Extremismos y conspiraciones

Las protestas por las medidas contra el coronavirus han cobrado fuerza en toda Europa, alimentadas por los movimientos de las teorías de la conspiración y los grupos extremistas que tratan de explotar los temores y frustraciones provocados por la pandemia. A finales de agosto, en Berlín, se concentraron aproximadamente 50.000 negacionistas del coronavirus. Varios centenares intentaron irrumpir en el Parlamento alemán mientras ondeaban la bandera imperial de antes de 1918. A principios de septiembre detuvieron a 13 personas en la plaza del Callao de Madrid en una manifestación similar. Los manifestantes antimascarillas llevaban pancartas que decían “las mascarillas matan”, “queremos ver el virus” y “lo que mata es el 5G”.

Para preparar mi nuevo libro, La vida secreta de los extremistas, me infiltré durante dos años en una docena de movimientos extremistas: me uní a un grupo de piratas informáticos del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés), me reclutaron unos neonazis, asistí a reuniones secretas con nacionalistas blancos para elaborar estrategias y participé en chats con mujeres misóginas. También me introduje en los movimientos conspiranoicos que hoy impulsan las protestas por la covid. Aprendí que no existe un perfil concreto que sea más propenso a caer en esas redes: me encontré con personas de todas las franjas de edad, clases sociales y niveles educativos. Sin embargo, lo que sí me quedó muy claro fue que todos somos más susceptibles a teorías de la conspiración e ideologías extremistas en épocas de crisis personal o colectiva.

Extremismos y conspiracionesLa historia demuestra que tanto las crisis sanitarias como las económicas son caldos de cultivo idóneos para el extremismo, la polarización y las teorías de la conspiración. En la Europa del siglo XIV, la peste negra impulsó teorías conspirativas antisemitas, igual que, siglos después, la Gran Depresión. Ahora afrontamos una crisis a la vez sanitaria y económica, y con unas redes sociales que permiten el rápido desarrollo de ese tipo de teorías. No es extraño que el resultado sea lo que la OMS ha denominado una “infodemia” sin precedentes: las teorías de la conspiración sobre el origen de la pandemia se propagan a más velocidad que el propio virus.

Todo comenzó en mayo de 2020 con una ola de protestas en Estados Unidos, en la que votantes de Trump, seguidores del Tea Party, antivacunas, conspiranoicos, miembros de QAnon y de milicias de extrema derecha se alzaron con el objetivo común de acabar con el confinamiento. La retórica de los manifestantes estadounidenses encontró pronto eco en las manifestaciones que se convocaron en Australia, que mostraron pancartas con eslóganes similares. Poco después comenzaron las movilizaciones contra el confinamiento en Europa, con las mismas tácticas y las mismas ideologías. En España y Alemania se vio a manifestantes con pancartas en las que se leía “Trump 2020”.

En las protestas recientes de todo el mundo, ya sea en Europa, Estados Unidos o Australia, ha surgido una coalición curiosa de agitadores de extrema derecha, conspiracionistas de extrema izquierda y ciudadanos preocupados. Por otra parte, los manifestantes ni siquiera se ponen de acuerdo sobre cuál es el enemigo: entre los principales chivos expiatorios incluyen a la OMS, los filántropos que invierten, los inmigrantes y las “élites judías mundiales”. Unas pancartas niegan la existencia del virus, otras indican que es un arma biológica china y otras que es un intento de Bill Gates de dominar el mundo; el hecho de que en una misma manifestación aparezcan todas estas teorías contradictorias no importa.

En el mundo de los conspiranoicos, todo es posible. La princesa Diana fingió su muerte y fue asesinada; Bin Laden estaba ya muerto cuando las fuerzas especiales estadounidenses atacaron el complejo de Abbottabad en 2011 y continúa hoy con vida. El coronavirus se presta aún más a lo que los científicos denominan la “mentalidad conspiranoica”, porque es un peligro invisible, un gato de Schrödinger: existe y al mismo tiempo no existe. Pero las consecuencias materiales de las teorías de la conspiración sí son muy palpables. En el Reino Unido, los que achacaban las culpas de todo a la tecnología 5G prendieron fuego a postes de teléfono en todo el país. En Alemania, algunos manifestantes usaron eslóganes de la época nazi, agitaron teorías antisemitas y agredieron a equipos de periodistas. En Estados Unidos, unos manifestantes armados irrumpieron en la Asamblea Legislativa de Michigan.

En el periodo del confinamiento, la vida se frenó para muchos, que empezaron a disponer de más tiempo. Por consiguiente, los miembros de la extrema derecha y los teóricos de las conspiraciones pudieron pasarse días y fines de semana enteros en Internet, movilizando y haciendo campaña, mientras los investigadores y las empresas tecnológicas tenían cada vez más dificultades para mantener el ritmo. Los activistas aprovecharon los nuevos miedos y las incertidumbres y llenaron el inmenso vacío de información con sus propias teorías para promover sus causas políticas. Y cada vez tienen más público, porque todos somos más vulnerables.

Adoptar ideas simplistas sobre una realidad compleja puede ser tentador, sobre todo cuando esa realidad es todo lo contrario de lo que desearíamos. Los grupos extremistas ofrecen un antídoto a la inseguridad que nos abruma con sus propias explicaciones inventadas y aprovechando el llamado “monte de la ignorancia” descrito en el efecto Dunning-Kruger, es decir, que tener un conocimiento escaso de un tema hace que nos sintamos más capacitados para hablar de él y proponer respuestas. Resulta difícil reconocer que en estos momentos estamos todos sumidos en la ignorancia y debemos esperar a que la ciencia nos muestre el camino sin saber cuánto va a tardar la solución. Es comprensible que a muchos se les acabe la paciencia.

Sin embargo, el verdadero problema no es la falta de paciencia de la población, sino la falta de confianza. Como demuestro en La vida secreta de los extremistas, las redes extremistas y de teorías conspiranoicas se han dedicado en los últimos años a debilitar la fe en las instituciones oficiales, no solo políticas, sino también periodísticas y, lo que es peor, académicas y científicas. Han construido redes mundiales en Internet utilizando los algoritmos de YouTube y Facebook y ahora están sacándoles partido. Cuando Donald Trump se enfrenta a la OMS y el presidente brasileño Jair Bolsonaro pone en duda la gravedad del virus, hacen que estos grupos marginales se sientan más autorizados y les proporcionan un altavoz para sus ideas y sus teorías.

Quizá muchos manifestantes tienen preocupaciones legítimas, pero están poniéndose a sí mismos y a otros en peligro. Sobre todo, pueden constituir un grave peligro para nuestras democracias. La historia nos enseña que las amenazas de reelaborar constituciones, las agresiones a periodistas y la desinformación sistemática sobre grupos minoritarios no son cosas que podamos tomarnos a la ligera. La infodemia, como la pandemia de coronavirus, es un fenómeno global. Debemos abordarla con una perspectiva internacional para no añadir una tercera crisis mundial: una crisis social.

Julia Ebner es investigadora del Institute for Strategic Dialogue y acaba de publicar La vida secreta de los extremistas (Temas de Hoy). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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