Para mí es, ante todo, la memoria de mi padre: Puebla de Alcocer —donde nació—, Trujillo, Logrosán, Cáceres, Baños de Montemayor, Guareña, Mérida. Primero, siguiendo de pueblo en pueblo los destinos de su padre, Romualdo, fiscal; después porque, instalado en Madrid, buscó consuelo en los regresos parciales a sus orígenes. La familia, los amigos: Pedro de Lorenzo, escritor; Enrique Escribano, franciscano; Germán Petisco, conductor; Pedro Lumbreras, jurista. Perdón por tantas omisiones. Y el referente, siempre, del pueblo de Extremadura curtido, austero, audaz y resignado a la vez, tolerante.
En realidad, Extremadura ha sido antes una idea que un confinamiento geográfico. De adolescente, me desorientaban los versos de Machado: Soria fría, Soria pura, / cabeza de Extremadura / con su castillo guerrero / arruinado, sobre el Duero. Ignoraba entonces que replicaban el emblema del escudo de Soria. Pero, ¿dónde estaba Extremadura?
Alguien propuso que la palabra, escrita con «s» en los viejos blasones sorianos, viniera de tremor (temblor, estremecimiento), que en castellano antiguo sería estremecedura y después extremadura: «centro del estremecimiento en la lucha contra los árabes» (Rubio Giménez). Una idea poética, aunque filológicamente improbable. O extremadura como linde, extremo, frontera. Estremoz y Estremadouro en Portugal, Estremeiro en Galicia, Estremera en Madrid. Durante la Reconquista, tierra limítrofe entre posiciones cristianas y musulmanas. De ahí que hubiera varias «extremaduras». Y vía de trashumancia: extremo de la Cañada Real segoviana que se une a la leonesa para penetrar por tierras extremeñas. Zona de pastos, adonde se lleva el ganado en invierno. Todo ello lo combinaba Covarrubias en su Tesoro de la Lengua castellana o española (1611) bajo la voz Extremadura: «cuando se iba recobrando de los moros, era por aquella parte lo postrero y la frontera, hasta donde habían llegado los cristianos ganando tierra... es tan templada y de tantas dehesas y tan buenas, que llevan allá a invernar los ganados de Castilla». Todavía en el Diccionario de la Real Academia, como acepción de extremar: «Dicho del ganado trashumante: pasar el invierno en los territorios templados de Extremadura». Una idea ligada al tránsito y a la templanza. ¿Cómo encerrarla en una latitud?
Una idea, por suerte, cambiante, de la antigua pobreza a la primavera de hoy, la dehesa al fondo, los extremeños en primer plano. Rafael Alberti escribía en 1933: «Los niños de Extremadura / van descalzos. / Quién les robó los zapatos? / Les hiere el calor y el frío. / ¿Quién les robó los vestidos? / La lluvia / les moja el sueño y la cama. / ¿Quién les derribó la casa? / No saben los nombres de las estrellas. / ¿Quién les cerró las escuelas? / Los niños de Extremadura / son serios. / ¿Quién fue el ladrón de sus juegos?». Basta haber conocido la Extremadura de la lenta posguerra, los niños oscuros corriendo por el barro tras un aro de madera real o imaginado, para, consignas políticas aparte, comprender la razón de aquellos versos de Alberti, que en 1985 daba ya una visión muy distinta de esta tierra, con tintes machadianos: «Paz a España, paz segura. / Canten abiertos los campos / dichosos de Extremadura. / Lean los niños, las flores, / y entre las negras encinas / todos los trabajadores. / ¡Lejos tanta noche oscura! / ¡Para siempre en primavera, / la tierra de Extremadura!». La edad de la esperanza.
Hoy, el Preámbulo del Proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía de Extremadura, pendiente de su trámite último en las Cortes Generales, sigue avanzando en la buena dirección: «En los dos grandes valles del Tajo y el Guadiana, se ha ido escribiendo silenciosamente la crónica de una voluntad de sentir, pensar, ser y estar en el mundo. Una tarea de los pueblos que han ido forjando Extremadura, con o sin conciencia de hacerlo». Esa conciencia incierta de sí mismos se proyecta hacia el futuro como identidad regional histórica dentro de la nación española, a través de la norma estatutaria: «Somos Extremadura porque queremos serlo los extremeños de hoy, sus ciudadanos, con independencia de lo que pensaran o sintieran nuestros antepasados, y porque el proyecto incluyente de España así lo reconoce y alienta para nosotros y para los otros pueblos hermanos». Y concluye con un eco de la fraternidad franciscana (Juan de la Puebla, Juan de Guadalupe, San Pedro de Alcántara) que Extremadura llevó al otro lado del océano: «Una Extremadura definitivamente asentada pero más abierta al mundo. Una Extremadura cómoda y activa en el proyecto de la nación española. Una Extremadura fronteriza, europea y americana. Una Extremadura solidaria con cada rincón del planeta».
Este proyecto solidario e inclusivo merece la mejor de las fortunas; que al nuevo Estatuto no se le regateen palabras hermosas ni legítimos objetivos de convergencia con el resto de las comunidades, como en los últimos años se está logrando con el trabajo de todos los españoles. En el período 2000-2009 Extremadura fue la comunidad cuya economía más creció: un 2,7 por ciento de media anual, pese a la recesión. Es justo. Pero sigue siendo la comunidad con el PIB por habitante más bajo de España, 16.301 euros en 2009, frente a los 30.703 del País Vasco, los 30.029 de Madrid, los 29.598 de Navarra o los 26.831 de Cataluña, los más altos, según datos del INE. La media nacional es de 22.886 euros por habitante. Una dispersión demasiado amplia como para que no sea prioritario atemperarla con herramientas políticas y fiscales que, dentro de la Constitución, pueden y deben tener reflejo en los Estatutos de autonomía.
Se mire como se mire, la solidaridad obliga a una redistribución de rentas entre personas y entre comunidades, de las más ricas hacia las más pobres, como, hasta por cuatro veces, proclama la Constitución en sus artículos 2, 40, 131 y 138: «el Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad, velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo, entra las diversas partes del territorio español», sobre la base de «una distribución de la renta personal y regional más equitativa», de modo que «las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales». La igualdad como vocación es todo lo contrario del privilegio: un vector de transformación imprescindible para cumplir con el valor superior de la justicia que entroniza una Constitución progresista, necesitada de que todos la interioricemos antes de querer reformarla.
Merece también reconocimiento el clima de diálogo social y político que hay en la región; el respeto mutuo de dos partidos —los mismos que se lo faltan en política nacional— que no sólo han acordado por unanimidad un nuevo texto de Estatuto en la Asamblea de Extremadura, sino que han sabido convenir un Código de Buen Gobierno para fomentar la transparencia y la austeridad de todos los cargos públicos, y han hecho posible un Pacto Social y Político para, dentro de las limitaciones de recursos y competencias de la comunidad, impulsar reformas que afiancen los principios de igualdad, cohesión social y territorial y justicia social. Pueden parecer grandes palabras sin alcance práctico; pero implican mucho más: una idea de convivencia esencial para el progreso y la educación cívica de los jóvenes, el arma del futuro.
Y merecen nuestro esfuerzo, sobre todo, los extremeños. Apenas un millón cien mil; sin masa crítica para ser un problema o una solución. Una porción menor del PIB nacional que, con un poco de generosidad o justicia —si fuesen cosas distintas— de parte de quienes más tienen, podría, igual que en otras comunidades hermanas, multiplicarse y dar réditos dentro y fuera de las cuencas de sus ríos. Para que, algún día, todos los niños de este país, extremeños, españoles o extranjeros, sientan en sus casas la templanza del trabajo y aprendan a leer en las flores los nombres de las estrellas.
Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid.