Éxitos y fracasos

Por Ricardo Esteves, empresario argentino y copresidente del Foro Iberoamérica (EL PAIS, 24/02/05):

A 25 años de iniciado un proceso sostenido de crecimiento económico, Chile es hoy un país irreconocible del de entonces. Por un lado, la realidad de sus datos macroeconómicos: el producto bruto es hoy tres veces mayor que en 1979, habiendo crecido a ritmo constante, con años en que lo hizo a más del 12%. Las exportaciones pasaron de 3.800 a 32.000 millones de dólares. Y la tasa de inversión se consolidó desde 1988 en niveles superiores al 20% del producto bruto, llegando en años a más del 27%.

Gracias a ese desempeño y a la racionalidad con que actúa, se ha ganado además un reconocimiento internacional que lo ubica muy por encima del puesto que le correspondería por la dimensión del país y su economía.

Por otro lado, está también lo que se ve: una capital moderna y limpia y un país en construcción y con rutas impecables por doquier.

Por último, está la transformación y evolución de sus grupos sociales; quiénes resultaron ganadores y quiénes no. Los principales beneficiarios han sido los grandes empresarios y el sector de la clase tradicional, que se adaptó a la dinámica y a la modernidad del proceso de Chile. Hoy el país cuenta con una estructura de corporaciones nacionales de primerísimo nivel, a la que solamente superan las de México y Brasil en la región, pero mucho más sólida, importante y proyectada internacionalmente que las de Argentina, Venezuela o cualquier otro país de América Latina, aun con economías, población y recursos muy superiores a los de Chile. Ese sector ha sido -y es- un factor de empuje y arrastre para toda la economía del país. No obstante, su fuerza se apalancó hasta ahora en la explotación de recursos naturales y productos primarios, o en los servicios para consumo interno: la banca, el comercio o los fondos de pensión.

Pegado a ese sector, hay una capa de clase media alta y grupos tradicionales (entre el 10% y el 15% de la sociedad) que se prendió al proyecto de aquél, vendiéndole apoyos logísticos y servicios, y que ha tenido también una evolución y un progreso espectaculares, consiguiendo un nivel de vida que envidiarían sus pares de más de un país desarrollado.

También hay otra parte de la clase media que pudo entrar (en torno al 30% de la población) en el juego, que son, entre otros, los funcionarios y empleados de todas aquellas estructuras y empresas que participan del proyecto, y los obreros de las industrias más dinámicas, que con sacrificio y en un plano mucho más modesto, pudieron evolucionar, acceder a una vivienda moderna aunque reducida, a un automóvil y a otros elementos de confort.

Hay aproximadamente otra mitad de la sociedad que recibió poco del festín. Obviamente, es la capa inferior de la pirámide; las poblaciones rurales, los obreros de la minería y de otras industrias en sectores geográficos o actividades marginales.

No obstante, su condición mejoró sensiblemente sin dudas desde los años en que solían trasladarse en masa a la Argentina en busca de empleos domésticos o de cualquier tipo (sería técnicamente imposible que no fuera así en un país que duplica su producto bruto en 15 años). Cuentan hoy con empleo y con un Estado que ha evolucionado a la par del país y que ha mejorado notoriamente los servicios públicos y sobre todo la infraestructura. Pero tampoco hay dudas de que su participación en los beneficios ha quedado rezagada en relación a aquellos otros sectores de la sociedad. Hay que admitir que el programa educativo para capacitarlos y elevarlos no dio los resultados esperados.

A ellos apunta el senador Adolfo Zaldívar, presidente de la Democracia Cristiana, que a pesar de ser miembro de la Concertación -el grupo de partidos que llevó a Lagos a la presidencia-, aparece como el principal crítico al actual modelo económico.

Otra dificultad que se avizora en el desarrollo futuro de Chile es que hasta ahora los agentes dinámicos han sido la imaginación y el profesionalismo con que los sectores empresariales chilenos han puesto en valor los productos del país, desde la fruticultura, los vinos, la pesca, el papel y la madera o la minería. El problema es pasar de allí a un escalón más arriba: a transformarse en una sociedad que pueda venderle al mundo servicios o productos industriales más sofisticados. Otro desafío pendiente y que el fuerte crecimiento económico no pudo resolver es el marcado contraste socioeconómico entre Santiago y las otras ciudades del país.

No obstante, da la sensación de ir avanzando con firmeza y en armonía hacia su destino.

Un factor clave para que el proyecto no se truncara fue la madurez que demostró la clase política. Debe destacarse la convivencia entre los grupos de derecha que iniciaron el cambio, apañados en una cruel dictadura militar (y, como hemos visto ahora, también corrupta) y la coalición de centro-izquierda que tomó la posta -lleva ya 15 años en el poder y va a la cabeza en las encuestas para continuar por otros cinco más- y que sin resentimientos ni prejuicios entendió y aceptó que el factor fundamental para sostener el crecimiento era mantener intactas las condiciones que incentivaran una alta tasa de inversión.

Como conclusión, sin embargo y a mi entender, el mayor éxito que pueda haber tenido Chile en estos 25 años de cambio, más que por lo que logró, lo es por lo que impidió. Es el haber evitado (hay que recordar que por momentos llegó a tener niveles de desocupación próximos al 30%) el nacimiento y afianzamiento de esas trágicas y vergonzantes realidades sociales que son las villas de emergencia y las favelas, que azotan y humillan a países como Argentina y Brasil. Ésa es, a mi modo de ver, la mayor victoria de Chile. Una conquista moral más que económica. Y el punto de contraste más fuerte con estos países.

Para la Argentina, es éste uno de los desafíos más graves a enfrentar: los bolsones de extrema pobreza y miseria. Es un problema que debería ser prioridad nacional, con el objetivo claro y preciso de erradicarlo en un plazo de 10 o 15 años. Es un tema, es cierto, difícil y complejo, donde juegan no sólo factores económicos, sino también culturales. Es una herida profunda, que no se sana con los subsidios de 60 dólares al mes a los desocupados.

Si no curamos esta lacra que pesa sobre las espaldas de todos los argentinos, estaremos condenando al país a la mediocridad, a ser un caldo de injusticias que alimentarán a su vez la inseguridad y el odio entre los argentinos.