Ya ha pasado un año de los ataques liderados por Hamás el 7 de octubre de 2023. Desde entonces, la ofensiva israelí en Gaza ha provocado el desplazamiento forzado de casi dos millones de personas y más de 41.000 muertos. Según un artículo publicado recientemente en The Lancet, las muertes relacionadas con el conflicto (por ejemplo, por desnutrición o falta de asistencia sanitaria) habrían alcanzado las 186.000 en junio de 2024. Estas cifras significan que el 85% de la población gazatí ha tenido que huir de sus casas y que un 8% (la mayoría mujeres y niños) habría fallecido durante el conflicto. Ya sean muertes directas o indirectas, la campaña militar en Gaza ha llevado al índice de mortalidad diaria más alto del siglo xxi. Siguiendo la acusación de Sudáfrica, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) concluyó en enero de 2024 que no se podían desestimar los cargos de genocidio contra Israel.
Los mecanismos que han llevado al desplazamiento forzado de la mayor parte de la población gazatí son múltiples. En primer lugar, están las órdenes de evacuación emitidas por el Gobierno israelí: las primeras fueron a los pocos días del inicio del conflicto y afectaron todo el norte de Gaza, lo que llevó al desplazamiento de más de 1,1 millón de palestinos en menos de 24 horas. Con el avance de la invasión, les siguieron otras, por ejemplo, en Khan Younis, en diciembre y enero, o en Rafah, en mayo de 2024. Esta última implicó la evacuación de otro millón de personas, muchas de ellas desplazadas (incluso en varias ocasiones) en los meses precedentes. En segundo lugar, los desplazamientos forzados también han sido consecuencia de los bombardeos, que han destruido la mayor parte de viviendas e infraestructura civil (desde hospitales a escuelas y carreteras) y representan un riesgo para la vida incluso en zonas declaradas supuestamente seguras. Finalmente, a todo ello debe sumarse la dificultad para sobrevivir, con severas limitaciones en el acceso al agua potable, la electricidad, la comida, los suministros médicos y otros productos básicos. En mayo, las Naciones Unidas concluían que la situación en Gaza había «alcanzado niveles de emergencia sin precedentes».
A pesar de que el desplazamiento forzado de la población gazatí es un elemento central del conflicto, no solo su consecuencia, existen pocos análisis que pongan esta cuestión en el centro. De ahí la necesidad de escribir esta Nota Internacional CIDOB, que pretende revisar el primer año de la ofensiva en Gaza desde la óptica de las migraciones. En clave interna, es preciso preguntarse sobre la naturaleza del desplazamiento forzado, que en este caso es planeado y tiene el propósito de facilitar la ocupación del territorio. En clave externa, cuando el desplazamiento forzado va acompañado de una política de fronteras cerradas, la cuestión es qué papel juega el derecho internacional, las Naciones Unidas y las distintas partes implicadas.
Desplazamiento forzado organizado
El término desplazamiento forzado se refiere a todas aquellas situaciones en las que las personas se ven obligadas a huir de su hogar o lugar de residencia habitual debido a conflictos armados, violencia, persecuciones y violaciones de derechos humanos, desastres naturales o catástrofes provocadas por el ser humano. Es una definición amplia que incluye condiciones muy distintas dependiendo de si las acciones que provocan el desplazamiento son ejecutadas por los estados, si la persecución es individual o colectiva, si responde a una acción planeada o con qué propósito concreto se lleva a cabo.
Es por ello que, en relación con el conflicto de Gaza, Adamson y Greenhill proponen un término más preciso: «migración forzada organizada», que correspondería a aquellas situaciones donde las migraciones son utilizadas como herramienta geopolítica por parte de las élites estatales y otros actores. Sin embargo, de nuevo, este término incluye situaciones muy dispares, con movimientos de población que pueden ser voluntarios o forzosos y con propósitos tan distintos como crear un imperio o consolidar un proyecto de Estado-nación, negociar la política exterior con terceros países (en lo que se entiende como instrumentalización de las migraciones) o ser fruto de una política de gestión de la migración (por ejemplo, las deportaciones).
Precisamente por esta diversidad de situaciones, creemos necesario seguir acotando el término, a nuestro parecer en un doble sentido. Por un lado, más que de migración forzada organizada, deberíamos hablar de desplazamiento forzado organizado. El cambio de migración a desplazamiento es fundamental, pues estamos hablando de expulsiones de personas de sus lugares de origen o residencia. Por otro lado, es necesario recordar que, en este caso, la expulsión de la población palestina es la otra cara de la expansión territorial israelí. El objetivo final de la ocupación es la anexión y el asentamiento definitivo sobre el territorio. Según la visión del Gobierno israelí, esto pasa por reducir al mínimo el número de palestinos viviendo en él. En 2016, Yair Lapid, un político israelí percibido como centrista o incluso liberal y que en 2022 fue brevemente primer ministro, declaraba en un periódico: «mi principio es máximo de judíos en el máximo de tierras, con la máxima seguridad y con el mínimo de palestinos». No es pues un desplazamiento temporal. La expulsión se hace con el propósito de ser definitiva y, contrariamente al derecho internacional, el retorno no se vislumbra –desde la perspectiva del Gobierno israelí– como una posibilidad.
Todo ello nos lleva a concluir que, en comparación con otras situaciones de desplazamiento forzado, la singularidad del caso de Gaza es triple. Primero, el desplazamiento no es una consecuencia del conflicto, sino uno de sus principales objetivos, al formar parte de una estrategia organizada por parte del Estado de Israel. Segundo, el propósito es la expulsión de un territorio con fines de expansión. En este sentido, no está lejos del caso de los rohinyás en Myanmar, donde genocidio, expulsión y apropiación de tierras fueron de la mano. Tercero, la expulsión pretende ser definitiva, lo que como veremos más adelante pone en jaque el sentido de la protección internacional e incrementa la geopolitización de las migraciones.
Expulsión-expansión
El binomio expulsión-expansión ha sido una constante en la historia del pueblo palestino desde la creación del Estado de Israel en 1948. Entonces, la Nakba (en árabe, catástrofe) llevó a la muerte de 15.000 personas y al desplazamiento forzado de 800.000. En 1967, con la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania, otros 300.000 palestinos se vieron forzados a huir de sus casas. Desde entonces, las expulsiones se mantienen. En Cisjordania, se han implementado a través de la confiscación de tierras, la demolición de viviendas, la expansión de asentamientos ilegales y también como consecuencia de severas limitaciones de movimiento dentro del territorio. El 7 de octubre no ha hecho más que acelerar estos procesos, con un crecimiento de los ataques y los asesinatos perpetrados por los colonos e incursiones de castigo por parte del ejército israelí. En Gaza, el Gobierno israelí retiró la presencia militar y los asentamientos en 2005, pero siguió ejerciendo un control indirecto, con bloqueos aéreos, marítimos y terrestres que han dificultado hasta el extremo las condiciones materiales de vida de la población.
El académico y abogado en derechos humanos Munir Nuseibah, de la Universidad Al-Quds de Jerusalén, ha identificado seis métodos a través de los cuales el Estado de Israel ha impulsado el desplazamiento forzado de la población palestina a lo largo de todos estos años. El primer método es directo, y tiene que ver con la violencia ejercida sobre la población civil en tiempos de guerra. El segundo es consecuencia de la maquinaria administrativa, por ejemplo, construyendo formas precarias y revocables tanto de residencia como de nacionalidad. Según el Ministerio de Interior de Israel, 14.152 palestinos perdieron la residencia entre 1967 y 2011, y en 2003 se estimaba que había más de 10.000 menores no registrados en Jerusalén Este. El tercer mecanismo incluye el encarcelamiento y la deportación, muchas veces como penalización del ejercicio de derechos políticos fundamentales como manifestarse o expresar opiniones. Según un informe de la relatora especial de las Naciones Unidas para los Territorios Palestinos ocupados, Francesca Albanese, desde 1967 más de 800.000 palestinos, incluidos menores de hasta 12 años, han sido detenidos por el ejército israelí, a menudo sin evidencia firme ni juicio y en condiciones inhumanas.
Los otros tres mecanismos para forzar el desplazamiento de la población palestina pasan por limitar la vida hasta tal extremo que no quede otra alternativa que huir. En este sentido, el cuarto mecanismo tiene que ver con la planificación urbana y la distribución de recursos. Por ejemplo, incluye los asentamientos judíos en zonas ocupadas, legitimando la destrucción de viviendas y localidades enteras; la construcción de infraestructuras –empezando por los 800 km de muro que se extienden por Cisjordania y rodean Jerusalén– que, además de anexionarse territorios, dificultan la capacidad de la población palestina de trabajar, vivir y desplazarse libremente; o la extracción de recursos en beneficio propio en los territorios palestinos ocupados o la expropiación de propiedades como, por ejemplo, en zonas declaradas reserva natural. A modo de ilustración, se estima que 500 pueblos palestinos han sido destruidos por la política de parques y bosques del Gobierno israelí. El quinto mecanismo está relacionado con la apropiación de tierras y propiedades bajo leyes discriminatorias y tribunales declaradamente parciales. Finalmente, limitar el acceso al agua, comida y otros productos básicos son también un factor de expulsión. El acceso limitado al agua potable, agravado en el último año, es uno de los símbolos más evidentes de la violación de derechos fundamentales.
La historia del pueblo palestino desde 1948 demuestra que a más expulsiones de palestinos, más expansión israelí. Más allá de los hechos, el binomio expulsión-expansión también queda reflejado en los discursos políticos, que se han hecho todavía más explícitos en este último año. Por ejemplo, pocos días después del 7 de octubre, el ministro israelí Gideon Sa’ar declaró a la prensa que «Gaza debe ser más pequeña al final de la guerra». También entonces se filtró un informe de los servicios de inteligencia de Israel con planes de transferir la población gazatí de forma permanente a la península egipcia del Sinaí. El ministro de agricultura Avi Dichter lo llamó la nueva «Nakba de Gaza». En diciembre, el político de extrema derecha y ministro de finanzas israelí Bezalel Smotrich acabó de sentenciarlo: «lo que hay que hacer en la Franja de Gaza es alentar la emigración. Si hay 100.000 o 200.000 árabes en Gaza y no dos millones de árabes, toda la discusión del día después será totalmente diferente». Sobre los planes del día después, la propuesta parece clara también: a finales de 2023, un grupo inmobiliario defendía empezar a construir en Gaza. En enero de 2024, varios ministros del Gobierno israelí asistieron a una conferencia de cientos de colonos (bajo el título «El asentamiento trae seguridad») que propugnaba la reconstrucción de los asentamientos.
Crisis del derecho internacional
Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, los Convenios de Ginebra de 1949 –ratificados universalmente– pusieron las bases del derecho internacional humanitario a partir de un conjunto de normas que establecían unos estándares mínimos de humanidad que debían ser respetados en cualquier situación de conflicto armado. Dos años después, la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 definía los derechos de las personas refugiadas y las normas internacionales (obligaciones por parte de todos los estados signatarios) para brindar protección a aquellos que –no pudiendo ser protegidos en sus lugares de origen– no les quedaba otra opción que huir. Gaza es la ilustración del fracaso estrepitoso del derecho internacional tanto en el ámbito humanitario como en el de asilo.
En un artículo reciente, Cordula Droege – directora jurídica del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR)– argumentaba que el derecho internacional humanitario surgió para proteger a la población civil cuando los mecanismos de prevención o resolución pacífica de conflictos fallaban. En el fondo, implica reconocer el derecho a la guerra (donde ambos lados pueden matar, herir, detener y destruir) mientras se prohíbe la deshumanización del adversario. No se pretende acabar con la guerra pero sí humanizarla, estableciendo un equilibrio entre dos imperativos aparentemente irresolubles: la necesidad militar y la humanidad en común. Esto pasa por prohibir con rotundidad actos como la tortura, la violación, la toma de rehenes, el ataque a la población civil o los heridos. En otras áreas, las normas son más matizadas pero, en todo caso, establecen que deben evitarse o minimizarse las víctimas civiles. El caso de Gaza –como ya hemos dicho, con el índice de mortalidad diaria más alto del siglo xxi, siendo la mayoría mujeres y niños– demuestra su fracaso rotundo. Una interpretación literal de las normas, donde se invoca la ausencia de claras violaciones, no puede justificar el nivel de muertos, heridos y destrucción que el derecho internacional humanitario tiene como principal objetivo evitar.
Cuando la protección de la población civil en contextos de conflicto falla, entonces queda el derecho a solicitar asilo. Sin embargo, para ello es necesario cruzar una frontera y es justamente esto lo que queda absolutamente fuera de cuestión respecto a la población gazatí. En pocas palabras, se les empuja a salir, pero no hay salida posible. La explicación es doble. En primer lugar, darles asilo en otro país implicaría facilitar y en cierta forma aceptar los planes de Israel, es decir, la expulsión definitiva de los palestinos de la Franja de Gaza. Lo saben bien los países vecinos como Jordania, Líbano y Siria, que han visto como los refugiados palestinos se establecían de forma permanente. Hay pocas dudas de que, nuevamente, se trataría de una salida sin posibilidad de retorno, con un Estado de Israel que no solo no permitiría la vuelta sino que además desplegaría una política de repoblación con colonos judíos (al estilo de Cisjordania) que dificultaría todavía más la resolución del conflicto. En este sentido, para muchos palestinos quedarse es también una forma de resistir. En segundo lugar, los países vecinos no quieren más refugiados ni importar dentro de sus fronteras (más de lo que ya está) el conflicto palestino-israelí. El rey Abdullah II de Jordania (que tiene frontera con Cisjordania, no con Gaza) fue muy claro al respecto: “ni refugiados en Jordania, ni refugiados en Egipto”.
Responsabilidad en cuestión
En este contexto, cabe preguntarse cuál ha sido el papel de las Naciones Unidas como garante del cumplimiento del derecho internacional y la protección de la población civil. Aquí es donde entra la división histórica entre la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA, por sus siglas en inglés) y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Tras la guerra árabe-israelí de 1948, se creó en 1949 la UNRWA para atender el desarrollo, la educación, la salud, los servicios sociales y la ayuda de emergencia a los refugiados palestinos en Jordania, Líbano, Siria, Cisjordania y la Franja de Gaza. Cuando dos años después, en 1951, se aprobó la Convención de los Refugiados, se acordó que el derecho a buscar asilo y el mandato de ACNUR no aplicaría a aquellas personas que ya estaban bajo la protección de otro órgano o agencia de las Naciones Unidas, es decir, a los palestinos. Según James C. Hathaway, profesor de derecho de la Universidad de Michigan, esta exclusión respondía a una doble preocupación: por un lado, la de los países árabes, que querían evitar que la diáspora del pueblo palestino pudiera reducir sus posibilidades de reivindicar un Estado propio; por otro lado, la de los países europeos, que no querían ver llegar un número sustancial de refugiados palestinos en sus fronteras.
El resultado ha sido que desde entonces la cuestión palestina ha quedado en manos exclusivamente de la UNRWA. Sin embargo, expertos como el propio James C. Hathaway y Jeff Crisp defienden que hay motivos de peso para que ACNUR y Egipto se corresponsabilicen de la suerte de la población gazatí. El primero tiene que ver con el propio artículo de la Convención de Refugiados (Art. 1D), que excluía a los palestinos pero solo de forma contingente y temporal. En concreto, este artículo especifica que, en caso de que las Naciones Unidas (se entiende, en este caso, la UNRWA) dejaran de (poder) garantizar protección a los palestinos, estos pasarían a estar sujetos a la Convención (ergo bajo el mandato de ACNUR) «ipso facto».
Muchos juristas sugieren, entre ellos Jane McAdam y Guy S. Goodwin-Gill, que es el momento de valorar esta opción dadas las dificultades de la UNRWA para proporcionar protección. Hay que recordar que estas dificultades vienen determinadas por la acción directa del Estado de Israel, que ha impuesto límites asfixiantes a la ayuda humanitaria, poniendo en riesgo la seguridad de sus trabajadores (sin ir más lejos, seis trabajadores de la UNRWA murieron en el ataque a una escuela en septiembre de 2024), y ha acusado a la agencia de terrorismo, lo que ha llevado a muchos de sus principales donantes (entre ellos Estados Unidos) a retirar la financiación incluso cuando nunca se han llegado a proporcionar pruebas fehacientes. Según Yara M. Así, desde la perspectiva del Estado de Israel, acabar con la UNRWA facilitaría no solo sus planes de expulsión sino también la posibilidad de acabar con el reconocimiento de los palestinos como refugiados y, por lo tanto, con su derecho al retorno.
El segundo motivo para ampliar la protección de la población gazatí más allá de la UNRWA tiene que ver con el principio de no-devolución. Tanto la Convención de Refugiados (Art. 33) como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Arts. 6 y 7) y la Convención contra la Tortura (Art. 3) obligan a los estados a no rechazar en frontera aquellas personas cuya devolución podría implicar un riesgo para sus vidas. Dadas las circunstancias de extrema emergencia en Gaza, no hay duda de que el rechazo en la frontera con Egipto bien podría ser el caso. De ser así, Egipto y, en tanto que país signatario de la Convención de Refugiados por extensión también ACNUR, serían responsables. Pero ni Egipto ni ACNUR, que apenas se ha pronunciado sobre la cuestión de los refugiados palestinos en Gaza, parecen estar dispuestos a reconocerlo. Como señala Jeff Crisp, si bien se entienden las reticencias a facilitar los planes de expulsión del Estado de Israel, el derecho al asilo es (o debería ser) un derecho universal e inalienable.
Sin derecho a la salida y al reconocimiento a la protección internacional, la alternativa pasa o por quedarse bajo los bombardeos y en un estado permanente de emergencia o por pagar entre 5.000 o 10.000 dólares por persona para poder salir. En mayo de 2024 se hizo público que empresas egipcias como Hala Consulting and Tourism Services se habían aprovechado de la situación cobrando sumas crecientes para facilitar el cruce de la frontera y el transporte hasta El Cairo. Se calcula que esta empresa habría ganado alrededor de dos millones de dólares al día, llegando a los 118 millones de beneficios sólo entre marzo y abril de 2024. La extorsión ejercida por dichas empresas no solo es explicable por los altos grados de corrupción en la frontera sino también, tal como han denunciado algunos medios de comunicación, por sus relaciones directas con el ejército egipcio e incluso con el mismo presidente. Pero salir tampoco es sinónimo de protección. Una vez en Egipto, la mayoría quedan en un limbo legal, sin permiso de residencia y, por lo tanto, sin acceso a los servicios básicos, en un país con nueve millones de refugiados (un millón reconocidos por ACNUR) y con unas condiciones socioeconómicas cada vez más precarias.
Geopolitización de las migraciones
Siendo expulsados por el Estado de Israel y no siendo bienvenidos por los estados vecinos, la cuestión de los refugiados palestinos se ha convertido en una pieza fundamental de las relaciones internacionales. Es lo que podríamos definir como la geopolitización de las migraciones, es decir, cuando los estados usan su política migratoria como forma para condicionar la política exterior o, al contrario, cuando convierten la política exterior en un instrumento con propósitos de control migratorio. Normalmente, las dos estrategias pasan al mismo tiempo y de forma recíproca: mientras los primeros explotan su situación geográfica y capacidad de contención de los flujos migratorios para presionar a los segundos en sus demandas en determinados ámbitos de la política exterior, los segundos condicionan su política exterior a la disposición de los primeros en colaborar en materia migratoria, externalizando el control migratorio y limitando con ello el número de llegadas irregulares en sus fronteras.
En este sentido, no hay duda de que los ataques del 7 de octubre han puesto Egipto en el centro del tablero. Para el Gobierno egipcio, la invasión de Gaza significó ganar poder de negociación en un momento marcado por una de sus peores crisis económicas de la historia reciente y por unos niveles de endeudamiento sin precedentes. A modo de ilustración, Egipto es el segundo mayor deudor del Fondo Monetario Internacional (FMI), con una deuda externa que llega a un total de 164.500 millones de dólares según el Banco Central de Egipto. En el nuevo contexto marcado por la guerra en Gaza, y siendo un país demasiado grande como para dejar caer en una región crecientemente inestable, en marzo de 2024 el FMI (con Estados Unidos detrás) aumentó el préstamo inicial de 3.000 a 8.000 millones de dólares. También hubo rumores de cancelación de la deuda a cambio de la aceptación de los refugiados palestinos en la península del Sinaí. Aunque el ministro de Egipto negó que hubiera habido presiones al respecto por parte de Estados Unidos e Israel, la historia revela que la cancelación de la deuda como moneda de cambio se ha utilizado en otras ocasiones. Por ejemplo, en 1991, Estados Unidos y sus aliados perdonaron la mitad de la deuda de Egipto a cambio de su participación en la coalición anti-Iraq durante la segunda Guerra del Golfo.
Más explícito ha sido el intercambio entre Egipto y la Unión Europea (UE), con la firma de un acuerdo migratorio en marzo de 2024 al estilo de los firmados previamente con países como Turquía, Túnez y Mauritania. Si bien es cierto que el inicio de la negociación es anterior al 7 de octubre, no lo es menos que la invasión de Gaza (y la posibilidad de un aumento de refugiados palestinos en dirección a Europa) le añadió urgencia. El entonces vicepresidente de la Comisión Europea, Margaritis Schinás, describió Egipto como un socio «importante y fiable» en el control de la migración. Según la propia presidenta , Ursula von der Leyen, «el papel de Egipto es vital para la seguridad y estabilidad de Oriente Próximo, con un número creciente de refugiados». Sin embargo, de los 7.400 millones de euros prometidos a Egipto en el acuerdo de marzo de 2024, solo una pequeña parte son destinados al control de la inmigración (200 millones), mientras que el resto son préstamos en condiciones favorables para el desarrollo económico de Egipto (5.000 millones) e inversiones en el sector energético (1.800 millones). Esto implica que, si bien asistimos a la progresiva geopolitización de las migraciones (donde se intercambia dinero por control, recordémoslo sin condicionalidades en términos de derechos humanos), no debemos perder de vista que las migraciones representan un elemento de intercambio entre otros.
Más allá de las relaciones internacionales, la cuestión de los refugiados palestinos, y especialmente el incumplimiento del derecho internacional humanitario, también ha entrado a formar parte de la política doméstica de muchos países. Si bien los lobbies a favor de Israel son importantes en países como Estados Unidos o Reino Unido, y la historia del siglo xx también escora muchos gobiernos europeos en la misma dirección, los horrores sufridos por parte de la población civil de Gaza durante este año, y la injustificable inacción de la comunidad internacional, han posicionado una parte creciente de la opinión pública a favor del cese del conflicto y por una solución pacífica con el reconocimiento de los dos estados. Esto ya era así en la mayor parte de países árabes, donde los gobiernos tienen posiciones mucho más tibias que las de sus propios ciudadanos. Este desajuste entre la posición oficial de los gobiernos y la opinión pública está aumentando también en muchos países occidentales, como se refleja en la creciente movilización de grupos estudiantiles. No es un tema menor. De hecho, puede jugar un papel importante en las próximas elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos, ya sea decantando o desmovilizando una parte del voto hacia Kamala Harris.
Retorno al derecho internacional
En todo lo que hemos contado hasta ahora hay un hilo conductor: la geopolítica se antepone al derecho, los intereses a las vidas y la destrucción del adversario a la humanidad en común. Hay que volver al derecho internacional y reconciliar lo que es políticamente posible con lo que es aceptable y justo o, en otras palabras, los equilibrios políticos con los principios legales. Una cosa no puede ir a expensas de la otra. Como cualquier persona desplazada forzosa, la población palestina tiene derecho a reconstruir sus vidas en un lugar seguro y con dignidad. Esto implica dar una respuesta multidimensional: reconocer su condición de refugiados y, por lo tanto, su derecho al asilo; facilitar el acceso a condiciones materiales de vida dignas; y abordar la solución que, tal como obliga el derecho internacional, pasa por la restitución y, para los que han huido, el retorno. Lo contrario, es decir, seguir priorizando los intereses a los derechos, es inasumible: básicamente porque renunciar a nuestra humanidad en común no puede ser sino sinónimo de barbarie.
Blanca Garcés, investigadora sénior, CIDOB y Giulia Porfirione, asistente de investigación, CIDOB