vírgenes, guapas de verdad, de mirada mística, postura y galas de noble elegancia. En su obra no hay un mal gesto. La imaginería sevillana seguirá sus huellas. En Nápoles se da un caso particular, más agudo aún que el del sevillano: Bernardo Cavallino, pintor oculto, casi misterioso, dedicado a retratar modelos exquisitos. Su obra memorable se esconde. Y no suena. Sonará.

El paso del XVII al XVIII discurre por un período —Rococó— que exhibe profusamente su cursilería en Francia; Greuze y Fragonard entusiasman a La Pompadour, pero hoy a nosotros nos espantan. Y es en Italia, una vez más, donde surge el genio G. B. Tiepolo. Pinta mucho en Madrid y nos deja, además de sus frescos en El Palacio Real, la fabulosa Inmaculada de El Prado, culmen de la belleza (no especialmente en la cara) de su composición, colorido y dinámica.

En España, algunos autores siguen el ejemplo de Murillo para crear guapeza, pero los grandes sólo pintan la verdad pura. Velázquez, anterior a Murillo, plasma nada menos que lo que ve y Ribera, un punto tremendista, retrata su mística. Zurbarán, en su espléndida colección de damas, disfruta de la elegancia. Después, con la aparición de Goya, únicamente cuenta el talento, hasta la incorporación a finales del XIX y primera mitad del XX de los Bécquer, Madrazo, Fortuny y, algo más tarde, M. Benedito —Cleo de Merode— que buscan de nuevo la guapeza.

Dibujé algún tiempo en el estudio de D. Manuel B. que sólo pintaba del natural —fue discípulo de Sorolla— y me admiraba la atención que prestaba a los ojos de sus retratadas: insistía hasta que lograba su momento glorioso. Mientras, peleaba insatisfecho. Pocos son capaces de retratar guapuras. A mí me da pena. Hoy se enaltece la fealdad.

Creo que, cuando muchos aplauden interesadamente lo incompresible, conviene rendir homenaje a la Belleza que tanto nos hace gozar a sus admiradores.

Miguel de Oriol e Ybarra. Doctor arquitecto. De la Real Academia de Bellas Artes.

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